Emma fue la primera persona a la que invité cuando me instalé en mi nueva casa de Blasco de Garay. Era justo que así fuera, nadie salvo ella, se había preocupado por cómo me sentía aquellos días en los que mis fuerzas flaqueaban tras la pérdida de mi empleo. Sus atenciones y su impagable compañía, me ayudaron a poner orden en el desbarajuste emocional en el que me encontraba, pero sobre todo, me ayudó en la búsqueda de un lugar más modesto donde alojarme cuando me di cuenta que a partir de ahora necesitaría ajustarme el cinturón.

La nuestra no fue una amistad repentina. Bien es verdad que nos conocíamos desde que éramos pequeños, aunque luego nos perdimos de vista con los años, para descubrir seis meses antes, que ambos vivíamos en la misma ciudad, no muy lejos el uno del otro. Si no hubiera sido la vida misma, hubiera pensado que aquello era el argumento de una novela de Murakami, pero era mi historia, la de un perdedor, uno más sumido en la desorientación del que no sabe qué hacer con su vida, sino dejarse llevar para sobrevivir.

Lo que si me pareció un milagro, fue que entre tantas gestorías de Madrid, llevado por el azar, eligiera para gestionar la indemnización de mi despido, precisamente esa de General Yagüe en la que ella llevaba trabajando desde hacía un año. Al principio me costó reconocerla, su pelo ahora era largo, no tan rizado como recordaba y aquellas gafas que le hacían parecer una intelectual habían dejado paso a otras de montura negra más modernas. Cuando la vi en su mesa, escondida tras un montón de carpetas y papeles sentí el deseo de acercarme. No sabía cómo hacerlo, como romper el hielo de tantos años, pero lo hice arropado en el coraje de volver a verla. Y así, tras un montón de preguntas, algunas sin mucho tacto al principio, supe que sus padres habían muerto y que tras un matrimonio fugaz ahora estaba divorciada.

Todavía no me explico cómo la invité a una copa, pero lo hice. Tampoco, como me atreví a invitarla a cenar la semana siguiente pero también lo hice. Desde el principio, nos sentimos cómodos recordando episodios de nuestra infancia, algo que no hacía a menudo y con ella era fácil hacerlo. Sin darme cuenta, empezaron a hacerse habituales nuestros encuentros. Nada me importaba si ella no entendía de arquitectura, mi pasión oculta, o si a veces en las exposiciones se impacientaba si me detenía demasiado delante de un cuadro o si me atosigaba otras con urgencias imprevistas. Había algo en ella que me gustaba, tal vez su modo de fruncir la nariz cuando se quedaba sin palabras, pero sobre todo me conmovía la vulnerabilidad de sus ojos que siempre sonreían y parecían dispuestos a abrazarme con su mirada.

Han pasado ya seis meses y los días discurren lentos en mi nueva casa. Apenas tengo muebles, solo un gran sofá y una habitación con vistas a un patio oscuro. A pesar de que todo está a medio organizar, y las cajas de la mudanza todavía se agolpan en mi habitación, son muchas las tardes que pasamos juntos con cualquier excusa. Y aunque los dos somos terribles entre fogones, nos gusta improvisar cenas mientras devoramos libros de fotografía que yo mismo me encargo de explicarle con mimo. Hay noches en que no la dejaría marchar, aunque ella con el pretexto del último metro, escapa sin causar mucho revuelo. Sé que Emma espera algo más, su mirada suplicante aunque callada esconde un deseo roto que no me pasa desapercibido. Lo noto cuando nos despedimos.

Ojalá supiera cómo decirle que todo en mi es una farsa, que desde que perdí el trabajo, mi vida languidece. No quiero ofenderla con mi mentira si es que lo es, me gustaría decirle que solo ella ocupa un lugar privilegiado, que su grata compañía es mi mejor tesoro, pero sé que tal vez no lo entienda. No es fácil entenderme, tampoco yo me entiendo. Me cuesta comprender lo complicado que pueden ser los dominios de la atracción y el deseo y más con un mundo interior tan turbulento como el mío, obsceno en ocasiones, tan infantil en otras. Por eso, egoísta, prefiero que todo continúe como está, aún cuando no dejo de pensar cómo me gustaría que el mundo se detuviera en ese instante, cuando ya lejos, miro al cielo y la veo tan borrosa y tan perdida.

*Todas las fotografías son de Francesca Woodman.

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