Cuando se alude al cine como “fabrica de sueños” se quiere decir que las películas pueden crear realidades alternativas con las que el espectador se puede identificar y escaparse a través de ellas, al menos por un rato, de su realidad cotidiana, generalmente con menos brillo y muchos más límites que lo que ve en la pantalla. Pero también puede entenderse que el cine es capaz de crear relatos que, utilizando sobre todo el poder de la emoción, alienten sueños que los espectadores ya tienen pero que dudan de que sean posibles o incluso que construyan expectativas nuevas que conviene alimentar al sistema social en que vivimos.
Por eso el cine se ha considerado siempre una gran arma de propaganda y muchos de los mejores directores del Hollywood clásico no dudaron, en la Segunda Guerra Mundial, de colaborar al esfuerzo bélico con películas que subieran la moral de victoria y aportaran sentido a los sacrificios que eran requeridos a la población. Según el talento de los directores algunas de estas películas fueron magníficas, no hay más que recordar “Casablanca” y el efecto que quizá produjo aquello de “Ahora sé que ganaremos” o “Siempre nos quedará París”.
Salvadas las distancias “La La Land” es una gran película de propaganda que quizá necesitamos ver (de ahí su éxito) en una época en la que parece que la esperanza en que algunos valores y conductas funcionen para lograr el ascenso social o la felicidad personal se están percibiendo como muy amenazadas.
No es anecdótico que el director (Damien Chazelle) sea tan joven y que haya plasmado en el guión, que escribió hace seis años (a los 26), probablemente su propio dilema, sus dudas y sus esperanzas, el elixir que encontró para seguir adelante y poder hacer el cine que le gustaba. Primero se adaptó a las circunstancias derivando hacia “Whiplash”, una variación del mismo tema, menos edulcorada y más al limite sobre el precio que hay que pagar por desarrollar un talento hasta la excelencia en una sociedad que no es tan meritocrática como parece y donde el éxito no está asegurado aunque se tenga lo que hay que tener. Ahora, años después, consigue filmar al fin con aparente simplicidad, que recuerda a las películas de Woody Allen, lo que parece literalmente su sueño, lo que le ha alentado, la seguridad íntima y la esperanza que puede impulsar a alguien a ir a contrapelo y lo anima a arriesgarse y a confiar en sí mismo a pesar de que no haya seguridad de conseguir lo que se persigue.
Una autovia atestada de coches, cada uno con un solo conductor. La circulación parada, Los Ángeles al fondo, como un horizonte utópico. Todos están tensos, serios, cansados. En su cabeza nadan nerviosos sus miedos y sus certezas como peces locos de colores. El primer número musical que expresa la incertidumbre y la determinación: solo algunos llegarán, muy pocos en realidad y quizá no por las vías más evidentes. El número musical me recuerda a “West side story” en los colores, en la luz, en el rastro de dureza y de tragedia latente. Allí, el inicio del cruce. No cualquier cruce sino la conexión con alguien que tiene que ver con el otro, que comparte un sueño defendido con la misma determinación, con las mismas flaquezas.
La versión purista del pianista de jazz (Ryan Gosling) que intuye que algo se está perdiendo y que no soporta claudicar, aunque lo termine haciendo en banales garitos donde toca ñoñas canciones de navidad vigilado por el mismo jefe (J.K. Simoms) que torturaba al bateria de Whiplash. La opción más flexible de la actriz (Emma Stone) que quiere triunfar y que frecuenta castings donde la rechazan, escapándose de su trabajo de camarera en unos estudios de cine. La chica que llora y resiste, la que admira a las estrellas e imagina escenarios creados por ella misma. Quizá dos fracasados que pueden tirar la toalla en cualquier momento. Pero se encuentran. Y se aman por un motivo que no tienen que justificar. Se necesitan para darse fuerza, para mirarse en el otro, para no claudicar. El amor, el último refugio, como el último combustible de los sueños que pueden escaparse, tan fácilmente, entre los dedos. El amor como un cruce que se nutre de obstáculos, como siempre, pero en este caso alimentado por dos caminos que inevitablemente divergirán si consiguen ser transitados. Una nueva versión del amor pasión muy coherente con el individualismo contemporáneo, con la época de las redes y la globalización, donde tan a menudo hay que elegir entre el trabajo y la vida personal.
No por eso un amor prescindible. Un amor esencial para crecer, para resistir, para seguir caminando, para vivir, para no olvidar nunca que existió e hizo posible todo, aunque luego parezca desaparecer y se prolongue en otros amores quizá también necesarios o posibles pero sostenidos por la antigua certeza. Aquello existió, mereció la pena vivirlo, resistir: llegaron allí porque aquello, alguna vez, ocurrió.
El azar y el amor al comienzo del árbol de decisiones. Las ramas que comienzan a desplegarse, donde pequeñas variaciones pueden terminar construyendo vidas diferentes. Los vectores de búsqueda. Lo que saben que quieren alcanzar pero no el camino exacto para hacerlo. La niebla, enseguida tan cerrada que oculta el horizonte. El paisaje rugoso donde se pierde tan fácilmente la perspectiva, donde es tan fácil verse atrapado en una órbita pegajosa de donde nunca es fácil salir. La posibilidad de descubrir lo que no esperan encontrar, lo que no saben que no saben, lo que podría impulsarlos para otro lado.
Lo que siempre será así. La tremenda incertidumbre de la vida, para la que se necesita una música como un elixir que permita levantar los pies del suelo y seguir bailando allí arriba a pesar de los peligros de caer al vacío. Aquella confianza en uno mismo que Emerson trató de construir para que fuera posible luchar por el sueño americano. La esperanza en un dios que habita dentro, que puede desvelarse de una cierta manera y que puede nutrir, dar la fuerza necesaria. La confianza en que si se descubre lo que “auténticamente” gusta y se lucha por ello y se tiene talento se conseguirá el éxito en cualquier actividad. La felicidad en la tierra. La fuerza que nutre cada nuevo intento a pesar de que la realidad desmienta la verdad de esa ecuación con demasiada frecuencia. Otras veces la asimetría, el error de cálculo: cuando la determinación y el talento no miden lo mismo, cuando no se sabe hacia dónde caminar. Las películas que se precisan para alimentar esa fantasía que por otro lado parece el único camino posible para atreverse a saltar con significación, para tratar de alcanzar lo que se desea en cualquier mundo y sobre todo en las artes, donde la materia prima surge de lo que se supone una mirada propia, genuina.
La escena final. Lo peor que podría haber ocurrido ocurrió de alguna manera. Los sueños cumplidos que crearon el último obstáculo, como la espada entre Tristán e Isolda. La elección que hubo que hacer y se hizo. El amor pasión clásico de otra manera. El dulce y amargo elixir que nos encanta beber y contemplar. El calor en el cuerpo, en el corazón, en los dedos que tocan el piano, en la interpretación que se llena de matices que no hubieran existido si todo eso no hubiera ocurrido. La significación. Esas cosas por las que merece la pena vivir, por las que merece la pena jugarse la vida antes de envejecer para siempre.
Puede parecer que “La La Land” es un musical blando de sonrisas y colores pasteles que simplemente se ha puesto de moda. Lo interesante es que es mucho más. Es una película bien hecha que juega con elementos clásicos y los hace funcionar con aparente naturalidad, sacando partido al romanticismo y a la lucha por el éxito. Los números musicales se incluyen con sutileza, parecen venir a cuento, son pegadizos, hacen guiños a lo conocido pero funcionan como nuevos, no parecen interrumpir la trama sino que la potencian, le aportan intensidad y un fondo de alegría que compensan la melancolía de lo que no pudo ser.
Pero también puede funcionar como metáfora e incluso su éxito es una metáfora de que a la historia quizá le ha llegado su momento. La reproducción del mito romántico, justo en la era Trump, cuando los cocodrilos oscuros parecen haber ocupado de nuevo las estrellas, cuando el amor, el arte, la cultura o la ciencia podrían volver a ser la sintonía de una nueva resistencia contra lo falso y lo cruel, contra lo estúpido y lo feo. Algo para lo que habrá que buscar fuerzas para atreverse, para lo que se necesitarán músicas y películas que quizá mientan, de alguna manera, pero que impulsen a amar y a trabajar, a luchar por vivir la vida que se desea. Que nos convenzan de que existen mundos mejores y de que siempre nos quedará París y que ganaremos.
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