Sucedió como sucede con esos veranos que se acaban de pronto, que de repente y sin saber porqué, todo cambió. Me di cuenta porque al cerrar los ojos ya no le veía, si acaso la insinuación de algún momento desmemoriado, pero tampoco. De improvisar mañanas, habíamos pasamos a fingir noches y así hubiéramos seguido mecidos por el dulce engaño de la costumbre, si mis sentimientos no hubieran dado un giro imprevisto hasta alborotar mi vida mucho más de lo que ya estaba.
Y así me encontraba yo en la sala de espera del aeropuerto de Roma, con mi libro abierto, pensando en esto y en aquello: en como mi vida había cambiado en el último año, en lo cansado que es querer, cuando una llamada interrumpió estas reflexiones mías sin sentido. Contesté al teléfono con aburrimiento, casi con desgana: era él. Después de mucho titubear y algún rodeo me preguntó, si estaba sola, quería saber si Paolo me acompañaba. Primero fue mi editor, ahora el fotógrafo, ¿quién sería el siguiente? Siempre he odiado los celos infundados, que me atosiguen, y más si se trata de conversaciones en que las palabras se atrancan y parecen no encontrar el modo de salir a flote. Las suyas lo eran. A punto estaba de colgar, cuando con un hilo de voz, insistió en venir a recogerme. Se mostró tan obstinado que no pude negarme. ¿De qué hubiera servido? Conociéndole sé que lo hubiera hecho de todos modos, estoy segura.
El vuelo se me hizo interminable, mi compañero de asiento no hacía más que levantarse al baño, con el consiguiente fastidio. En medio de sus idas y venidas, yo intentaba dormir tratando de ponerle cuerpo a mis pensamientos, reviviendo mentalmente la que había sido nuestra vida en común. Una vida que ahora se me antojaba muy lejana a pesar de la cercanía en el tiempo. Nos conocimos en el mes de enero y en febrero ya estábamos uno en brazos del otro. Hasta el primer beso no supe de nuestra complicidad, hasta que follamos como locos, no supe que él era el hombre de mi vida. Al principio la quietud de su carácter me gustaba, conseguía serenarme, más tarde esa misma quietud me desquiciaba. Sus inseguridades, esa timidez que le impedía comportarse con normalidad, sus celos… Para colmo la distancia de mis constantes viajes empezó a enmarañar el amor. A ratos le idealizaba, y otras hubiera querido a alguien capaz de transformar en magia la sinrazón de nuestra historia.
Desperté de mi ensoñación cuando habíamos llegado ya a Madrid. Me recibió con un abrazo que visto ahora, me pareció exagerado, tal vez fuera su nerviosismo. Me ayudó con la maleta y sin hablar buscamos un rincón en el bar. Fue allí donde exploté, ni siquiera pude esperar a que nos trajeran el café, ni siquiera pude esperar al consabido intercambio de lamentos. Necesito echarte de menos, le dije. Necesito aire. ¡Déjame respirar!
Mi tono fue tan suplicante que simplemente se limitó a asentir con los ojos húmedos. Por un momento la tristeza de su cara me recordó a ese Mastroianni contenido de las películas italianas en blanco y negro que tanto me gustan. También yo estuve a punto de echarme a llorar, pero me contuve.
Ya en el coche estuvimos callados casi todo el trayecto, ni siquiera la música de los Stones Roses consiguió tapar aquel silencio tan incomodo. ¿Qué nos está pasando? Susurré encendiendo un cigarrillo. Hubiera querido escaparme como el humo por la ventanilla, sin prisa, dejando una estela en el aire. Sin embargo allí estaba, con las manos fijas en el volante, Castellana abajo, mientras mi vida también se venía abajo.
Dos semanas ya y nada ha cambiado. La vida se desliza a tientas por el calendario y la lluvia golpea con fuerza los cristales. En este tiempo de silencio forzoso, no negaré que me hubiera gustado recibir alguna llamada, algún gesto de interés por su parte. Me hubiera gustado que hubiera asaltado mi casa a media noche, que se hubiera tatuado mi nombre en el pecho, una serenata bajo mi ventana, pero no. Va a ser verdad que no hay vínculo más estrecho que el que anuda lo que es fingido, lo que nunca ha existido. De vez en cuando creo oír algún ruido mientras duermo, el sonido de unos pasos y me parece verle en la oscuridad. Me mira con deseo en medio de la nada y me suplica que baile para él mientras me desnuda despacio. Es en esos momentos cuando creo que todo vuelve a ser como antes. Descuelgo el teléfono y todo se me olvida, lástima que él no se dé cuenta.
Fotografías: Mario di Biosi