Buscaba esa silueta que se sabía de memoria a través de los cristales. Desde la ventana adivinaba el final del parque, abrazado por una interminable hilera de tilos, y también veía la acera de enfrente, tan ancha que podría contemplarla mientras ella caminaba hacia él, antes de cruzar la calle y llamar al portero. André anticipaba su sombrero verde y la sonrisa que había debajo. Aquella fotógrafa había cambiado hasta el olor de la ciudad desde que habló con ella por primera vez. Sus manos voladoras, los ojos tan atentos, llenos de pequeñas chispas azules que le apetecía tanto alcanzar…
Después de muchas conversaciones y un solo beso, la esperaba en casa con su vieja cámara en las manos y la fotografía que ella le había regalado el día anterior sobre la mesa. Una preciosa vista de la torre Eiffel en un día de niebla. La había enmarcado, aunque no había encontrado aún un cristal para cubrirla, y quería que ella, Elia -cómo le gustaba apoyar la lengua en el paladar para llamarla- le ayudase a elegir el lugar para colgarla. Una pequeña ceremonia en su buhardilla.
Se hacía tarde. No se le daba bien esperar. Esperar a una mujer. Y le apetecía que conociese su casa con aquella luz naranja, pero iba a ser difícil si no llegaba pronto. El incendio intenso que tomaba a esa hora el tejado de enfrente iba perdiendo fuerza y las sombras en las paredes de su cuarto ganaban altura.
De pronto, una rotura de cristales, a su espalda, le obligó a retirar la mirada del horizonte del parque. Antes de girar para ver el origen del ruido, una sombra ágil atravesó su campo de visión hasta fundirse con la pared oscura del fondo. Uno de sus gatos.
Sobre la mesa apreció brillo de cristales y, mientras se acercaba, comprobó con desolación cómo el agua de un vaso roto se extendía sobre la pequeña foto de Elia, desnuda a merced del líquido que ya la cubría completa, gracias a los diques estancos en los que se había convertido la madera del marco.
Rápidamente tiró el agua al suelo, pero ya era tarde. La preciosa lanza que se hundía en el cielo de París era ahora una línea difuminada, sinuosa y cobarde. Como si el hierro de su estructura hubiera mudado a temblona gelatina.
No, otra vez no. Hundió los dedos agarrotados en su pelo. No podía perder a otra mujer por una estupidez. Maldita su suerte.
No, se dijo, no volvería a pasar por otro adiós prematuro. No podría soportarlo. Prefería morir antes de que ella descubriese su poco cuidado con el regalo que le había hecho con tanta ilusión. Y la idea, justo esa idea, se abrió paso y tomó el mando como la única solución. Así que, sin pensar más, abrió la gran ventana y apoyó sus pies en el alféizar. A su izquierda, un precioso sombrero verde avanzaba calle arriba. No tenía tiempo que perder. Y saltó.
Mientras caía, descubrió que cada ventana le devolvía reflejos de caras conocidas. Cada una de las mujeres que habían huido de él en su vida. Desde su madre, que le dejó solo con ocho años y dos gatos, hasta la hermosa Elia, cuya sombra cubrió sus ojos mientras la escuchaba decir su nombre, una y otra vez, cada vez más lejos…
*Las fotografías son de Josef Sudek y Robert Doisneau.