De todo eso que desaparece y solo quedan los nombres

Volver de un viaje y haber perdido las fotos para siempre, la posibilidad de encontrar ese detalle, pasado el tiempo, que haga brotar el recuerdo, los qualias, de una conversación en la avenida Nevski de San Petersburgo; la emoción de contemplar aquel cuadro de Renoir, de Gauguin, de Matisse o de Monet en el Hermitage, cuando ya no se esperaba hacerlo y estaban iluminados por el fulgor de la sorpresa, esa tarde que llovía levemente y parecía tan natural pasear entre palacios tan lejanos cuando no anochecía nunca.

Lo que desaparece cuando el tiempo pasa, todo lo que ocurrió que no quedará más que en frágiles memorias desilvanadas, que enseguida apenas podrán reproducir el colorido de lo que ocurrió, los relatos que salvarán detalles que quizá no serán exactos, las notas que alguien tomó en el momento y que con los años serán tan dudosas o tan verdaderas como si se leyera un cuento.

La realidad y la experiencia de la que quedan imágenes y palabras que se van perdiendo con el azar de los años. El impulso de alguien que escribe unas líneas en un diario como quien intenta cazar una mariposa que quizá alguien encuentre mucho tiempo después, para imaginar otra mariposa muy distinta.

El nombre de la rosa, el poema que Dioscórides escribió aquel día y que podía no haber escrito, la huella que podría no haber existido, pero existe…

 

Woman on a Terrace. Matisse

Desde que escribí “El nombre de la rosa” recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que, se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de Bernardo Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais oú sont les neiges d’antan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas desaparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones.”

UMBERTO ECOLas apostillas al Nombre de la Rosa”

 

A corner of the garden at Montgeron. Monet 1877

La otra noche el aire era caliente y las muchachas que tocaban la flauta llevaban coronas de mirto. Cuando las miradas lo habían dicho todo, Dorís tomó la mano de Dioscórides y juntos se deslizaron entre la música.

Días después, a la manera de Asclepiades y Calimaco, que escribieron bellos epigramas sobre noches de amor, Dioscórides trata de celebrar aquel momento con la joven Doris: su aspecto de diosa, su entrega desprendida, su alegría inocente. Con un ligero movimiento de la mano , comprueba la cadencia de los versos que acompasa en su mente como un juego trivial, nocturno, solitario. A veces se sonríe, a veces se disipa, luego vuelve a empezar. Tal vez lo haría de otro modo -o tal vez no- si supiera que ese reflejo de la pasada noche sobre su frágil papiro ha de ser pronto el testimonio único de que existió Dorís, de que existió un día Dioscórides, y que el resto de sus gestos, de sus conquistas, de sus vidas, será borrado para siempre.

 

A Dorís, de nalgas sonrosadas, reclinada en el lecho la tuve
y fui inmortal entre sus tallos frescos,
pues a horcajadas con sus muslos sublimes
me llevó sin desliz por la larga carrera de Cipris,
mirándome con ojos lánguidos, mientras, como hoja al viento,
temblaba enrojecida al galopar,
hasta que el blanco ímpetu surtió de los dos
y ella se derramó con el cuerpo rendido.

Anthologia Graeca, en especial, V, 55.
FRASER, P.M., Ptolomaic Alexandria, Oxford, Clarendon Press, 1972

PEDRO OLALLA “Historia menor de Grecia” Acantilado, 2012

¡Menudas historias!

 

 

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