Fotografía Robert Capa

El joven cabo apuró de una calada la colilla del cigarro que sostenía entre los dedos de su mano izquierda, y con gesto aburrido la lanzó lejos de la pedriza donde se hallaba sentado. Durante un momento observó con sus cansados ojos los primeros rayos de luz que emergían sobre la cresta del barranco, limando con delicadeza la retirada de las nieblas del valle. Después fijó su mirada en las caras de sus cuatro compañeros.­ Tenían el brillo inexpresivo de un trapo viejo, arrugado. No había sido una buena noche de guardia. Nada más comenzar la anochecida, el cielo se había quebrado llenando de relámpagos toda la cárcava. Al cabo de unas horas, la luna barrió las sombras para encaramarse al mástil de la bóveda del cielo. Cesó la tormenta y la noche se pobló de  estrellas  y de manchas largas y blanquecinas. El silencio del amanecer, solo era quebrado por el ruido crespo que hacían los capotes aun mojados, con los que aquellos hombres se cubrían cuando cambiaban de postura.

Desde la lejanía llegaba, con una música de timbres acerados, el trote apretado del agua de la torrentera que nacía en la fuente de la umbría del valle. El más joven rompió el silencio. La escasa barba y los pómulos aplanados delataban su condición de veinteañero. El resto de integrantes de aquella patrulla de soldados, aunque tampoco eran viejos, mostraban una dureza de encina en sus rostros curtidos por el frío de la sierra de Urdazubi.

 

 

– Ese ruido que viene de aquella quebrada,  ¿es aire o agua?

–Eso es agua, Miguel. No te das cuenta que el viento viene tibio. Gracias que la noche se arregló, porque entró jodidamente.

El cabo primero Fulgencio, relajó un instante la hosquedad de su cara. El negro bigote palpitó durante unos segundos sobre sus palabras, destacando aun más sus facciones casi arábigas.

–Tu no hiciste la guerra, verdad Miguel?

— No mi cabo. Porqué lo pregunta?

— Se nota a cien leguas que no conoces los ruidos de la noche.

— Yo era muy joven, mi cabo.

— Dieciséis años tenía yo, cuando me alistaron para pegar tiros. Aquí llevo la reliquia que me dejaron los de Teruel.

El cabo apartó un momento su mano derecha de la culata del mosquetón, para señalarse la pierna izquierda.

— Malditos cabrones, los maquis esos. Por su culpa ya va pá tres meses que no cato a la novia.

— Y no te has paraó a pensar Miguel, lo tranquilico que dormirá su padre.

El hombre que habló, hizo surgir un coro de risas contenidas. Su rostro era cetrino y cubría su cabeza con un gorro sobre cuyo eje superior bailoteaba una borla.

–Vamos Farruco, no chinches al chaval.

 

 

El cabo se puso a liar con parsimonia un caldo. Después tendió la sobada petaca al legionario. La ruletilla del mechero de pescozón no lograba sacar chispas. La mecha amarilla se había humedecido con el rocío de la amanecida.  No había prendido la punta del pito cuando escuchó ruido de voces a su espalda. Se irguió de un brinco para ponerse en posición de saludo.

–A la orden de usté, mi sargento. Sin novedad en el puesto.

El sargento de la Guardia Civil, Onofre Baudelio Tapetado, llevaba las botas altas llenas de barro y la pechera cruzada de correajes. A sus espaldas y en rígida formación  cinco números del cuerpo observaban indiferentes la escena, mientras acariciaban la culata de los Máuser.

–Has visto algo raro esta noche en el caserón?

–No mi sargento, no se movió una rata en todo el contorno.

–Pues esos cabrones están dentro. Dice “Risilllas”, el pastor de los Margallos, que hace dos días cuando se metió en la Hoya Grande, buscando una oveja que se le fue de los rediles, vio a cuatro tíos entrar ya anocheciendo.  Por las pintas que me dio  yo creo que uno de ellos es “el americano”.

— El de la partida “Modesto”, mi sargento?

— El mismo . Esos hijos de malamadre que dejaron fritos en el pajar de Salomón, al “Espantaó” y al guardia Espeso. Desde aquel día, hasta por las noches sueño con ese yanqui hijo de caballo blanco.

 

 

Los ojos del sargento se inyectaron de un odio espumoso y cerril.

–Oí hablar de ese cabronías  en Belchite, mi sargento. Dijeron que había venío con otro americano que escribía historias, en la Brigada Lincoln.

El legionario hablaba con mucha reverencia. Se le notaba demasiado que quería congraciarse con el Sargento.

Este, sin contestar avanzó unos pasos hasta situarse en lo alto del primer manjano  y disparó la mirada hacia la casa del valle a través de los anteojos.  Después se bajó de un salto y su puso a vocear.

–Nemesio, Magín!! . Vamos a por ellos. Hasta aquí hemos llegaó.

Los guardias descendieron la colina en formación curva hasta situarse a una prudente distancia de tiro. Los cerrojos de dos tetones de los Mosquetones del siete y medio, restallaron casi al unísono en el silencio de la mañana.

El cabo Fulgencio junto a sus hombres bordeó por detrás la formación de guardias civiles, para formar  una doble columna de cañones.

–Vosotros en segunda línea, por si se tuerce el zafarrancho.

La voz del sargento al dirigirse a los soldados, era tan hiriente como el hielo que cubría las abulagas del camino.  Sin moverse de su sitio, volvió a otear con los binoculares el fondo del valle.  Después retrocedió calmosamente y se encaró con el cabo primero.

 

 

— Tu hiciste la guerra, no, Fulgencio?

— Con la quinta del biberón mi sargento, en la brigada Líster. Estuve en Aragón en el invierno del 38.

— Entonces ya sabes lo que es la ley de fuga.

El cabo se tomó unos segundos para contestar.

— En las trincheras se decía, que algunos hombres de El Campesino  vaciaban sus naranjeros contra la tropa, porque cejaban demasiado pronto. En el frente no lo sé, pero en frio no he matado nunca a nadie por la espalda, mi sargento.

El sargento avanzó hasta situarse frente al cabo. Le miró de arriba abajo con expresión de sorna. Después sonrió y comenzó a desabrochar la cartuchera que repretaba su  riñón derecho. El cañón de su pistola Máuser comenzó a oprimir el ombligo del cabo Fulgencio.

–Escúchame bien mamonazo. –La expresión del sargento se volvió aun más dura que antes-  No te oculto que para mí no eres más que un vulgar cobarde.  Y que lo que me pide el cuerpo es meterte este peine en la barriga, para que sirva de escarmiento a todas esas patrullas, que como la tuya, se esconden de los maquis haciéndose los tontos. Huyendo de la carnicería, sin huevos para dar la cara y acabar de una puta vez con estas alimañas, que como el americano, han venido desde fuera a jodernos la vida. A meter los mocos en algo que no les va ni les viene.

 

 

En la cara de Fulgencio no se movió ni un solo músculo. El sargento sin retirar el arma, prosiguió.

–Pero vas a tener suerte, so abortón. Porque las órdenes son las órdenes, y ya no estamos en el treinta y nueve ni en el cuarenta y uno. Hay que acabar con esa panda de asesinos comunistas y anarquistas sin hacer ruido. Y te juro que lo vamos a hacer aunque tengamos que pisar culebras rastreras como tú. Y por mis muertos, que como te salgas una pizca de la senda, te llevo por las rastras al sumarísimo.

Un escupitajo alcanzó la cara del cabo, antes de que el Sargento se retirase de él dándole un empujón violento. El soldado aguantó la afrenta sin pestañear y se volvió a la retaguardia del grupo. El resto de la milicia con los ojos y los dientes desencajados, miraban con ansiedad al cabo, como esperando un gesto, mientras sus manos acariciaban los gatillos de los fusiles ametralladores. Fulgencio sin exteriorizar ninguna emoción, se colocó delante de ellos mirando al horizonte.

Entonces el sargento dio la voz de fuego y los Máuser de los civiles comenzaron a vomitar fuego. El tableteo de las armas se confundía en el aire, con el eco que los riscos del solanar devolvían amortiguado.

Sin dejar de disparar se iban aproximando a la casa, abriendo cada vez más la formación por sus alas. Los soldados les seguían con las armas descerrojadas en posición de ataque.

 

Fotografía Robert Capa

 

Alto!, chilló el Sargento cuando observó como de la casucha emergían cinco figuras con los brazos levantados.

–Fulgencio, cubrirnos que vamos por ellos. Si se mueven ya sabes. Tirar a la cabeza.

El sargento se aproximó al grupo de hombres que con las manos en alto observaban impávidos como eran rodeados por los guardias civiles. El primero de ellos dio dos pasos al frente para situarse delante de sus hombres. El cabello moreno desgreñado le caía sobre la frente. Cubría su musculado torso con una camisa de lino, sobre la cual llevaba un raido jersey de cremallera plagado de agujeros. Las botas de caña alta, con los cordones desabrochados.

Cuando vio que el Sargento se aproximaba a él, comenzó a hablar:

–Soy ciudadano de los Estados Unidos de Ame…

El primer culatazo le impidió terminar la frase. Un impacto seco y brutal en el pecho. Se dobló hacia adelante como si algo se le hubiese reventado dentro, y entonces recibió una patada en la boca. Cayó de rodillas ahogando un grito, tosiendo y atragantándose con su propia sangre. A duras penas consiguió erguirse, mientras los guardias le contemplaban sin un ápice de sentimiento en sus caras.

Entonces comprendió que aquello había terminado. Al final antes de morir iba a enterarse, que el sargento Baudelio era el comandante de la contraguerrilla. Que su cerco había sido implacable. Que se habían cortado y vigilado los pasos, que todas las casas de campo estaban alertadas e igualmente vigiladas, que fuentes y ríos, tenían fuerzas apostadas en todas las alturas.

Los civiles llevaron a los capturados arremetiendo a guinchones  con los cañones de sus armas y los colocaron de espaldas contra la tapia de la masía.

El sargento llamó al cabo.

–Fulgencio, registra la casa.

 

 

La tropa de soldados se aproximó con cautela al portón de madera con las armas montadas, como si temiesen una emboscada. Cuando al fin entraron y sus ojos descendieron de la semioscuridad, no vieron nada extraño. La estancia parecía hundida en el abandono, las ventanas estaban desvencijadas huérfanas de alguna mano que las hubiese protegido de los vaivenes del viento, los escasos muebles podridos de carcoma, inservibles. Un retrato colgado de una pared, parecía brindar algún vestigio de humanidad al hogar de los fugitivos. En un banco de madera, restos de comida. Algunas cebollas de la huerta, un tarro de aceitunas negras y unos coscurros de pan enmohecido. Fulgencio volvió al exterior.

–Aquí no hay nadie, mi sargento.

Permaneció en silencio junto al quicio, observando como la espesura se había comido el caserón. Por las rendijas de la pared maestra deshecha por las aguas, se colaban zarzas y esparragueras y acacias silvestres.

El sargento llamó a sus hombres y los puso en formación.

–Ponerlos en fila, que nos vamos al cuartel.

Después se volvió hacia el cabo y le dijo secamente.

–Fulgencio, de aquí a Dancharinea  va a haber títeres. No te digo más. Aquí cada perro se lame su cipote. Y cuidadito con esconderse.

Se volvió al grupo de desharrapados.

–Andando, que es gerundio. Menester es que no hagáis ninguna tontería.

 

 

Los hombres comenzaron a andar con las manos en la nuca. El barro de la senda se les pegaba a las suelas llenando de zozobra las cansinas zancadas.

–Abrirse más, que vamos a cruzar por aquella ladera. No tan juntos. Separarse un poco, coño! Que vais como los frailes a maitines!

Fue fulminante, imprevisto. De pronto sonaron los disparos. Una lluvia cerrada de descargas atronó el valle. Las balas arrancaban esquirlas a las piedras.

El olor del tomillo quedó apagado por la pólvora y el susurro del agua entre las piedras, enmudeció un instante.

Cuando al fin se hizo el silencio, el cabo primero Fulgencio notó, que un sonido más espeso que la brea quedaba flotando en el aire.

Un guardia separó de un puntapié la mano inerte replegada sobre el pecho y durante un instante fijó su mirada en el cuerpo de aquel hombre. Era moreno de ojos azules, espigado. Pasaba de los treinta años. Luego tanteando en él, extrajo un cuaderno. En su primera hoja, en el ángulo superior de la misma un nombre. Corrió bailándolas todas las hojas. Era un buen puñado y todas estaban escritas. Sonrió ante la importancia del hallazgo. Mientras, otro guardia, había rematado de un rafagazo al compañero que no acababa de morir y estaba al lado del americano.

Hubo algún periódico que a mediados de Noviembre dio cuenta de las batidas y de la muerte de cinco guerrilleros. Se publicaron algunos nombres. Pero en ningún momento se dijo, que entre los maquis caídos, figurase un americano.

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