Hasta hoy

Me gustabas cuando abrías cualquier libro, al azar, y siempre encontrabas una frase que parecía reordenar el mundo que veíamos desde tu terraza. Tu dedo trazaba entonces una línea desde el final de la página hasta mi nariz, un trampolín de sonrisa hacia el horizonte.

Me gustabas más aún cuando mi pelo se enganchaba entre tus dedos, muy arriba, en el límite nuevo y preciso que levantábamos con cada caricia.

Pero, antes, mucho antes, ya eras tú. La primera vez que nos vimos te remangaste los pantalones al entrar en la Fontana di Trevi para encontrar tu moneda de la suerte. La que habías tirado con los nervios de la primera ceremonia entre nosotros. Volvimos cada día, durante una semana. Hasta me convenciste para que yo también me descalzase contigo y la buscara, justo al anochecer, cuando la policía hacía la vista gorda. Nunca la encontramos, pero conseguiste acabar con mi miedo a no tener planes.

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Recuerdo cómo me repetías aquel verso de Neruda, “Mariposa morena, dulce y definitiva”. Una y otra vez, con mucho cuidado de sujetar cada eme entre los labios para que no se derramase, cada letra ‘d’ de mi destino, dulce y definitivo. Me lo susurrabas a través de la cerradura de mi cuarto, una de las antiguas, tan grande. Suficiente para enamorarme de tus pestañas atravesándola.

Y tenías todos los tics del romántico. Recorrimos el mundo para cumplir cada rito. En París pusimos un candado en el Pont des Arts. Y, por supuesto, también en el Ponte Vecchio de Florencia. 

Pero ahora sólo recuerdo tu cara cuando te dije que el amor era justo lo contrario a un candado, que no podríamos ser libres para querernos si nos rodeaba una elipse de hierro.

Y ese supermercado. Recuerdo la estantería repleta de quesos. Tú con un queso azul y yo con un rulo de cabra en las manos, frente a la balanza de la charcutería. Enfadados. Tus labios levemente torcidos cuando te dije que no podría besarte nunca más después de comer de aquella masa informe.

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Y la lenta espiral hacia abajo. Y este despertar de hoy, frente al muro de tu espalda, la empalizada de tu sueño ronco, esa línea de certeza que ya he sabido que no podría traspasar.

Y tu perfume, un monstruo que no se ha marchado contigo. Aún me ruge desde los dedos con los que rompo las líneas que ha dibujado cada lágrima.

*Las fotografías son de Saul Leiter.

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