Turín se encuentra en una planicie, bien al norte de la Península, como queriéndose alejar de lo que entendemos por Italia, con sus calles ortogonales y perfectas, mirando con envidia a París. Tiene los ojos de la madre de Ginsberg; con su vientre huelgas y chimeneas y su voz cantando por obreros envejecidos. Recuerdo de su aventura proletaria, presenta el Monumento de Frejus a los mineros caídos en la construcción del Traforo y conserva la cárcel donde Antonio Gramsci pasó encerrado veinte años; a modo de cruel metáfora, su casa se ha destruido para levantar un hotel. Turín no sólo acunó al socialismo, también es la madre del liberalismo italiano, dos Dióscuros repartiéndose las épocas, vio nacer a Cavour y hoy día es uno de los tres polos más industrializados del país.
Siguiendo con la madre de Ginsberg, mi viaje se detiene momentáneamente enfrente de un manicomio abandonado, el de Collegno. El conductor me indica que su abuelo trabajó allí ocupándose del mantenimiento de la calefacción, me explica que, cuando era pequeño jugaba a infiltrarse entre aquellas paredes semiderrumbadas como una especie de rito de paso para los chicos del barrio. Más tarde, no tardaría en ser consciente de que los locos que vivían en el edificio no serían en su gran mayoría sino presos políticos arrojados allí por los monstruos que habitan en los claroscuros de la Historia. Se queda unos segundos ensimismado y pisa de nuevo el acelerador.
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Estamos a orillas del Po, el crepúsculo va perfilando y el paisaje se convierte en una oscuridad iluminada. Acaba de jugar Italia y hay un tráfico insoportable, sin embargo, mi interlocutor me explica que esto es habitual aquí y me hace algunas señas mientras conduce. Tardamos un buen rato en encontrar sitio; un italiano con la piel color tabaco, en su papel de operario de pista, nos indica donde dejarlo. Lleva una gorra de la Juventus y me saluda con un Forza Juve al tiempo que mi colega le niega con la cabeza. Me aclara que tifa al Toro; para aquellos que no sigáis mucho el calcio por el momento bastará con saber que el Torino es el otro equipo de fútbol de Turín.
Paseando por la orilla del río pueden verse un par de colinas: la que está a la derecha recibe el nombre de Monte dei Capuccini, allí debes acudir para darle tu primer beso a una ragazza me dice, después sonríe como lo hacen los italianos, de esa forma atemporal y canallesca que hace que parezcan más viejos y más sabios, como si Europa llevase más tiempo dándoles de mamar, la que está a la izquierda es propia para asuntos más íntimos. En ella se adivina una basílica enorme en la cima, una presencia que puede verse desde muchos puntos de la ciudad, una muerte con flores; Superga. La basílica fue construida por el rey Víctor Amadeo II para conmemorar una victoria contra los franceses que asediaban Turín en 1706. Ulteriormente se convirtió en un mausoleo para la dinastía. Sin embargo, la gente no va a allí sólo a ver las tumbas de los Saboya; a la espalda de la iglesia cayó Il Grande Torino.
La historia del Grande Torino es una con sabor a hierro en la boca: el equipo venía ganando consecutivamente cinco scudettos desde 1942/43-1948/49 (a excepción de la temporada 1944-1945 que no se celebró debido a la II Guerra Mundial), a la vuelta de un amistoso en Lisboa, el trimotor en el que viajaban se estrelló contra la cúpula de Superga sin dejar supervivientes. Todavía faltaban cuatro jornadas para que expirara la temporada 48/49 que lideraba el Torino con cuatro de ventaja sobre el Inter. A tenor de la desgracia, el club se vio obligado a alinear a los juveniles en los partidos restantes y así hicieron el resto de escuadras permitiendo que aquél equipo, en adelante maldito, se hiciera con el campeonato.
Sin embargo, el final del poema estaba aún por llegar: Luigi Meroni.
Estamos a finales de los sesenta, el Torino ya no gana, es un cachalote herido que deambula por la Seria A hasta que llega él, con sus veintiuna primaveras y los pone terceros. A Meroni le gustaba marcar los goles despacio, puliendo los versos; podríamos decir que los marcaba por encargo, los apuntaba en un papel y los cobraba los domingos después de beberse un par de cervezas. Luigi era un tipo de costumbres serias, de lucir bigote y de ir al bar de siempre después de los entrenamientos. Un día, su compañero de fatigas Fabrizio Polzetti le invitó a saltarse la sesión; la culpa fue de Raymond Carver, el escritor norteamericano que citaba en un poema todos sus miedos cotidianos (Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa/ Miedo de quedarme dormido durante la noche/ Miedo de no poder dormir/Miedo de que el pasado regrese/ Miedo de que el presente tome vuelo); le faltó expresar sus temores a la hora de cruzar la calle. El hincha Attilo Romero atropelló a Meroni a la altura de la Via Re Umberto. Pronto, sería elegido presidente para expiar sus pecados, como podréis imaginar a estas alturas, sin éxito; de lo contrario no estaríamos escribiendo ahora este artículo (de todos es bien sabido que la derrota es mucho más atractiva). Huelga decir que Romero descendió al club.
El Torino – me explica- es el equipo de los turineses. Tradicionalmente se identificaba al aficionado burgués con la Juventus y a los tifosi del Toro con la clase proletaria. La dicotomía fue variando con el devenir de los años: En los 60-70, la gente que emigraba del Sur hacia Turín cayó en las manos de la Vecchia Signora, viéndolo como el equipo de la fábrica en la que trabajaban, la FIAT. Por su parte el Torino buscó identificarse con la masa autóctona haciéndose ver como el equipo del Piamonte y de la ciudad. Me aclara que no tiene antepasados de fuera del Piamonte; para él los turineses de verdad son del Toro, razón de más para que el estadio esté en el centro de la ciudad y, como él, cada domingo acudan miles vestidos de color granata a insuflarle sangre. Tristemente, el Torino no tiene porvenir y así es difícil amar. Jabois decía que no ser del Madrid suponía renunciar voluntariamente a la felicidad; pero la vida va precisamente de eso, de elegir nuestras infelicidades y apechugar con ellas como si fueran suegras. Los turineses, siendo del Torino, abrazan pues a la más dichosa de todas ellas.
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Hace poco leía a Kapúscinski que es relativamente fácil escribir sobre ciudades europeas, basta con leer a Balzac o un manual de historia del arte, hablar de la cúpula de Santa María y sentarte a mirar. Podría seguir relatándoles las vicisitudes de la capital del Piamonte, por ejemplo, decirles, en voz muy bajita (para que no nos escuche Dan Brown y nos torture con otro libro) que hay quienes dicen que el Monumento de Frejus no es sino la entrada al Infierno (suponiendo que uno pueda entrar y salir del Nifleim como le venga en gana), hacerles de guía por el museo egipcio y recorrer las entrañas de la Mole Antonelliana, pero no hemos venido a eso. No nos equivoquemos, esto no es una guía de turismo; yo vine a Turín a esconderme y me encontré con esta historia de ojos fríos. Vine a quedarme descalzo en un parque cualquiera (los jardines de Valentino son perfectos para cometer el crimen) con la hierba de almohada y el aire abrazándome la cintura como si me zambullera en el agua. Va oscureciendo y se queda en silencio, suave es la noche y como un faro se encienden las luces de la basílica de Superga, sin saber bien donde acaba la colina y donde empieza el firmamento.