La casa de Mima

Yo esperaba con ansias los fines de semana que pasaba en casa de mi madrina, fuera de Pueblo Nuevo. El viaje era corto, apenas un par de kilómetros por un camino mal asfaltado y lleno de agujeros, cubiertos de agua sucia que salpicaba a su alrededor con el vaivén del camión que nos llevaba hasta allí. No me importaba. Era mi viaje preferido y no había protesta alguna a la hora de levantarme, ni de cepillarme los dientes, ni de preparar la muda de ropa extra que tenía que llevar. Ir a Ofi-Mery era como llegar a mi segunda casa, y en ella me sentía segura.

—Amelia, no vayas a dar quehacer en casa de la madrina, ¿entendiste? A la primera que te portes mal, le digo que te manden de vuelta.
—Mamá —le decía con mi clásico volteo de ojos—, yo me porto bien.
—Ay, vejiga —se lamentaba—, que no tenga yo que enterarme de que se han ido solas al cítrico ni al guayabal.

No escuchaba nada más, porque mi cabeza ya viajaba sola, apretada entre una señora que olía a talco y un hombre de bigote con sombrero de guano que me miraba de más. Me bajaba en el cruce que va camino a Hoyo Colorado, como buenamente podía, evitando que se me vieran las vergüenzas ante el chico que cobraba el pasaje. Por un par de segundos miraba hacia ambos lados y salía disparada hacia la finca, donde me esperaban sin esperarme, porque allí la vida llevaba otro ritmo, que nada tenía que ver con Pueblo Nuevo.

Los perros ladraban en cuanto pasaba la cancela de hierro que nunca se cerraba, oxidada sobre el poste donde se habían hecho hueco las pomarrosas. Los llamaba por sus nombres y me dejaban de prestar atención para ir a buscar la sombra del portal. Solo Tina seguía acercándose, con su pelo encaracolado y gris. Me olía los zapatos y movía la cola antes de ponerse a mi lado. Los años se le notaban ya en los andares lentos y el bigote canoso.

La casa vieja, en la que nadie entraba por la sala sino por la cocina, se había ido dividiendo en porciones, dando cobijo a la familia que crecía con cada matrimonio. De la estructura original quedaba poco; ahora era un laberinto de habitaciones conectadas entre sí, donde cada uno había dejado su huella, encalando su espacio con colores diferentes. Todo salvo la cocina, porque Mima había logrado mantener los fogones como lugar de reunión, ejerciendo allí su matriarcado sobre cinco hijos, once nietos y una madre ya muy anciana.

—A ver, ¿qué quieres comer?

—Lo que sea —y es que cualquier cosa que ponía al fuego sabía a gloria, y yo lo disfrutaba como la primera vez.

—No habrás comido mucha guayaba hoy, ¿verdad? Que luego te duele la barriga por la noche

—No, no —mentíamos al unísono Nana y yo, sabiendo que teníamos que terminarnos el plato sí o sí, para que nadie supiera que esa misma mañana habíamos robado sal de la cocina y desaparecido cuatro guayabas verdes de la mata.
—Venga, a lavarse las manos, que ya están los frijoles.

Y cerraba los ojos con cada cucharada, saboreando el toque de cilantro que se deshacía contra el paladar. Mima te miraba sin mirarte, desde su trono frente a los fogones, mientras servía un plato y otro más. Contaba las raciones de pollo, vigilaba que nadie repitiera antes de que todos estuviéramos servidos y sonreía incluso mientras te regañaba. Porque Mima no se enfadaba nunca de verdad, salvo cuando había que hacerlo, y entonces se encerraba con sus cinco hijos en una especie de cónclave en el que se tomaban decisiones “de mayores”, y nadie se atrevía a contradecir.

La viudez la había hecho llevar la casona y la familia con mano firme, para que las cuentas no se desmadraran, los hijos no desperdigaran el dinero y los trabajadores cumplieran en la finca con eficacia. Mima había nacido en la capital, pero cuando las cosas en el país se volvieron un poco revueltas, se fueron al campo. Con su madre, su marido y los hijos mayores que apenas sabían atarse los cordones —los más pequeños ya nacieron cuando las yuntas de bueyes habían dejado la tierra lista para sembrar—. Pero ella mantenía aquel aire de mujer de gran ciudad, o de otro continente, según se quisiera ver; con la piel blanquísima y los ojos color miel, que nada tenían que ver con nuestra piel cobriza, curtida por el sol.

Perdieron propiedades: una bodega de la que hablaba con nostalgia, llena de cosas que no sabía siquiera que se podían comer, y varias leguas de la finca en terreno cultivable. Lo contaba dando vueltas al anillo de casada que aún conservaba en la mano derecha. La viudez le vino demasiado pronto y le hizo sacar un coraje heredado que no sabía que llevaba dentro. Se apertrechó en Ofi-Mery con toda la prole y decidió gobernar con firmeza.

Y yo escuchaba fascinada todas aquellas historias, porque no había conocido jamás a nadie que hubiera venido en barco desde España, como su madre, o que se hubiera subido a un avión como ella, para irse de viaje.

—¿Quieres una tortilla dulce, Amelia? Hay casquitos de toronja también.

—¿Han quedado amargos? —dije, haciendo una mueca.

—Muy poquito. Nana dice que están muy ricos.

—¿Hay queso? —y es que allí podía permitirme esas preguntas, impertinentes para muchos, en medio de tanta escasez.

—Sí —decía con paciencia—, han sacado de la prensa esta misma mañana. Está en el frigidaire. Llévale un poco a Nana también.

Ya no recuerdo bien en qué momento Mima se convirtió en mi madrina; hay unas fechas por ahí, en el acta bautismal, que lo confirman. Pero yo sé que fue mucho antes. Nos fuimos haciendo hueco en la vida de la otra sin necesidad de forzar. Comenzaron entonces los fines de semana en la finca, que se convirtieron en semanas completas mientras no había clases. Y yo llegaba sin avisar, porque siempre había un sitio para mí en aquella mesa o un lugar para jugar con el resto de los nietos.

Aprendí a montar a caballo y a perderle el miedo a las gallinas ponedoras que te perseguían por el surco cuando les robabas los huevos. Intenté aprender a ordeñar vacas, aunque eso se le daba mejor a Papo que a nosotras. Y un día nos aterramos con la sombra que rondó durante años la finca, provocando miedo entre los pequeños, disparos al aire de los hombres de la casa y miradas de recelo entre las madres. Aquella sombra que, igual que vino, se fue. Como se fueron también las mañanas de construir casas entre las matas de yuca o las tardes intentando hacer merengues que terminaban convirtiéndose en una mezcolanza blanquecina que nos daba dolor de barriga. Como se fue aquel perro maldito que mordió a Nana en la espalda y al que tuvieron que sacrificar a golpe de guataca para que la soltara. Como se fueron los días de ir en bicicleta por los caminos, aunque esa práctica siempre me pareció un desafío total a la vida, intentando mantener un equilibrio del que carezco, cosa que reafirmaba con cada caída.

En la finca yo dejaba de pensar en el pueblo, en la escuela que se caía a pedazos, en las goteras de mi habitación cuando llovía o en el tiempo. Allí el ritmo era otro. Las horas las marcaban el cantar de los gallos y el rugir de las tripas. Recogías café lleno de hormigas o limpiabas mazorcas de maíz para hacer tamal en cazuela. Inventabas historias o cantabas a pleno pulmón las canciones de la vieja radio. Veíamos una y otra vez el álbum de bodas de Mima y sacábamos su vestido de novia, que se había vuelto un poco azulado de tanto estar guardado. A mí me seguía pareciendo una princesa con corona, perdidamente enamorada, que nos miraba desde la parte trasera de un coche, atrapada para siempre en aquella foto firmada con letras doradas.

Así llegaba el domingo en la noche. Y yo volvía a Pueblo Nuevo, apoyada contra la puerta del camión familiar, después de ser despedida con besos y abrazos, con una bolsa llena de viandas que alegrarían a mi madre y con la nostalgia metida entre pecho y espalda.

Hasta el próximo fin de semana, Mima.

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1 Comentarios

  1. says: Kenia Figueroa

    Me transporta al pasado ,mi terruño mi cuba ,deseando volver a vivir momentos bonitos a través de esta lectura

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