Aquella Barcelona olímpica

Da un poco de pudor mirar atrás, atreverse a sentirse demasiado ingenuo, como si en aquellos años no se adivinaran ya los síntomas de lo que vendría después. Pero los mitos aún funcionaban y creíamos en ellos. Teníamos la sensación de que este país quería ser  europeo, desarrollado, alegre, competente, civilizado, cosmopolita, benigno, a pesar de la pesadilla de ETA que acababa de asesinar a Miguel Ángel Blanco.

La política no había perdido todavía su prestigio y algunos políticos nos parecían inteligentes y fundamentalmente honestos o bienintencionados, aunque después la mayoría nos traicionaran tanto. Es probable que ya estuvieran fraguándose las bolsas de clientelismo y de negocios oscuros que explotarían más tarde pero pesaba más lo positivo, lo que podía transformarse, lo que veíamos con nuestros ojos: el cambio que habíamos observado en las costumbres, la transformación de los antiguos contendientes que había llevado a una reconciliación real de los que se habían enfrentado sanguinariamente solo un par de generaciones antes. Persistían resquemores pero el aire social era optimista y relativamente benigno, un poco naif, como de nuevos ricos que todavía no han comenzado a deteriorarse y mantienen las buenas intenciones aunque despotriquen y desvaríen cuando beben un poco.

 

 

Se había llegado aquí haciendo equilibrios, tragando sapos, travistiendose un poco, pero todo el mundo parecía aceptar las reglas de juego y teatralizaba que lo hacía. Se había puesto en pie un estado del bienestar que parecía asombroso y se notaba en cada pueblo  y todo el mundo se sentía libre y con cierta esperanza. El “horizonte 92” había sido el gran mantra de Felipe Gonzalez, la entrada en una modernidad que llenaría de empresas de I+D la isla de la Cartuja cuando terminara la Expo de las grandes colas y de los fuegos de artificio. La conexión mágica con la olimpiada de una Barcelona llena de charnegos que colaboraban encantados de voluntarios de un evento que sentían como suyo.

 

 

El personaje Samaranch, que tan bién describió luego Arcadi Espada, un ejemplo astucia y capacidad de transmutarse, de instinto de obtener y mantener el poder. También de “savoir faire”. Lo mejor y lo peor de la burguesía catalana que había ganado la guerra y que ahora parece que no ha existido nunca. Maragall que entonces parecía más listo, más leal y más valiente de lo que luego resultó ser. Pujol todavía un mito intocable que sin embargo parecía un hombre pragmático y razonable. La Barcelona que tanto amábamos los que la mirábamos desde el centro. La de Marsé, Paniker, Vazquez Montalban, Bocaccio, Serrat y Barral. La Europa civilizada e industrial ya en los sesenta donde parecía posible vivir otra vida. O eso nos parecía desde lejos.

Recuerdo aquella tarde como si fuera hoy. La ceremonia de inauguración, el júbilo que se iba infiltrando bajo la piel aunque no quisieras, aunque no te gustaran los príncipes con sombrero y algunos de los que estaban en el palco. Aquello parecía haber sido inclusivo, todo cuadraba: la alegría de los voluntarios, los temas de la ceremonia, la flecha ardiente lanzada al pebetero (que ahora me entero que fue un “efecto especial”), la asombrosa asociación de Freddy Mercury y Monserrat Caballé como la posible conexión de otros muchos mundos.

 

 

Y las medallas. Nadie imaginaba que los atletas españoles pudieran competir en serio. Los que habíamos visto los Juegos Olímpicos desde aquellos de México 68 sabiamos que a las finales nunca llegábamos o no hacíamos nada. Pero se ganaron 22, nada menos que 13 de oro. Una de ellas en la prueba más legendaria del atletismo. El triunfo en los 1500 de Fermín Cacho eso que va a ser tan difícil volver a repetir y que aclamó un país entero que se lleno de autoestima.

 

 

Órdenes imaginarios, relatos míticos que provocan emociones, que crean la posibilidad de colaborar juntos  o de romper vínculos. Es asombroso observar lo que ha cambiado el aire social en venticinco años. La deriva que han tenido muchos, el flujo de los relatos colectivos,  el símbolo del futbolista que ganó el oro entonces y que ahora se siente un catalán en un país ocupado. Las heridas que ya están abiertas en una lógica envenenada.

La nostalgia de otra ceremonia que hiciera emerger las conexiones, lo que nos sigue uniendo, los abuelos que prosperaron allí, los hijos que trabajan allí, la cultura que tanto compartimos. El animal dormido que debe comenzar a despertarse. Lo que quizá esté comenzando a suceder...

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