Inherent Vice

Desde que la viera hace unos días llevaba dándole vueltas a la idea de escribir unas líneas sobre Inherent Vice, el complejísimo nuevo mosaico de Paul Thomas Anderson, que extrapola el universo del venerado Thomas Pynchon al suyo propio. Llevaba, como decía, unos días dejando a la película amoldarse a mi cabeza, recabando comentarios de diversos medios y amistades en aras de completar aquello que mi limitada percepción hubiese pasado por alto, de encontrar el mejor modo de enfocar la escritura. Lo que estaba claro es que un título como éste hay que predicarlo. La gente debe ir a verlo. El problema es que al enfrentarte a él surge el miedo de caer en la irrelevancia, de remarcar las obviedades que están al alcance de todos y no hacerle justicia en absoluto. Porque Inherent Vice, la película, es una de esas obras que se justifica por sí misma hasta el punto de que la única forma de conseguir hacerse una idea apropiada de su dimensión es verla. Y sentir que se te ha escapado casi todo. Y que cualquier idea que intentes enhebrar al respecto, por afinada que sea, seguirá estando por debajo de la propia experiencia de la película. Lo cual no hace sino confirmarla como imprescindible.

Al principio de su carrera, Paul Thomas Anderson parecía no pensar demasiado en la elaboración de sus criaturas, siguiendo una filosofía del todo vale donde cualquier idea pasaba el corte final. Lo que en manos de cualquier otro no se habría sostenido en las suyas desembocó en dos exuberantes monumentos llamados Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999). En comparación, notablemente por debajo quedan la primeriza Syndey (1996) y Punch-Drunk Love (2002), soberana tontería que si tiene su interés es porque de nuevo la portentosa firma del director garantiza un disfrute continuo para la retina. El largo break transcurrido entre esta última y There Will be blood (2007) explica quizás el cambio de planteamiento que ha convertido lo que antes era puro nervio, puro borbotón de talento que creaba vanguardia de forma emocional, en una controlada racionalización del mismo. Lejos de resultar un encorsetamiento, esta actitud ha permitido a los films de Paul Thomas Anderson hallar una nueva respiración, perseguir que la esencialidad de cada escena por separado (que ve así amplificada su profundidad) constituya un eslabón de conjuntos tan ásperos y desafiantes como, finalmente, incontestables.

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El intrincamiento y la dificultad que caracterizan sus últimos films han provocado el surgimiento de voces acusatorias que subrayan que el director debería enfocar sus ideas y abandonar los argumentos elípticos e incomprensibles. Lo cual no es sino el buen síntoma de que su cine sigue despierto y en constante redefinición, de que continúa explotando la veda del inconformismo del que tantas otras valiosas figuras del panorama actual carecen. No obstante, esto no implica que Anderson se fuerce a reinventarse continuamente saltando de género y ambientación en cada nuevo trabajo, al contrario, parece empeñado en diseccionar la sociedad californiana/occidental en diversos momentos históricos del S.XX sin traicionar la base canónica de la comedia y el drama, pero exprimiendo la modernidad de ambos hasta sus últimas consecuencias.

En el punto en que acababa de alumbrar una obra de lucidez aplastante como es The Master (2012), donde las fobias de la América post II Guerra Mundial se examinaban con la minuciosa precisión de un aparato formal esquivo e hipnótico, resultaba muy arriesgado emprender una comedia sobre la misma América en su versión narcotizada de los primeros 70, más aún cuando pesaba el precedente de Boogie Nights (que comprende el final de esa década y el inicio de la posterior desde un prisma no muy distinto). Es entonces cuando entra en juego el gran aliciente: Thomas Pynchon. De este último, sólo he leído la prematura Un lento aprendizaje (1959-1964), colección de relatos que da buena muestra del cosmos irresoluble en que se desenvuelve el escritor, ése que ha embriagado a tantos espíritus inquietos como espantado a otros tantos necesitados de poseer claves. Adaptar convenientemente a una figura tan reverenciada, y más hacerlo con una de sus novelas más actuales (Inherent Vice, el libro, se publicó en 2009) era a priori el gran reto que afrontaba Paul Thomas Anderson para este trabajo. Según quienes han leído el libro, lo ha logrado, y según añado yo, que soy virgen respecto a la fuente original, consigue que eso sea lo de menos. Porque la película en ningún momento quiere erigirse en traslación más o menos rigurosa de la letra de Phychon, sino en elemento autónomo que funcione únicamente con recursos fílmicos. Y con Anderson al mando, eso está garantizado.

Así pues, lo que queda en Inherent Vice es de nuevo una pura exploración cinematográfica, en este caso de personajes. Porque esta vez la trama es el Mcguffin. En tanto que inconexa, enrevesada e incompleta, constituye sólo el espacio en que disponer a los caracteres, y son éstos el verdadero motor de la cinta. La labor del director consiste en explicarlos observándolos y acompasando sus actitudes características, y es ahí donde la narrativa de Paul Thomas Anderson se anota un nuevo triunfo, encontrando el tono exacto que cada escena requiere, desde la neutralidad que impregna la conversación inicial (la caracterización de Shasta Fay es icónica) a la truculencia del momento en que el protagonista (Joaquin Phoenix) es esposado, del absurdo de los mitológicos establecimientos de la clínica Golden Fang y el hospital mental al frío estatismo de la escena de sexo, de la condescendencia ante el detective Bigfoot (Josh Brolin) a la frágil dureza que envuelve a la pareja Harlingen (Owen Wilson y Jena Malone), y así continuamente. Cada escena plantea una nueva pregunta, lo que nos invita como espectadores a seguir escudriñando aunque siempre quede sin resolver. Y es la suma de todas ellas la única que puede proporcionarnos la gran respuesta o el gran interrogante, dependiendo de lo que busquemos. Inherent Vice no pretende sacar conclusiones sino todo lo contrario, ciñéndose a pasearnos en forma de comedia triste por una sociedad indiscernible (la de los 70, la de hoy, la de siempre) donde sólo aquellos Doc Sportello carentes de certezas, sobreviven.

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1 Comment

  1. says: Óscar S.

    Me encanta tu comentario, y veo que tampoco incurres en el patinazo del título español, que parece más apropiado para una de las últimas de Camerón Díaz… ¡Una película como Joaquín Phoenix haciendo de Wolverine!: había que verla… Fuera de bromas, y hablando del guión, lo de Pynchon es una especie de bucle obsesivo, una estructura psicótica. Yo que he leído un poco más, aunque no mucho, siempre encuentro en sus voluminosas novelas al jipi unido íntimamente por el odio y el amor a lo que en las viñetas de los sesenta de Gilbert Shelton llamaban un “estupa”. Mi hipótesis, por tanto, siempre ha sido que el célebre escritor incógnito, valga el oxímoron, es un jipi avejentado o un ex-jipi que se empeña fundamentalmente en dos cosas: la primera, en demostrarnos que aquello tuvo más profundidad de la que creemos, ahora que sólo sabemos reírnos de la generación de las flores; la segunda y principal, vengarse… Vengarse con una tonelada de páginas muchas veces brillantes, otras veces ridículas, y, en conjunto, más sugerentes que claras, de manera que en ocasiones el castigo cae más sobre el inocente lector que sobre los odiosos esbirros de Ronald Reagan o sus sucesores. No creo, por todo eso, que se vaya a adaptar a Pynchon más en el futuro: sería todo terriblemente familiar… Y no creo, tampoco, que en España sus proyecciones paranoicas vayan a tener la misma repercusión que en EEUU, pese a que así lo quieran las editoriales, porque aquí nos perdimos todo eso, más por desgracia que por suerte.

    Pero para la película, en cualquier caso, tus palabras.

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