Era imposible abrir la puerta de casa. La llave se atascaba siempre al llegar a la mitad del recorrido, como si aquel pequeño objeto frío y gris le pidiera que se lo pensase mejor antes de entrar. En realidad, sabía que él estaba dentro, que la esperaba. Podría haber dado vueltas y vueltas a la manzana antes de llegar, o ir a ver a una amiga, o tal vez comprar alguna cosa para la cena y perderse en los pasillos del supermercado, como el que tiene todo el tiempo del mundo en las calles de una ciudad que no conoce. Pero se sentía demasiado cansada. Y allí estaba, ante la puerta de su hogar, como una estúpida, moviendo la llave hacia un lado y hacia otro, sin decidirse a pasar.

 

 

El circo de giros terminó pronto, cuando él abrió el picaporte y buscó sus ojos. Pero no estaban ya allí. Se habían ido hacía tiempo. Justo cuando ella decidió que era el fin, aunque no supiera cómo contárselo.

Estaba delante de ella, con las piernas separadas, dos enormes columnas que antes le maravillaban y ahora ya no le dejaban ver el horizonte. Él, al otro lado de la barrera invisible de la puerta, de la línea que marca si estás dentro o fuera, si te vas o esperas, si hay futuro o te quedas en ensayo, inmóvil.

Abrió la boca, pero las palabras se le quedaron en la punta de la lengua, embarrancadas en esa mezcla de saliva, memoria y miedo. Y se dio cuenta de todo lo que no había dicho hasta entonces. ¿Dónde estaba ese desván en el que se habían ido amontonando todas las palabras? Podría hacer tantas cosas con ellas si las encontrase: escribir relatos o cartas, pero también ponerlas en fila, una detrás de otra, y dar varias vueltas a la Tierra, o utilizarlas como ladrillos para construir casas resguardadas de la lluvia o del viento, un viento como el que le revolucionaba el flequillo en ese instante, justo antes de que él se lo colocase a un lado y tirase de su mano, hacia el interior de la casa. Tiraba de ella, de todas sus ganas de salir corriendo de allí y de las toneladas de frases que le pesaban en el fondo del estómago.

 

 

Y sintió los olores familiares. Y vio las fotos de otros tiempos, y sus libros. Donde siempre. Escuchó entonces el ruido de los significados que no habían pasado de su lengua, cómo caían con el mismo tintineo de las monedas de hojalata, sin valor, uno a uno, en algún lugar al fondo, dentro de uno de esos arcones que iba a encontrar y abrir, seguro.

Otro día.

 

*Las fotografías de esta entrada son de Jacques Henri Lartigue.

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