Amores para Maricela

Maricela se despertó aquella mañana con la sensación de que por fin había pasado todo. Lo había conseguido. Ya podía despedirse de aquel apartamento a punto de caerse en el que vivía en plena Habana Vieja y pondría punto final a la relación con Roberto, con alguna lágrima de por medio y la promesa de que en cuanto pisara suelo italiano, le enviaría un móvil nuevo.

—El último modelo mi negro, ya lo verás —y se sorprendió de la sangre fría con la que le comenzaba a mentir.

El siglo XXI trajo alguna esperanza para los isleños cansados de la década de los noventa cargada de hambre, despedidas y mar. Maricela la recordaba todavía; había ido convirtiéndose en una adolescente en medio de aquella incertidumbre porque hay cosas que no se olvidan, se almacenan en el último cajón, se llenan de polvo, pero siguen ahí, esperando que un buen día se haga limpieza y vuelvan a dar la cara

En el 94 su padre se subió a una embarcación improvisada hecha de cámaras de tractor y tablas de pino, metió los collares de sus santos en una bolsa de plástico y rezó a la Virgen del Cobre para que lo acompañara en la travesía. No volvió a saber de él. No llegó a casa de aquellos primos lejanos que lo esperaban en Miami, ni lo llevaron a Guantánamo para deportarlo. Su padre desapareció aquel día o al siguiente, o quizás una semana después. Maricela odió con toda su alma la Playita, aquel trozo de la costa por la que lo vio partir y odió también el plato de arroz con boniato cocido que le ponía su madre para comer porque ya no tenía nada más que llevar a la mesa. Maricela odió tener hambre y a su madre por no darle un padre mejor.

Cuatro años después, una amiga de la familia le preguntó si quería ser azafata de vuelo que, con su cuerpo espigado, los ojos color miel y la melena rebelde heredada de su abuela paterna, sería relativamente fácil enrolarla en los vuelos nacionales. Para los internacionales ya habría tiempo. Pero su madre no la apoyó porque estaba ocupada más en complacer a su tercer marido, que miraba a Maricela con ojos golosos y al que le pareció que aquella idea era una locura y que la niña terminaría metiendo la mano bajo el uniforme de algún piloto entrado en años.

—No puedo hacerlo Maricela; tendrías que irte a vivir a Boyeros porque tal y como está el transporte, no podrás viajar todos los días mientras haces el curso. ¿Cómo me vas a dejar?
—Pero, mamá, —dijo llorosa— podré viajar, ayudarte, saldremos de aquí.
—Dice Josué que es muy difícil que te escojan —su madre puso la cafetera al fuego y encendió un cigarro sin prestarle atención— que no tenemos ningún enchufe para que te meta de cabeza en un avión. No voy a dejar que te vuelvas puta.
—¡Cojones! El salao negro de mierda ese.
—¡Esa boca Maricela, o te dejo sin dientes!

Odió nuevamente a su madre, las paredes ennegrecidas de la casa y a Josué que no le perdía ni pie ni pisada cuando ella estaba en casa, vigilando los pantalones cortos que ella usaba para hacer la limpieza de los sábados o la camiseta viejita para dormir que le marcaba los pechos. Terminó lo mejor que pudo la secundaria básica y después el bachillerato, aprendió inglés e italiano y perdió la virginidad junto a la piscina de la escuela al campo con su primer novio al que adoraba, pero con el que nunca se entendió en el sexo. En el año 2000, cuando se preparaba para comenzar la universidad y atrás habían quedado el boniato cocido o el agua con azúcar para desayunar, Maricela descubrió que podía hacer más. La Habana Vieja nocturna era un hervidero de turistas deseosos de conocer algo más que los ingredientes del mojito-

Primero fue aquel canadiense, joven, pero con algún trastorno que nunca le contó, que dormía a trompicones por la noche y que hablaba incoherencias en medio de las pesadillas. Con él conoció Varadero, las boutiques de lujo y la pasta al horno en el restaurante de un Meliá. Pero aquel chico no tenía intenciones de nada más que no fuesen unas vacaciones anuales, un poco de sexo escandaloso y un par de bolsas llenas de regalos.

Después vino el irlandés pelirrojo, recién divorciado y que le doblaba la edad, pero con quien tenía conversaciones interesantes. Venía dos veces al año y le gustaba que Maricela fuera a recibirlo al aeropuerto. La abrazaba con fuerza y salía con ella pegado a su cintura dejándose llevar por el vaivén de sus caderas. Así fue durante tres años seguidos, ella estudiaba en la universidad y él le enviaba transferencias bancarias que la ayudaban a comprar en los centros comerciales de la capital. Pero tampoco funcionó. Porque cuando ella le dijo que quería irse del país a él le entraron los nervios y dio por terminada la relación en un correo electrónico parco y chapucero.

Roberto apareció en su vida como los aguaceros tropicales; demasiado intenso, demasiado oscuro. Maricela conocía por entonces los mejores bares de la ciudad, estaba en último año de carrera, hablaba dos idiomas perfectamente y le gustaba ir al ballet los fines de semana. Roberto había terminado a duras penas la secundaria, hablaba vulgar y no sabía que era un plié o un relevé, pero conocía a muchos turistas que le compraban tabaco y ron de contrabando. A él le venía bien la cara de Maricela para seguir vendiendo y a ella le venía bien la protección de Roberto para conseguir un turista que le cumpliera.

En el 2005 Maricela se graduó con honores en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, pero no quiso trabajar como abogada.

—La hija de Mirta, la que vive en la esquina, terminó Historia y ya está en el Museo Provincial —le dijo su madre doblando la ropa que había recogido del tendedero.
—Para esa mierda de dinero que gana no voy a trabajar —miró con angustia las vigas del techo que ya necesitaban una mano de pintura.
—Si hablo con Pepe y le digo que…
—Deja al salao negro de mierda ese fuera de esto.
—¡Esa boca, Maricela, o te dejo sin dientes!

Maricela seguía odiando a todos los hombres que pasaban por la cama de su madre, al viejo apartamento que todos los meses necesitaba alguna reparación y se odió un poco a sí misma porque los años seguían pasando y no lograba salir de allí. Por las noches se recorría los restaurantes de la Plaza Vieja o los bares de moda del Vedado y al amanecer ya había ganado más dinero que el que le pagarían en un bufete. Con Roberto gastaba casi todo en fines de semana de ron y lágrimas. Con él disfrutaba de la cama, hasta que habría la boca y su vulgaridad le recordaba que tenía que largarse de una vez por todas.

Un sábado por la tarde, sin proponérselo, conoció en la Calle G a un italiano alto, con algunas canas y la mirada bonachona. Le hizo la única promesa que ella necesitaba escuchar: pasaporte y viaje. Seis meses después recibía su visado y un billete de avión solo de ida que sorprendió a Roberto tendido sobre la cama con el ventilador moviendo despacio las cortinas de la habitación.

—Debió comprarte el billete de vuelta también. A saber qué quiere el viejo ese —le dijo viéndola sacar con entusiasmo una maleta del armario.
—Ay, Roberto, qué más da, me voy. Lo único que me importa ahora mismo es irme y dejar esta casa de mierda de una puñetera vez.

Maricela ya no odiaba a nadie y a nada en aquel momento. Se marchó con todos los planes organizados en su cabeza, un par de camisetas y un álbum de fotos de su infancia. Su madre la despidió en la puerta del apartamento, con el cigarrillo entre los dedos amarillentos de nicotina y el cabello desaliñado. No lloró. Tampoco se inquietó ni ese día ni al siguiente, cuando Maricela no llamó para contar qué tal el vuelo, ni a la semana cuando el silencio pesaba más que el cuchicheo vecinal de no saber de ella. Su WhatsApp no volvió a estar en línea ni actualizó sus redes sociales con la anhelada foto de la maleta y el avión de fondo. Roberto entonces odió a Maricela y al calor de la habitación en penumbras por un apagón que duraba ya tres horas.

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2 Comentarios

  1. says: Kenia

    Me encanta esta escritora su novela Donde todo es corazón ❤️ mi favorita,, deseando leer todo lo que publiquen de su autoría

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