Cuando el nuevo inquilino entró a vivir en el palacio el mayordomo reunió al servicio, se lo presentó y lo puso a su disposición. Acabada la austera ceremonia, el mayordomo, sutilmente, le sugirió si no le interesaría conocer algunos detalles sobre su nueva residencia. El inquilino, educadamente, se lo agradeció y se dispuso a escucharle. El mayordomo le dijo:
“Como bien sabe, este palacio tiene una gran importancia, tanto por lo que representa, como por las grandes personas que lo han habitado. Cada nuevo inquilino debe utilizarlo con aprecio y respeto, aceptando que está de paso. Eso no implica que no pueda hacer cambios para adaptarlo a sus preferencias, por ejemplo puede cambiar el mobiliario de las dependencias privadas, adaptar los dormitorios a las características de su familia, cambiar el estilo de la decoración o utilizar como desee los numerosos recursos disponibles, incluyendo la biblioteca, la cocina o la despensa. Pero hay un detalle que nunca debe ser manipulado, ni cambiado, ni deteriorado. Es un valioso jarrón de porcelana, situado en un pasillo central, sobre un rico pedestal de madera labrada, y que contiene una cosa extraordinaria, muy difícil de conseguir y aún más de mantener. Este jarrón se debe proteger con cuidado, y jamás se debe poner en riesgo su contenido, pues es tan sutil, tan admirable y delicado que cualquier uso imprudente, cualquier descuido, puede hacer que se rompa y se pierda su contenido”
Al principio el inquilino y su familia se sintieron tan felices como admirados por su nueva casa, con tantas habitaciones y tan grandes, rodeados de tanto lujo y tanto arte, y todo lleno de referencias y significados históricos. Como no estaban acostumbrados a tanto poderío, constantemente les surgían dudas sobre las múltiples dependencias y recursos, que resolvían con la ayuda diligente del servicio, hábilmente dirigido por el sabio mayordomo. Así pronto se acomodaron al palacio, y lo que hasta entonces era temor y celo por su nueva situación, se convirtió en familiaridad y relajación, no siempre exenta de cierto descuido y algún atrevimiento.
Pero como los seres humanos somos de naturaleza inconformista y curiosa, y a menudo ésta nos impulsa a aventurarnos más allá de lo conveniente, pronto al inquilino le empezó a inquietar el significado del jarrón y su contenido. Cuando acababa sus tareas se acercaba a verlo, merodeaba por sus alrededores, a veces se atrevía a rozarlo sutilmente con un dedo, incluso a asomarse discretamente a su interior, pero allí no se veía nada, y cada vez estaba más intrigado, pues el jarrón, pese a su indudable belleza, no dejaba de ser un recipiente sencillo, menos lujoso y ostentoso que muchas de las obras de arte que lo rodeaban. Como en el fondo no acababa de comprender su significado, cada vez le inquietaba más, pero no se atrevía a preguntarle al mayordomo, por qué no pensara que su curiosidad infantil no era acorde a la grandeza de su posición.
En una ocasión, tras un largo día de arduo trabajo, fatigado por la gravedad de los problemas que había tenido que afrontar, y desasosegado por las decisiones que había tenido que tomar, se acercó al jarrón como un autómata, sin apenas percatarse de su peligrosa proximidad. Tan absorto y descuidado iba que sin querer, o quien sabe si con cierta temeridad imprudente, lo empujó, este osciló sobre su pedestal y fue a estamparse contra suelo rompiéndose en mil pedazos. De repente salió de su estado de ensimismamiento, empezó a lamentarse y a maldecir su descuido, al tiempo que se iba enfadando cada vez más al descubrir que el jarrón era de simple porcelana quebradiza, y que en su interior no había nada. Tal fue el estruendo del estropicio que se oyó hasta en las habitaciones del servicio. El mayordomo, alarmado y temiéndose lo peor, se apresuró a acudir y comprobar la magnitud del desastre. Cuando se encontró con los restos desperdigados del jarrón y al culpable mesándose los cabellos y repitiendo una lamentación incomprensible, se limitó a guardar un respetuoso a la vez que exigente silencio. El inquilino estaba tan inquieto y se sentía tan culpable que no dejaba de esgrimir disculpas desordenadas y pueriles que el mayordomo escuchaba en silencio. ¡Diga algo, por favor, no se calle!, le espetó finalmente al mayordomo. Y este, con profesional templanza le habló de esta manera:
“Mire señor, cuando le advertí sobre la importancia de cuidar el jarrón era por que ya sabía por experiencia que esto podría suceder. De hecho le ha pasado a casi todos los inquilinos anteriores de este palacio, pues son tantas las tareas que tienen que asumir, y de tanta responsabilidad, que a menudo cometen errores, van despistados, olvidan la esencia de su cometido, que no es otro que cuidar de los bienes y el bienestar del pueblo que ha construido este palacio y lo ha puesto a su disposición. En el fondo el jarrón no es más que un objeto sencillo y fácilmente reemplazable, pero simboliza algo que cuesta mucho conseguir y mantener, y que cuando se pierde, genera muchos perjuicios para el pueblo. Ese objeto representa el esfuerzo de muchas personas humildes que saben hacer cosas buenas y cuidarlas, gentes que saben compaginar la libertad con la responsabilidad, los deseos propios con los propios deberes, y por eso al inquilino de este palacio se le pide que sea especialmente cuidadoso y responsable, que no tome decisiones a la ligera, y que nunca se descuide ni sea negligente con sus obligaciones. La prueba del jarrón es infalible. A algunos les sirve para aprender a conducirse mejor en una tarea tan compleja como la que le han asignado, a mantenerse imperturbables ante la adversidad y ecuánimes ante el conflicto, y al final de su estancia en esta casa son mejores personas que al principio. A otros, sin embargo, solo les sirve para enfadarse con este humilde mayordomo, pues creen que desde su superior posición no pueden tolerar la humillación que han sufrido, poniendo así en cuestión su categoría humana. Solo cada uno de ellos en su interior sabe de verdad con cuál de los dos tipos se identifica”.
El inquilino, aún aturdido por la situación, sin saber si enfadarse con el servidor que le había puesto a prueba, o fustigarse a sí mismo por haber caído en la trampa por su impaciencia, le dijo al mayordomo:
“Esta bien lo que me dice, y lo acepto, pero sin embargo hay un par de cosas que no acabo de entender y que me gustaría que me aclarase. La primera es saber que era esa cosa tan valiosa que se suponía que contenía el jarrón, pues realmente cuando se ha roto no se ha derramado nada. Y lo segundo es como puedo saber si soy de uno u otro tipo de persona”.
El mayordomo tomó de nuevo la palabra, y con esa sutileza docta que caracteriza a los grandes de su profesión, le contestó:
“Es muy sencillo, señor presidente, los verdaderamente grandes hacen dos cosas, en primer lugar se mantienen serenos y en vez lamentarse o culparse, encargan otro jarrón para sustituir el que acaban de romper y no olvidar nunca la lección, y, en segundo lugar, los auténticamente grandes no necesitan preguntar para saber lo que contiene el jarrón”.