La fotografía, 31 años después

Imagen de El Correo

Tenía tres meses de vida cuando Endika bajó con el pecho el balón colgado al segundo palo del Santiago Bernabéu y fusiló la meta del Fútbol Club Barcelona que comandaba Diego Armando Maradona. No sé si entonces había anidado ya en mi pequeño subconsciente algún indicio que me invitara a pensar que sería toda la vida del Athletic, pero si hubiera sido consciente en aquel momento, hubiera pedido a mi padre llorando, que es como los niños piden las cosas, que me pusiera delante del televisor, porque iban a pasar 31 años hasta que viera a mi equipo volver a levantar un título. 31 años. Toda una vida. No soy el único. De todos los jugadores que han devuelto al Athletic los laureles del triunfo sólo tres habían nacido cuando el Barcelona de Maradona dobló la rodilla en Madrid: Gorka Iraizoz, Gurpegui y Aduriz. Y yo, al que el fútbol empieza a hacerle viejo.

 

No puedo decir a ciencia cierta en qué momento me decidí por el Athletic. Era un crío pegado a un balón y había nombres rutilantes en el mundo del fútbol como para haber tomado otro camino, porque casi todos los que levantaban al público de sus asientos eran extranjeros. Crecí embelesado por Romario y Laudrup, enamorado de Roberto Baggio, tuve una camiseta de Hugo Sánchez en el Real Madrid y hasta juré ser seguidor de Suecia en el Mundial de Estados Unidos. Pero hay un recuerdo nítido que el tiempo no puede borrar: un niño de apenas diez años enganchado a la radio un domingo por la tarde, afónico de gritar los goles de su Athletic en un festín en San Mamés ante el Sporting: 7-0. Decía Bielsa que cuando los niños que se acercaban a él con camisetas de otros equipos tenían más de diez años, se ahorraba el pin con el escudo. “Ya ha decidido y no le vas a poder cambiar”, argumentaba el loco. Aquella tarde de domingo yo ya era del Athletic. Y hasta hoy.

A falta de grandes fotografías, ser del Athletic era una religión construida a base de momentos. La primera vez que puse un pie en San Mamés era diciembre de 2007 y me marché sin cantar un solo gol, perdimos con el Real Madrid (0-1). Pero abandoné la Catedral sintiéndome el tipo más feliz del mundo. Volví años después para decir adiós a San Mamés y gritar el himno en un estadio abarrotado, dejando en el camino europeo a todo un Manchester United mientras me abrazaba a dos desconocidos con los que compartía cerveza. Sí, me sé el himno del Athletic. A pesar de no conseguir ningún título, y no jugar ninguna final, sentía que era una pasión correspondida. En la retina estaba la eliminatoria volteada en Bilbao al Newcastle, el gol de Etxeberría para ser subcampeones y jugar la Liga de Campeones al año siguiente, el Athletic de azul en Delle Alpi. Me emocioné tanto cuanto vencimos a domicilio en Manchester como cuando Guerrero puso la bota en una noche anodina en la que el Athletic le remontó un 0-3 a Osasuna en media hora. Con el gol del capitán, salido desde el banquillo, dejé escapar una lágrima. Vi ese encuentro en un bar en el que el volumen de la tele estaba al mínimo y la gente hablaba ajena al fútbol. En el 2-3 hubo quien se sentó conmigo, y en el 3-3 hubo incluso algún abrazo. En el 4-3 salí corriendo hacia la calle.

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Cuando tocaba centrar y rematar en los entrenamientos, yo quería ser Ziganda. Cuando había que regatear quería driblar como Valverde, como Etxeberría. Veía enorme a Juanjo Valencia y la clase resumida en la figura de Mendiguren. Me encantaba Garitano, en las faltas siempre pensaba ‘allá va Tiko’ antes de chutar y me reconocí emocionado al hablar con Larrazábal cuando vino a Puertollano como entrenador del Lemona. Julen Guerrero era el jugador total. Llorente, un prodigio; Yeste un tipo que jugaba a cámara lenta, un futbolista de salón, un talento inigualable. Tenía todos los ingredientes para seguir alimentando el sentimiento athleticzale a pesar de que faltaran los títulos, y llegué a pensar que ser del Athletic era eso: querer a los jugadores porque compartías con ellos la misma pasión por el escudo, por el equipo, por este club. Pero llegaron las finales.

Fuimos a Valencia con toda la ilusión del mundo y vendimos más cara la derrota de lo que dice el resultado. Y amenazó con hacerse un pequeño vacío en ese amor por el Athletic. Porque, a diferencia de los 25 años anteriores, habíamos estado ahí, pero no lo habíamos conseguido. En la Supercopa tampoco fue. Luego vino Bielsa y en su locura nos arrastró a una temporada enorme en la que volvimos a sentir una necesidad desconocida para un tipo como yo: la necesidad de campeonar, de dejar una foto para la posteridad. No fue en Bucarest ni fue en Madrid, y tampoco fue en la Supercopa. El vacío empezaba a crecer. Llegó la final del mes de mayo y fuimos al Camp Nou como quien va a jugar en casa, sabiendo que quizá no pudiera ser pero que, de vez en cuando, la moneda cae de cara. Salió cruz. Y de repente, con 31 años de vida, habíamos acumulado una experiencia amarga: la sensación repetitiva de perder finales. Las ganas de tener un título de una vez por todas.

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Por eso me dejé la voz cuando la pelota de San José volaba hacia el marco de Ter Stegen. Grité con los puños en alto cuando Aduriz se colgó del techo de San Mamés para cabecear por encima de Mascherano. Caí de rodillas cuando el zorro se volteó veloz para cruzar el tercero. Ya no podía gritar con el penalti del cuarto. Y hace apenas unas horas me dejé llevar con el gol de Aduriz y por fin encontré la fotografía que estaba buscando, por fin se llenó el vacío que se estaba empezando a crear. Porque el Athletic había tardado 25 años en enseñarme a jugar finales, y ha tardado 31 años en enseñarme lo que se siente cuando se ganan.

Al terminar el partido me fui al calendario a marcar la fecha en la pared. Y lo vi. 17 de agosto. Era el tiro cruzado de Ziganda para ganar al Newcastle, era el gol de De Marcos al Manchester en la Catedral, era la bota de Guerrero en una noche anodina para tumbar con gloria a Osasuna. Era todo eso que había escrito el Athletic hasta ahora, con unas palabras más.

El Athletic era campeón; era lunes, 17 de agosto; era San Mamés.

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