Llega tarde y lo sabe. No tiene excusa. Moravia la espera sentado en una mesa alejada del bullicio de los turistas. Se saludan con afecto. No lo dice, pero se siente decepcionada. Ni un fotógrafo ha salido a su encuentro. Acostumbrada a despertar el interés de cuantos la rodean, su presencia en el restaurante no ha provocado la curiosidad que espera.

Anna Magnani se acomoda en su asiento, mira de reojo, se atusa el pelo, esa cabellera revuelta que parece ingobernable. Bella a su manera, sin artificios, desgarbada, no parece impresionarle la presencia de un Moravia con fama de seductor. Al contrario, la complicidad entre ellos es evidente. Fue Pasolini quien les presentó con motivo del rodaje de Mamma Roma y desde entonces no han dejado de coincidir. Veladas en su apartamento romano con vistas al Tíber, encuentros con actores, artistas que han hecho de la dolce vita su oficio y que se cuelan entre las líneas de sus libros y en los artículos de cine que prepara para el periódico para el que colabora. Bien podría haber sido la protagonista de alguna de sus novelas. Representante por excelencia de la mujer italiana, la puta, la amante, la esposa, la Mamma. Así es ella, maravillosa, grande, insoportable. Única.

Moravia pide una botella de vino y ella sonríe mientras le da una calada a su cigarrillo. Sorprende su timidez, algunas veces esa personalidad agresiva es solo un disfraz para darse coraje a sí misma. Su vida no ha sido fácil, tampoco sus amores. Llora, ríe; en la escena, en la vida. Escenario y vida se mezclan y se persiguen. En el amor necesita sentirse amada, protegida. Podría vivir sin el cine, sin política, sin el Festival de San Remo pero no sin amor. El amor es la lluvia, el viento, el sol y la noche. El amor es respirar pero también es un veneno.

Sabe que la felicidad no está hecha para las personas demasiado sensibles. La desilusión siempre está ahí. Y sin embargo no se rinde, siempre está enamorada. De un amigo, de un compañero de rodaje, de una sonrisa, de sus gatos. Se entrega a los hombres con coraje pero también con miedo. Les fulmina con su mirada, esa mirada suya de carbón, suplicante. Toma la iniciativa, le gusta tomar las riendas, seguir los dictados de su corazón. Avanzar con paso firme hasta el borde mismo del abismo. Sabe que el tamaño de sus miedos, solo es comparable al de sus fuerzas y que sus fantasmas más que derrotas son oportunidades de salir adelante, de cambiar un destino del que no puede escapar.

Pasiones de ida y vuelta, así son sus amores. Su relación con Rosellini, torbellino de amor y celos la deja marcada para siempre. La película Roma cittá aperta les reúne y desde entonces se vuelven inseparables. Se quieren, regañan, se perdonan. Stellina mia, le dice él mientras atraviesan Via Veneto montados en esa vieja Buick que parece enloquecer, tanto como ella enloquece cada vez que le descubre en una mirada que no le pertenece. Pero no pueden evitarlo, se quieren a su manera, de una manera que la vuelve loca. Un idilio sin arreglo que termina al arrojarle un plato de spaghetti por la cabeza, sobre su traje nuevo, justo en el momento en que él le anuncia que la deja por esa mosquita muerta de la Bergman.

No es el único desengaño. Antes que Rosellini la volviera loca, otros hombres han ocupado su cama y su vida. Goffredo Alessandrini, un joven director de escena, de aire elegante y refinado la seduce desde el principio. Tienen además tanto en común, nacido en Alejandría como su padre, también su infancia ha sido difícil y además es tan guapo… Piensa en él a todas horas. Se casan después de un noviazgo impetuoso. Son siete años de felicidad, de celos, de dudas. Sólo quiere ser una buena esposa, un ama de casa ejemplar, ocuparse de él, prepararle la comida, cenar a solas. Pero se aburre. Su única distracción consiste en cambiar de sitio los muebles de su estudio en Via Margutta. Otras veces cansada de mover sillones, se sienta en la cama mirando la noche, las estrellas desde la ventana de su habitación. A su lado se siente una niña caprichosa, todo en ella le hace gracia hasta sus constantes cambios de humor. También esas pataletas cuando no consigue lo que quiere, cada vez más a menudo. No le bastan los vestidos que estrena cada día, quiere más, lo quiere todo, le quiere a él.

Convivir con un marido ausente no es fácil, cualquiera que lo haya vivido lo sabe. Como Rosellini, como tantos otros, es también un aventurero, un mujeriego. Lo descubre tarde, pero es orgullosa y no perdona la traición. Le amenaza, grita, se desespera. Y después el silencio, y vuelta a empezar… Relaciones que se suceden incluso Marlon Brando intentó seducirla, eso cuenta. Y entre tantos hombres, el más importante, su hijo, el pequeño Lucca por el que daría la vida.

El encuentro con el escritor toca a su fin. Apenas ha probado la comida. Se levanta, tres o cuatro fotógrafos tratan de fotografiarla. No son los únicos, turistas extranjeros se vuelven a mirarla con sus cámaras. Pronto se corre la voz. Todos quieren una foto, tocarla, tener un recuerdo. Sus ojos brillan, le gusta sentirse querida. Sin embargo un destello de frustración se adivina en su cara. Pura contradicción. La Magnani cruza la calle y rápidamente desaparece entre el gentío por las callejuelas del Trastevere. Como dijo un día Fellini: Roma es ella.


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