Supone Antonio Lamela (1926-2017, titulado en 1954) un ejemplo sorprendente de arquitecto dividido o divisorio, si se quiere. En palabras de Anatxu Zabalbescoa, se muestra “demasiado comercial para sus colegas –que construían mucho menos- y demasiado intelectual para los promotores”. Anticipando otras divisorias de hombres posteriores, divididos entre el oficio y el beneficio, divididos entre el pensamiento y la acción, entre la reflexión y la especulación, como serían los casos de Ricardo Bofill o de Santiago Calatrava.
Demasiado directo Lamela, en sus consideraciones profesionales y demasiado complejo para el mundo al que pertenecía. Razón por la que nuestro hombre persistía en una rara ubicación: entre dos ríos incomunicados y divididos. Ubicación de la que a veces trataba de sacudirse, como cuando afirmaba sobre la fortuna de otros profesionales. “Los médicos tienen suerte, entierran a sus muertos. Lo máximo que podemos hacer los arquitectos ante nuestros errores es esperar a que las hiedra los cubra”. Como si la imagen de la hiedra cubriendo las piedras fuera comparable a la muerte de un edificio; como si la muerte de un paciente se sustanciara en un ramo fúnebre de hojas de hiedra.
Hombre del régimen franquista, se cuenta que renunció en algún momento, a encabezar el Ministerio de la Vivienda, lo que le granjeó dificultades y desdén. Desdén que no evitó la admiración inconfesada, del proceso constructivo descendente de las Torres de Colón. Zabalbescoa, habla exageradamente de las visitas nocturnas a hurtadillas, del mismo Franco, que resulta otro exceso del momento. Un Lamela oficialista pues, pero animoso en propalar ideas modernas en los último años cincuenta, en el ámbito de la construcción y de la tecnología, que había conocido en sus viajes a Estados Unidos y que trataba de aplicar en una España recorrida aún por dificultades materiales y carencias muy significadas.
Ideas modernas y novedosas, como las de otros colegas con trayectorias de pertenencia y desapego al meollo del franquismo; como Miguel Fisac con el Opus Dei y Rafael Lahoz con su Dirección General de Arquitectura. Ideas de renovación visual en todos ellos, casi al compás del deshielo franquista y del Plan de Estabilización. Normalizando imágenes, normalizando conductas.
Algunas imágenes de estos hombres de esos años en blanco y negro, como fueron la Cámara de Comercio de Córdoba de 1951-1954 (Rafael Lahoz y García de Paredes), el Pabellón de la Feria del Campo de Fisac (1952), o el increíble Motel Meliá el Hidalgo de Lamela en Valdepeñas de 1959, tienen una mixtura evidente entre el Surrealismo ibérico dormido y un cierto tono cinematográfico despierto que escapa del Neorrealismo del momento.
Como no deja de evidenciar ese gesto de construir, a la americana, un Motel de carretera, casi en la clave desplegada en los años veinte por el Patronato Nacional de Turismo. Cuyas secuencias de imágenes, también aparecieron recorridas por nocturnos fundamentales y premonitorios, propios del cine negro de la Gran Depresión. Fotografías nocturnas, que se repiten treinta años más tarde, de sus edificios o de interiores complejos, con iluminaciones más propias del set cinematográfico que de exteriores visibles.
Unos exteriores del momento histórico, que se podían capturar indirectamente en extrañas películas de Fernando Fernán Gómez, de Juan Antonio Bardem y de Luís García Berlanga. Un cine, por tanto, que retrataba la realidad por efecto reflejo inverso, y una arquitectura que quería ser cinematografía y sueño. Invirtiendo los ideales de una y de otra.
Más allá de todo ello, Lamela es el autor de otras sorprendentes imágenes ya más normalizadas y asentadas. Imágenes que pueden ir desde las Torres de Colón, a la terminal 4 de Barajas junto a Richard Rogers, desde la reforma del estadio Santiago Bernabéu al inicial edificio La Caleta en Palma de Mallorca o La Nogalera en Torremolinos, que le valió la Medalla de oro al Mérito turístico de 1968. Y es que en el trayecto de Lamela se inscriben las imágenes consecuentes del Milagro español de los años sesenta, del turismo rampante de esa década fulminante y de un ideario de cierta apertura al exterior. Muchas de sus construcciones marcan el litoral potente: desde la Costa del Sol y las Islas Baleares, con edificios que en su momento –los años sesenta y setenta- se vieron, apunta Zabalbescoa, “como progreso, luego como especulación y que han sido finalmente calificados de modernidad nacional”. O que han sido calificados, como hiciera Guillermo Pérez Villalta con el borde inmobiliario de la Costa del Sol, como Arquitectura del relax. Un progreso tan contaminado, por esas veleidades económicas e ideológicas, como si de un Pecado Original se tratara. Un progreso arquitectónico que ilumina y apaga, al mismo tiempo como la luz y la noche. Como Lamela mismo.