Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura.
Edgar Allan Poe
Filósofos hay o lo que sean que van por la vida hablando (¡y lo que es peor!: escribiendo…) de la fragilidad humana, lo patético del hombre, de la “caña que piensa”, del ser escindido, etc. Como resulta que lo hacen desde sus móviles conectados a Internet, o subidos a un vehículo de gran cilindrada, o tal vez usando lentes que otros han graduado milimétricamente por ellos, podemos tranquilamente no tomárnoslos demasiado en serio. No sólo porque son fatuos, o vanos, que lo son y a menudo ni tienen la culpa de ello, sino porque toda la complejidad bien controlada que emplean para comunicarnos sus jeremiadas les desmiente y se ríe calladamente de ellos. Muy al contrario, el ser humano, visto con la adecuada perspectiva, se nos presenta más bien como una bestia (como escribió en una ocasión Ortega y Gasset sin poder reprimirse en un ensayo que trataba de la traducción, pero que, si no recuerdo mal, precedía en pocos años al estallido de la Segunda Guerra Mundial), una bestia parda, una mala bestia, si se quiere, y esa es, en el fondo, la verdad. Hasta el punto de que es difícil imaginar una presunta raza alienígena inteligente que fuese cualitativamente más poderosa, más activa o más retorcida que el hombre. Hemos pisado el satélite de nuestro planeta, hemos dividido el átomo, sabemos cómo alterar el código que nos da forma, organizamos mal que bien el trabajo y la vida de miles de millones de seres mediante rígidas disciplinas y horarios… Realmente, no hay definición escueta que le cuadre al hombre, que siempre rebasa todas las pobres explicaciones que han intentado darse de su condición, por cuanto que destaca en extremos tan contrarios que resulta finalmente imposible realizar una síntesis que resuma en una sola fórmula sus capacidades. Incluso a escala individual, nuestras fragilidades o flaquezas son fruto a su vez de nuestros excesos, y allí donde advertimos ciertas fisuras internas en las personas que nos rodean, podemos apostar a que se las han infligido a golpes, suyos propios o de terceras personas. Sólo hay que contemplar a un niño para comprender que se trata de una máquina bien engrasada e imparable de vivir, y cuando a veces nos preguntamos dónde se ha ido toda esa energía cuando nos hacemos adultos… bueno, habitualmente es casi mejor no preguntar…
Dylan Thomas y Jason Molina tienen poco en común, vistos históricamente, pero eso en lo que coincidieron lo encuentro ahora fundamental. Ambos se dedicaron a diferentes ramas del Arte -¡ah, el Arte…!-, ambos eran entusiastas tabaquistas y ambos murieron a los 39 años ahogados en un mar… de alcohol. Por mucho prestigio romántico que tenga la muerte prematura -“los dioses, codiciosos, se llevan antes consigo a sus predilectos”, etc.-, se reconocerá que esa no es manera cabal ni decorosa de soslayar los temidos cuarenta. Dylan Thomas, poeta, se pasó la vida bebiendo, solo o acompañado, en su Gales natal, en Londres, en Nueva York, o donde quiera que sirvieran copas. Antes de morir el año 1953 a causa de un coma etílico en el hospital de turno, pronunció su célebre última frase, muy poco a la altura de su dignidad poética por cierto: “Me he bebido dieciocho whiskys seguidos, ¡creo que he batido mi propio récord!”. Su frase anterior, o sea, la penúltima, había sido, por lo visto, saliendo del hotel que le alojaba, la siguiente: “Tomo un trago y vuelvo en media hora...” Jason Molina, cantautor de Ohio descendiente de un minero asturiano, se pasó los últimos tres años de su corta vida de cogorza en cogorza y de clínica de desintoxicación en clínica de desintoxicación, a ver cuál de las dos incitaciones alternativas (al olvido o a la salud…) era la más fuerte. Venció la botella por goleada, como suele ocurrir, hasta que sufrió un infarto por brutal ingesta de alcohol lejos de su casa en 2013 con sólo un viejo teléfono móvil en su bolsillo donde figuraba el número de su abuela[1]. Otros cuentan que aquel día de sesenta años antes Thomas estaba como una puta cuba en una estación de tren, y que regaló uno de sus poemarios a una chica danesa antes de arrojarse a las vías. Según refirió ella, había estado hablándole de la muerte de su primer amor, sucedida muchos años ha, pero no hay certeza alguna de que los hechos sucedieran así. Resulta contradictorio -aunque sin duda mucho mejor materia de leyenda- con la versión oficial, que la mayoría dan por buena. Molina, por su parte, no tenía seguro médico, esa maldición típicamente estadounidense que no sabemos si Obama logrará nunca enmendar, y acumulaba deudas y más deudas de facturas médicas. Su familia tuvo que pedir por favor dinero a sus fans, y durante un momento, en 2012, se emitió una nota pública de agradecimiento en la que parecía que el músico iba camino de la curación y además prometía discos. Andaba por entonces retirado en una granja al cuidado de unas gallinas y unas cabras, por un motivo que, si no eres norteamericano (a un norteamericano le parece natural desear vivir en un rancho), parece psicológicamente evidente: el amanecer, los árboles, la cocina y los bichos no te juzgan tan severamente las resacas…
El alcoholismo no es exactamente una enfermedad, o no en todos los casos. También puede ser consecuencia de una cierta locura, como dijo Poe (que, por cierto, sí alcanzó a cumplir la cuarentena, pero ni uno más, y por causas semejantes), una locura asociada en algunos espíritus a la genialidad y la melancolía –mel/alcoholía, en este caso, si se me permite el mal juego de palabras-, como ya había estudiado Aristóteles dos milenios antes, pero sin tener en cuenta para nada el alcohol[2]. Tengo la impresión, escuchando los temas siempre sombríos y deprimentes de Jason Molina, de que lo suyo fue una especie de tristeza infinita, tal vez autocompasiva, no sabremos nunca de qué ni por qué. No hay nada peor, en lo que toca a estados de ánimo solipsistas, que la autocompasión. La autocompasión es un manantial inagotable de racionalizaciones autojustificativas que luego se estrellan contra los hechos y es también, por consiguiente, una esponja sin límite de absorción de alcohol cuando se produce(n) la(s) recaída(s). Chesterton tenía mucha razón al aconsejar que el alegre beba, si le apetece, para aumentar la alegría, pero que el triste evite beber para potenciar su tristeza. Molina era capaz de entonar, superando a Neruda, las canciones más tristes cada jodida noche. Canciones simbolistas, donde se confiesa y se vela al mismo tiempo, canciones lentas y pesadas -Molina tenía un pasado heavy: todos tenemos un pasado heavy…-, canciones susurradas y elegíacas, canciones destinadas, claro, a desgarrar si ello era posible al auditorio ocasionalmente borracho en un garito de mala muerte, pero donde nadie pensaba de verdad que estaban desgarrando también actuación tras actuación al artista mismo (pues, de saberse, acudirían los espectadores en masa, como siguen acudiendo tras su muerte por disparo en la sien a la hornacina cultural que custodia el alma grunge de Kurt Cobain en busca de inciertos nihilismos…
El caso de Dylan Thomas creo que es algo diferente. Todo el mundo le decía que era un genio poético, un segundo Rimbaud, el último maldito, un joven cósmico, preternatural, y eso había que celebrarlo. A una altura espiritual más elevada de lo corriente había de corresponder un estado de conciencia más alterado de lo corriente, propio de un chamán de las palabras, de un titán del verso, y Thomas prácticamente no sabía hacer ninguna otra cosa. Sabía declamar como nadie, sabía escribir también cuentos y guiones de cine, pero no sabía ni freír un huevo, y eso que llegó a tener tres hijos. Así que sobreactuaba de sí mismo, y abusaba no tanto del alcohol como de su propio endiosamiento. Se llega a tropezar uno consigo mismo viviendo de esta manera, como en una suerte de sobreexceso de interioridad, a tal punto que la adicción al alcohol, por ejemplo, termina por ser una extraña autoadicción. Dylan Thomas sólo podía componer poemas y asaltar a las mujeres, como un eterno adolescente irresponsable, en perpetuo retorno a sus brillantes orígenes, pero el tiempo pasaba inexorablemente, y él estaba cada vez más gordo, cada vez más feo y cada vez más inhabilitado, de suerte que cuando acaba por llegar el tan presentido fin (presentimiento que contribuye además a acelerar la ansiedad de la barra del próximo bar) éste nunca es ya un accidente: todos los que te rodean se olían hace tiempo que era más bien una fatalidad…
Así que creo que no hay debilidades, que no hay flaquezas constitucionales o congénitas del Hombre o de la especie como tales: son los pueblos, las modas o los individuos los que, dejándose llevar en muchas ocasiones, se labran las suyas. Y se las labran, nos las labramos, muy a conciencia. Porque nada de lo que he contado en estas líneas era realmente necesario, después de todo, y piense lo que piense el prójimo: aquellos rumbos de colisión fueron perfectamente evitables. Vladimir Nabokov, por ejemplo, era un exquisito escritor y fue enteramente feliz con sus mariposas, sus partidos de tenis y el resto de sus aficiones. Gioachino Rossini era un músico maravilloso, y a partir de cierto momento de su vida, y por motivos que ignoramos pero que, en el fondo, nadie nos ha llamado a conocer, dejó de componer operas y se dedicó a tareas musicales menores y a la gastronomía -a esa sencilla extravagancia o extravagancia de sencillez le debemos, por cierto, los “canelones Rossini”[3]. El Arte no es una balzaquiana búsqueda del Absoluto, no es una religión que exija el holocausto, el arte no es más que una bella artesanía que no debe anteponerse obligatoriamente a la felicidad y normalidad de la vida del artesano si éste tiene el buen juicio de no quererlo así. Claro que siempre se puede decir que esa es una concepción pequeñoburguesa, convencional, apocada, del Arte, pero si en la estrechez de la misma caben personajes como Nabokov o Rossini que nos quiten lo bailao. Lo bailao ya está bailao y bien bailao, luego, holgadamente pasados los cuarenta, hay que ponerse al fogón a cocinar canelones, o lo que sea que pida la edad o la condición o la mujer o el marido y los niños y las mascotas de un@.
Ni Dylan Thomas ni Jason Molina fueron poetas sociales (tal vez Molina algo más…), demasiado preocupados estaban con sus respectivos universos ego/trágicos. Quizá si lo hubiesen sido, habrían durado más, por el bien del público y por el bien de la Causa, pero no necesariamente -tampoco- habrían durado estéticamente mejor. El genio artístico no es un gran fuego místico que nos ponga en comunicación con el Infinito ni nada parecido: el genio es generacional, es como una cerilla tal vez más luminosa que las cerillas que encienden los demás que están vivos al mismo tiempo que tú, pero tarde o temprano siempre llega alguien después que te la apaga limpiamente de un soplo. También William Faulkner era un grandísimo bebedor de bourbon, el muy bestia, pero sabía cómo vencer todas las mañanas la resaca para escribir caudalosas narraciones todavía más bestias que daban testimonio de la bestialidad humana. Faulkner, de hecho, murió ya sesentón de la caída de un caballo, gran muerte independiente de las otras pequeñas muertes. Jason Molina, con su cara de pena y un sempiterno poblado entrecejo tan de la América profunda, creía dar sentido a su soledad abismándola en alcohol. Dylan Thomas, con su aspecto de niño rubicundo, rechazaba crecer en un mundo que le adoraba tal y como era, pero que ya le iba pidiendo otra actitud. Según se va haciendo uno mayor, se debe gestionar el propio alcohol o la propia euforia o la propia pena o la propia música o la propia poesía o incluso la propia rutina como se ha de ir gestionando poco a poco la propia muerte: con buen ánimo, sí, con humildad, con sabiduría y hasta con nostalgia, todo eso junto… pero con cuidado, coño.
(Nota: El presente artículo, que nada tiene de genial, y demasiado de artesano, ha sido confeccionado con la ayuda de un whisky y tres cervezas: pongamos que han sido consumidas In memoriam…)
[1] Una buena y sentida necrológica, de parte de un amigo español también alcohólico [2] En realidad, la hermandad entre alcoholismo y arte data del Romanticismo, y antes se sabe de grandes bebedores en todos los campos, pero no de alcohólicos crónicos, como se puede comprobar en un librito que leí hace mucho tiempo con gusto y que no he vuelto a encontrar, Galería de Borrachos, de Eduardo Chamorro. [3] Pues resulta que no es así. Semana y media después de escribir estas líneas, me topo con un artículo del pasado domingo 26 de abril en la sección cultural de El País precisamente sobre esta cuestión, donde un historiador chafa-mitos (y bien está el chafarlos allá donde se presten a ello) ha investigado la vida de Rossini y descubierto que, por resumir, abandonó la ópera forzado y a lo que se dedicó, tanto o más que a la cocina, fue a la usura, consiguiendo ganar mucho más dinero que con la propia ópera. No seré yo quién repruebe aquí el préstamo con interés, como se ha hecho en nuestra cultura desde Aristóteles en adelante hasta que se generalizó su práctica con la aparición de los primeros banqueros –El mercader de Venecia de Shakespeare da buena cuenta de esta transición-, pero no puedo negar que se me fastidia completamente el ejemplo, relegándolo a la pobre condición de ideal meramente posible allí donde yo pensaba que se trataba de una realidad constatable.
¿In momoriam? ¿No se habrá usted declarado abstemio? ¡Por las barbas de Faulkner! Excelente artículo.
“In memoriam” los dos protagonistas malogrados…
Bueno, hay muchísimos más borrachos no geniales que geniales. Se les puede perdonar. Además vende más el sufrimiento que intenta ahogarse en alcohol o cualquier otra sustancia evasiva. Por otro lado si uno no sufriera a lo mejor no tenía nada que decir. Todos los artistas tienen demasiado ego y son solipsistas. Como no pueden salir de esto a lo mejor por eso se drogan y crean.
Me gusta tu artículo. Para que luego no digas.
Algo hay cuando los borrachos no geniales, los “normales”, raramente mueren tan pronto. Un señor que haya trabajado en la construcción, por ejemplo, se ha tomado sus buenas botellas de vino y cañas de cerveza en la comida durante años, además de cubatas los fines de semana, y muere viejo de cualquier otra cosa indirectamente asociada a sus aficiones etílicas. Sin embargo, y al margen de los dos casos presentados aquí (que no son en absoluto paradigmas de artista frustrado o incomprendido, todo lo contrario), parece que las llamadas “profesiones liberales” abonan más esa clase de autodestrucción. Por varias razones, de las cuales la última me parece la decisiva:
1- Las drogas, en general, promueven cierta ilusión de eternidad mientras duran, y así un embriagado quiere más y quiere que nunca termine, lo cual se acentúa con la edad, puesto que a más años aumenta la sensación de perder el tiempo con otras diversiones más tranquilas y, diríamos, maduras. La ebriedad tiene algo de divina, como reconocieron muchas religiones paganas, e incluso los primeros cristianos se la agarraban gordísima con toneles de la sangre de Cristo. Puesto que los rituales del monoteísmo son ascéticos casi siempre, a menudo había que sentirse divinamente incluso contra el propio Dios (las cuartetas de Omar Kayyam en el s.XIII), un Dios que sólo ofrece como correa de transmisión emocional el temor.
2- En el caso de los artistas en particular, beben porque otros antes que ellos a los que admiran bebieron, un aspecto de la “angustia de las influencias” que Bloom no trato, que yo sepa. Si no puedes parecerte a tu ídolos en todo, al menos imítales en lo que más tienes a mano, aunque te cueste la cordura o la vida, o para (subrayo el “para”) que te cueste la cordura o la vida -véase Leopoldo María Panero. Ya digo que este fenómeno es propio del Romanticismo, aunque sólo sea porque ellos tenían por primera vez la información histórica suficiente para enterarse de estas cosas.
3-Lo que tiene el alcohol, y menos otras substancias, es que permite estar borracho prácticamente el día entero. Se produce, así, una aniquilación total de las servidumbres de la vida cotidiana en la que los demás sí están sumidos. Hasta el más tirado de los sin-techo que trasega su brick de Don Simón se siente un poco excepcional, un poco de fiesta perpetua, y nos mira a los demás como si fuéramos borregos. Quizá el secreto sea ese: que los borregos no-artísticos tenemos el calendario de fiestas muy bien demarcado, y eso nos salva…. (El problema del personaje de Jack Lemmon en “Días de vino y rosas” es que, por su trabajo, tenía fiestas a diario).
En cuanto a lo de sufrir o no sufrir, creo que todo el mundo tiene su ración.
Bueno, querido y erudito compañero Óscar. Te escribo desde una copita de Oporto de 10 años. No soy artista, aunque me hubiera gustado. Solo el arte nos salva. Sin embargo desde nuestra caduco aburguesamiento de niños que estudiaron y leyeron y que ahora dan clase, no podemos dividir a los artistas que beben, por glamour, por pretencioso sufrimiento y profundidad, de los trabajadores que se parten el pecho e integran el alcohol en sus vidas de una manera mucho más natural y menos egocéntrica. Ellos también mueren tempranamente, muchos…pero son anónimos y no tienen ese perfil de romántico artista.
Son héroes del día a día. Porque la vida es dura y ellos también tienen abismos aunque no los sepan contar. La vida es dramática, tan dramática como hermosa, pero ya lo decía Nietzsche, es lo único que tenemos y eso la hace valiosa, trágica y maravillosamente excepcional. Esto, es igual para todos, artistas o no. Como las preguntas de la filosofía, están ahí, aunque no se pueda hablar de ellas y nos envuelven a todos, desde al más tonto al más listo. Razón por la cual, de vez en cuando, podemos ingerir alcohol, para sentirnos eternos, por un instante, pero no para siempre. Perdería la gracia.
Oporto… ¡Un mar oscuro como el oporto! Mira, eso, tan marinero, no lo he probado aún… (invítate)
https://www.elmundo.es/cultura/2016/06/04/5751dda6268e3e750d8b463a.html