“Haz lo que quieras” será la totalidad de la Ley.
En las viñetas finales de la magnífica saga American Gothic, dentro de la etapa del guionista en Swamp Thing (que es toda entera magnífica sin paliativos, y que curiosamente gana más cuanto más tiempo nos aleja de ella, o por lo menos me ocurre a mí), Moore hace que dos personajes grotescos dejen caer que en el futuro las historias no tendrían por qué consistir en enfrentamientos entre la dualidad tradicional y maniquea Bien/Mal. Siempre he pensado que lo decía por él mismo, quizá expresando una intención íntima, un proyecto personal para su trabajo ulterior. De hecho, sus siguientes producciones, acogidas unánimemente como algunas de entre las mejores de la historia mundial del cómic, ya incorporaban unos matices morales mucho más sutiles y complejos, y, de hecho, en 1991 se publicó la historia autoconclusiva A Small Killing, donde Moore, junto con Óscar Zarate, parecía querer incursionar en un cierto realismo en el que no hay Bien ni Mal, sino que lo que juega más bien es el par autenticidad/inautenticidad. Andaba entonces con From Hell en la cabeza, que ya hemos reseñado aquí en un artículo anterior , y seguramente esa tentación en concreto le asaltó muy fuertemente: la tentación de abandonar los lucrativos superhéroes para ser un escritor serio y grave, a la manera de los álbumes europeos, con temas extraídos de problemáticas humanas reales y candentes aunque no por ello costumbristas. Ya vimos en aquel mismo artículo que la tentativa se frustró alegremente, y que Moore prefirió profundizar en lo que ya había hecho anteriormente, a fin, probablemente, de expiar sus culpas y devolver el sentido de la maravilla a lo genuinamente maravilloso, en vez de revolcarlo prodigiosamente en el fango como en Wachtmen. Pues bien, a partir de 1999 Moore funda su propia editorial, American Best Cómics -jugando, como se ve, con el alfabeto-, y lanza no uno, sino un centenar de nuevos personajes con los que revitalizar el género fantástico, no sin apoyarse en un acervo cultural previo, acervo en algunos casos prestigioso y en otros pura y llanamente subcultural, como de serie Z erudita, por decirlo así.
El primer resultado de esta explosión de creatividad es la Liga de los Caballeros Extraordinarios, para comentar la cual hay que desterrar completamente de la memoria la película de Sean Connery que se perpetró al efecto. Moore la odia por encima de todas las que se han hecho inspirándose en su obra, y nosotros, ya antes de que él se pronunciase, también. La Liga…, en cambio, es un proyecto verdaderamente enciclopédico, oceánico, que arranca con un homenaje a los personajes emblemáticos de la imaginación victoriana (sobre todo ingleses, pero también franceses y unos pocos alemanes), pero que termina diversificándose a toda la mitología presuntamente juvenil de la cultura fantástica. La Liga… podría ser una serie interminable, ciertamente, y seguirla con completo detalle requeriría de un buen bagaje de conocimientos literarios y hasta cinematográficos. Por ejemplo, y por poner un ejemplo fácil, de los que hasta yo he pillado, en cierto momento de los dos primeros volúmenes -en el segundo, si no recuerdo mal- los personajes trazan un plan sobre una mesa de madera en el interior del Nautilus. En la vieja, noble y arañada mesa hay una inscripción incidental, que casi pasa desapercibida: “Hispaniola”… Así es como aparece en la historia una alusión periférica a Stevenson, pero muchas otras alusiones más desarrolladas se presentan en primer plano, actúan en la trama y son bastante más difíciles de reconocer. No es que, me parece, Alan Moore quiera tirarse el pisto cultureta, o no sólo (el Nigromante se resiste y se resistirá siempre a ser considerado únicamente un lumbrera del cómic), es que realmente pretende llenar su universo ficticio de todo aquello que corrobore su visión místico/especulativa del Espacio-Idea, es decir, de que existe algo así como una región superior a la materia en la que todas las figuras de la Imaginación Humana se dan cita, y cuanto más populares y sugestivas, mejor (es decir, no está la Princesa Casamassima de Henry James , que sin duda es fascinante, pero sí la Fanny Hill de Cleland, que es casi igual de desconocida pero que tiene la ventaja de que se desnuda enseguida…)
Sin embargo, a partir del tercer volumen, Dossier Negro, la concepción pierde vigor narrativo a favor de la erudición, su microverso se complica demasiado y queda atrás el espléndido espíritu steampunk de los dos primeros volúmenes. El Orlando de Virginia Woolf cobra demasiado protagonismo, a mi juicio (pienso que es porque a Moore personalmente le encanta la androginia), y las evocaciones de la contracultura sesentera o de un presente alternativo a la altura de 2009, aunque originales y desbocadas, no son tan atractivas como la del victorianismo idealizado de los números iniciales. Casi resultan mejores los tres cuadernillos del spin-off acerca de la hija de Nemo, un personaje mejor construido, donde Moore rinde pleitesía a H.P. Lovecraft o Fritz Lang. Además, esos textos finales en prosa con los que Moore complementa las viñetas con todo aquello que se le ha quedado en el tintero mitológico de otro buen centenar de lecturas de la época son peores de lo que él cree (Moore es un genio de los diálogos, que son fluidos y significativos siempre, pero no de la escritura corrida, que cuaja con demasiados énfasis y retórica hueca, me parece, como sucede en Lost Girls). Pero donde mejor se ilustra la -ingenua y juguetona, desde mi punto de vista- filosofía del Espacio-Idea no es en la Liga…, que es demasiado elíptica al respecto, sino en la serie en cinco volúmenes Promethea. En Promethea, Moore se consagra a exponer un tratado completo de su concepción de la Magia, lo cual incluye el Tarot, la Cábala e incluso al mismísimo Cristo tomado como símbolo. El verdadero guía de este tour es Aleister Crowley, el charlatán más exitoso del s. XX, un tipo perverso y glotón cuyas extravagancias satánicas han dejado huella en personalidades tan destacadas como Winston Churchill o la mitad de la nómina del Rock a partir de los años sesenta, sobre todo en Jimmy Page, guitarrista de Led Zeppelin, que se compró la casa del mago a orillas de un lago, y en Mick Jagger, que le dedicó la estupenda Simpathy for the Devil.
Sorprendentemente, Moore se toma a Crowley en serio, le ofrece un crédito desmesurado, y hasta asume la creencia underground de que nunca murió, sino que únicamente cambio de plano de realidad, sea ello lo que sea… Pues bien, Promethea está planteado como un lujo gráfico y narrativo, un artefacto para seducir a su público sobre las bondades y encantos de la vieja Magia, actualizada sobre el trasfondo de un futuro oscuro y deprimente en el que lo que triunfa son las lamentaciones de un personaje mediático e inexistente, el Gorila Llorica, y los chanchullos del alcalde de la ciudad, un individuo con personalidad múltiple, pero muy múltiple. Hasta su apocalíptico final, Promethea retuerce la reflexión acerca de la distancia y la conjugación entre Imaginación y Realidad, y para que la sugestión de estar haciendo algo más que leer un cómic se potencie en su público, Moore llega a hacer, en cierto momento, que el mismísimo dios Hermes, si no recuerdo mal, se dirija directamente al lector, al cual le sobreviene un cierto sobresalto. Mientras tanto, Moore nos regala con un episodio entero dedicado a un fornicio místico entre un viejete y una maciza que es verdaderamente alucinante, y con el que sublima su particular obsesión con el sexo entendido como algo más que pasar un buen rato. Promethea puede resultar demasiado densa, demasiado confusa, y es evidente que requiere ser leída varias veces, con un buen diccionario de rarezas ocultistas en la mano, pero no por ello jamás el interés y la acción decrecen. Nadie había hecho algo así antes, y, por su complejidad, me parece que es algo que sólo se puede llevar a cabo en el formato reposado de un cómic, pues sería como poco psicodélico tan sólo el intento de pasarlo a algo más semejante a video o cine. Eso, además de la dificultad de hallar a una actriz -varias, en realidad- a la altura del físico atlético y etéreo de Prometha, que al fin y al cabo es una suerte de diosa…
La tercera de ellas, que también vio la luz en 1999, es Top Ten, que sirve un poco de contrapunto a la espectacularidad solemne de Promethea. La idea responde a una vieja inquietud artística de Moore, que ya había expresado en alguna entrevista en tiempos de Swamp Thing. La proliferación de individuos con mallas y máscara era ya tal en los universos Marvel y DC que cabría preguntarse qué pasaría con todo un mundo, o toda una ciudad, poblada completamente con gente con superpoderes. Parece de cachondeo: es superhéroe hasta el panadero, y no en sentido figurado. Y, de hecho, Moore se lo toma con un poco de cachondeo, permitiéndose ser irreverente con el mayor mercado americano del cómic sin por ello dinamitarlo, sólo devolviéndole cierta naturalidad, cierta cotidianeidad que sin duda le faltaba. Lo hace inspirándose en la serie que vimos con cierta adicción cuando éramos adolescentes, Hill Street Blues, “Canción triste de Hill Street”. La trama, en efecto, de Top Ten recrea las incidencias diarias de una comisaria en Neopolis, la megaurbe de los bichos raros. Todos, policías, criminales y sociedad civil son personas normales -Moore representa muy bien los hábitos, la conversación y los ritmos de las personas normales-, pero a la vez cada uno de los habitantes posee una cualidad extraordinaria diferente. Neopolis es, de hecho, la apoteosis de la variedad, de la biodiversidad humana o humanoide, y como siempre en la escritura de Moore, nada está de más, no hay decorado estático, todo se mueve y contribuye al drama. Porque es un drama, un folletín, como aquella vieja serie de los 80, con sus momentos épicos y también con los humorísticos. Es genial, por ejemplo (cuidado que van spoilers), el momento en que el problema es un Godzilla gigante, borracho y patético, o conmovedor cuando muere el Caballo de una especie de Gran Ajedrez Cósmico y dice sus últimas palabras trascendentes, o la persecución de una actriz porno extraterrestre que es como una especie de oruga repulsiva enorme que mata sin poder evitarlo, o, más llanamente, las tribulaciones amorosas del miembro lesbiano y fantasmal de Top Ten, que se siente sola y no consigue que nadie se enrolle con ella -quizá, precisamente, porque es fantasmal… Y un largo etcétera. Un derroche de imaginación por parte de Moore, un prodigioso manejo coral, igual que en las dos anteriores series comentadas, pero que aquí resulta tanto más grata, tanto más fácil de seguir, realmente se termina por querer a cada personaje y hasta los villanos son a su manera simpáticos.
Esto es, creo, lo que más separa a Moore de su aventajado aprendiz, ya consagrado, Neil Gaiman. Gaiman, también británico, es siempre serio, me parece, y en ello se cifra gran parte de su éxito. Top Ten ha conocido varios spin-off, pero sin duda el de Smash es el más descacharrante. Los cómics de Moore, además, son los únicos en los que hay música de fondo: de conciertos, de la radio o de los propios personajes cantando. Moore controla hasta el último detalle no sólo del guión, sino también del dibujo. A partir de los 2000´s suele usar de una estrategia muy cinematográfica, que es la que pasar de una escena a otra ofreciendo panorámicas del lugar donde ocurre la acción, consiguiendo así, primero, que los ilustradores lo den todo de sí, y, segundo, que el lector entienda que es otro mundo distinto a aquel con el que está familiarizado. Son estéticas urbanas un tanto colosalistas, y en esto coinciden La Liga de los Caballeros Extraordinarios, Promethea y Top Ten, como si Moore fuese un arquitecto y urbanista del gusto de un Hitler o un Stalin futurista (por cierto, que Hitler está presente en La Liga…, pero en su versión chaplinesca) Yo preferiría un futuro más de clase media inglesa, con casas y edificios bajos, pero es posible que esa no vaya a ser la tendencia del s. XXI avanzado, con los ejemplos actuales -y demenciales- de Dubai o Kuala Lumpur. Una última cosa más, para terminar. He dicho que Moore desprecia con todo su ser las adaptaciones cinematográficas que se han hecho de sus cómics, incluyendo la casi impecable de Wachtmen. No obstante, en el número final de La Liga… hace referencia a Johnny Deep y su papel en la película que se hizo con From Hell. Tal es su afán, su obsesión por fagocitarlo todo, por “moorenizar” el orbe entero del mundo imaginario, propio y ajeno, cuanto más subcultural y poco refinado más interesante de ser reelaborado por él en sus coordenadas particulares e intransferibles. Pero esa misma década de inicio del milenio Alan Moore también hizo otras cosas, publicadas así mismo en su American Best Cómics, que serán, si acaso, puntualmente comentadas en una siguiente entrega.