Tenía cuatro años y todavía me la imagino vestida de domingo, brujuleando entre las mesas del bar, entre el murmullo de la gente y el olor de fritanga, viendo el mundo desde abajo, quizá correteando con otros niños o cogiendo chapas del suelo, acudiendo a la llamada de sus padres para darle algo de comer mientras alternaban con los amigos, sintiéndose a salvo en el mediodía de otoño con una cerveza en la mano o fumando un cigarrillo. Imagino el momento en que alzó su mano y cogió una aceituna de algún sitio o quizá se la dieron, no recuerdo lo que me contaron.

El timbre sonó muy aparatosamente, con mucha alarma y se vislumbraba a mucha gente que hablaba a voces o gritaba tras el cristal esmerilado de la puerta, Un hombre entró el primero con una niña en brazos y caminó casi por inercia hasta el centro de la sala de espera. La gravedad se intuía en su rostro espantado, en su mirada perdida que no se atrevía a mirar el cuerpo desmayado que traía entre los brazos. Lo dirigimos hacia la sala de urgencias y dejó a la niña en la camilla. “Se ha atragantado” oía que decía una mujer que lo acompañaba y que lloraba sin parar.

No tenía pulso, no respiraba, sus pupilas estaban dilatadas, sus labios cianóticos, estaba con el corazón parado desde hacía demasiado tiempo. Abrí su boca y allí al fondo estaba la aceituna, enclavada en su glotis, que fue muy fácil de sacar con una pinza de Magill. Luego intentamos reanimarla pero todo fue inútil. La niña había muerto atragantada.

 

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Recomendaciones para el atragantamiento del European Resucitation Council 2015

 

Recuerdo este episodio cuando leo que Henry Heimlich murió el 17 de diciembre a los 96 años y me pregunto si el desenlace de esa tragedia hubiera sido distinta si alguien, en ese bar, hubiera sabido hacer su célebre “maniobra de Heimlich” que describió en 1974 y todavía hoy se utiliza. Lo asombroso es que a veces un gesto físico, algo aparentemente sencillo que tiene que ver con la acción, haga que algo muy significativo cambie. Que un cuerpo  extraño permanezca enclavado en la laringe  y termine con una vida o que salga propulsado por la tos y todo quede en un incidente muy cercano a la tragedia pero que se olvida fácilmente con las canciones que siguen sonando en el aire  y el murmullo y las risas de la gente que sigue festejando el domingo en el bar ajena a que, como siempre, camina en un campo de minas aunque no lo parezca y, quizá presintiéndolo, se agarre a un vaso de cerveza como quien abraza un cuerpo y espera que el tiempo no lo consuma todavía. Al menos ahora cuando aún se siente la vida en algún sitio.

 

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