Es fácil pensar que en esos campus con tanto verdor y tantos edificios venerables, por los que presumiblemente han pasado o habitan grandes hombres o al menos gente muy ilustrada, pueden encontrarse refugios seguros, núcleos de bienestar muy elevado donde se supone que la gente que habita en ellos debería sentirse a salvo de algunas cosas malas, indemnes a la banalidad, protegidos del desamor o la tristeza, llenos de motivación y de ideas valiosas que abren muchas puertas o solucionan dificiles problemas, casi a salvo del tiempo y de la vejez, como si las nuevas hornadas de estudiantes o los ilustres ancestros los situaran a otro nivel, donde hasta lo más oscuro podría soportarse de otra manera.
Una fantasía, sin duda propia de gentes que no los conoce demasiado de cerca o que siempre los ha visto de lejos, quizá un motivo muy importante para disfrutar con más facilidad de ellos si es que algún día consiguieran entrar allí, al menos al principio. Y es que quizá no es tan fácil como parece mantener la bicicleta rodando cuando se tiene todo desde el principio, no sólo la riqueza sino también la inteligencia, los estudios, el estatus o incluso la belleza. Si todo fuera como debe de ser los filósofos, por ejemplo, siempre sabrían aplicar todas las teorías pertinentes a sus propias vidas y nunca perderían la alegría o la motivación y el sentido del vivir; los ricos nunca llorarían y lo conseguirían todo con sólo desearlo; y el amor o la amistad nunca escaparía de la gente atractiva que, sin embargo, puede terminar sola o no seducir precisamente a los que más quieren.
Abe Lucas (Joaquín Phoenix) ya sabe que no es fácil conservar la alegría. Es profesor universitario desde hace años, sabe mucha filosofía y también epatar a sus alumnos con su pasado bohemio y su ironía, pero ha perdido esa emoción básica que nos hace sentirnos vivos y justifica la necesidad de levantarse cada mañana, lo que de alguna manera impugna todos sus conocimientos. Tiene trabajo y prestigio, las mujeres corren a socorrerle aunque todo es en vano, porque la impotencia vital es algo que se concreta en otra impotencia mucho más evidente y dolorosa que lo aleja todavía más de la vida.
Así hasta que encuentra una “causa” que lo lleva a la acción y que lo despierta emocionalmente, aunque pone en marcha todos los azares y las contradicciones que la realidad tiene preparadas para los que la confunden con sus fantasías. De pronto su vida vacía cobra sentido escuchando una conversación casual, pero que él cree al pie de la letra, y que le impulsa a actuar asesinando a un juez presuntamente corrupto que perjudica a las mujeres. Ya tiene un motivo que le procura la sensación de estar vivo y que le impulsa a cometer un crimen perfecto que remite a evidentes fuentes literarias: Crimen y castigo de Dostoiesky y El asesinato como una de las bellas artes de De Quincey.
Jill Pollard (Emma Stone) es la bella estudiante (estúpidamente) fascinada por el atormentado barrigón que pone de manifiesto la futilidad del amor, lo que tiene de caprichoso e irracional, lo que depende de la novedad, de los obstáculos, del juego solitario que se construye con los elementos culturales de moda que siempre están en el aire. Primero se deja llevar ingenuamente hasta las nubes y luego se convierte en una pieza trágica cuando la lógica del azar y la realidad se pone en marcha.
Woody sigue con sus cosas y yo disfruto viéndolas sin preguntarme si están a la altura o no de las anteriores sino sólo si me divierto con ellas. Sigue siendo lo que antes se llamaba un neurótico y probablemente lo tiene asumido e incorporado a su vida en forma de una entrañable y consoladora lucidez. Debe saber muy bien lo que pueden desencadenar las emociones o el azar, el precio de los errores, los espejismos que oculta el miedo o la determinación, no se engaña sobre los límites de lo que puede aprenderse en los libros, aunque parece que sigue leyéndolos y, desde luego, tampoco ignora la ley de hierro que amenaza a todas las vidas. Ha encontrado su refugio en crear historias aparentemente leves pero bastante profundas y que ponen de manifiesto las muchas fragilidades y certezas que acompañan a la vida humana. Y lo asombroso es que ya es un anciano y no lo parece en absoluto. Siempre hay trazos frescura y de sorpresa en sus peliculas.
Quizá todo este perdido pero hay muchas cosas entretenidas que ayudan a sobrellevar la vida bastante bien, el humor entre ellas. No se sabe nada pero a la vez se saben muchas cosas que pueden aplicarse sin los resultados asegurados. La emoción lo es todo pero nunca asegura la bondad o la conveniencia del sistema de creencias en el que se sustenta, si es que se sustenta en alguno y no depende, sobre todo, del temperamento, que imprime un sesgo determinante en forma de azar o naturaleza. Muy a menudo la verdad o la clave de lo valioso permanece tan lejos del que cree tener conocimientos como del que no los tiene.
Muy bonita reseña, Ramón.
De este último trabajo de Woody yo destacaría su habilidad como comedia negra que se ríe uno por uno de todos los tópicos del cine de asesinatos, desde la motivación de los personajes a sus referentes literarios, desde la imposibilidad del crimen perfecto a las consecuencias, todo ello ejemplarmente urdido.
La película supone además un sano ejercicio de autocrítica a sí mismo por parte de Allen, quien no tiene ningún reparo en reconocer que va a volvernos a hablar de lo mismo de siempre y lo utiliza a su favor para dar ligereza, sinceridad y frescura a su cinta.
Aparte queda, además, la habitual enjundia de sus argumentos, que siempre es un placer añadido a la hora de disfrutar un film aparentemente liviano como éste.
Uno de los mejores títulos del último Allen, junto a “Midnight in Paris” y “Blue Jasmine”
Yo, sin embargo, pienso que tu reseña sólo puede ser mejor que la película, así que, aún admirando el texto (sinceramente, yo no lo podría igualar), no me embauca hasta el punto de ir al cine. Hablas de la filosofía del protagonista, y ya me imagino el argumento. Señor que cree tenerlo todo medio sabido y controlado descubre una desazón incomprensible porque, en el fondo, todo es fruto del absurdo o el azar, o algo así. Tipo novela de Paul Auster. Hora es ya de decir que Woody Allen no sabe ni palabra de filosofía, y sigue pensando que consiste o debería consistir en una receta mágica para salvar vidas individuales. Vidas enteramente resueltas, por otra parte, como tú mismo señalas. Sus espectadores parecen identificarse con eso; será porque también se encuentran saciados, y ansían el último de los privilegios: una aventura o un amor postreros, que también creen merecer. El resultado suele ser algo descafeinado, del estilo de cómo sería un viejito afortunado imaginando otra juventud…
Todo muy visto ya, creo yo.