El Coney Island de los cincuenta lleno de colores vivos y de risas de domingo, de marineros que tiran al blanco con escopetas de plomos y de niños que comen helados de fresa subidos a los caballos del tiovivo, que gira y gira, entre la música y los murmullos de la vida. La playa al fondo en tonos muy apastelados, llena de gente tumbada en hamacas de rayas, que chapotea, habla, come, lee, dormita, juega, mira otros cuerpos, desea otras vidas, besa otros labios. El sueño americano tomando el sol, vislumbrado por un socorrista joven y guapo (Mickey Rubin, interpretado por Justin Timberlake) que quiere ser escritor y cuenta una historia de amor y muerte. La tragedia a la vuelta de la esquina.
La mujer madura y sola (Ginny, interpretada por Kate Winslet) se moja los pies en el agua justo antes de la tormenta. La que quiso ser actriz y se casó y luego se enamoró de un batería que le hizo perder al amor que solo entonces supo verdadero. La que terminó de camarera en un bar de ostras unida a un hombre torpe, gordo, simple y alcohólico ( Humpty, interpretado por Jim Belushi) que no tenía nada que ver con sus sueños, que formaba parte de la pesadilla de su vida, de sus dolores de cabeza, de su resentimiento por no haber sido lo que quiso ser y todavía no había olvidado del todo.
El joven socorrista que quiere vivir “de verdad”, para escribir, pero no sabe muy bien lo que quiere o lo que eso significa; la atracción de la mujer nueva y madura que aparece de pronto; la aventura que espera a la caída de la tarde, bajo el muelle, y enciende la posibilidad de recuperar los sueños perdidos. La noria multicolor que se mueve, que da vueltas, que ahora parece ascender pero se balancea y puede volver a caer.
El azar que se infiltra en la vida cotidiana e inicia un nuevo árbol de posibilidades. La hija de Humpty (Carolina, interpretada por Juno Temple) que aparece cuando regresa de pescar con los amigos, cuando ha dejado de beber, cuando su “Tío Vivo” ya no da para mucho y todavía tiene buen corazón a pesar de los avatares de la vida. La hija que prometía y lo dejó todo por un gánster de medio pelo del que ahora se ha escapado. La hija que también conoce al socorrista y experimenta una posibilidad de redención mientras escapa de la muerte. El hijo adolescente de Ginny que adora las películas e incendia todo lo que no le gusta del mundo.
Woody Allen explora en “Wonder wheel” otra versión de la realidad, tal como él la ve, más oscura que en “Café Society”, en otro escenario y clase social, llena de sueños que siempre acaban terminado mal, se consigan o no, porque la insatisfacción forma parte de la naturaleza humana tanto como la muerte y nunca nada depende solo de nosotros y nos perturbamos muy fácilmente y nos duele la cabeza y aparecen dinámicas de comunicación que nos arrastran a donde casi siempre nos perdemos y nos falta valor y podemos acabar siendo miserables o crueles para tratar de sobrevivir en una vida que necesita muchas más cosas que los sueños y en la que mucha gente termina resignándose a su suerte porque no le queda más remedio, más o menos amargada o muerta en vida, pero con la necesidad de comer todos los días o vivir bajo un techo sin sentirse del todo solos.
Las expectativas del humanismo liberal que tan bien describe Yuval Noah Harari en “Homo deus”: “Los humanos deben extraer de sus experiencias internas no solo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero.” La dificultad intrínseca de crear sentido en un mundo sin sentido. La verdad latiendo supuestamente dentro del corazón, en los sentimientos que emergen del deseo y que, sin embargo, son tan evanescentes e involuntarios pero que constituyen el último refugio de sentido, la única brújula de lo bueno y lo malo, de lo bello y lo execrable. La nostalgia moderna de la “Euforia perpetua” que, como dice Pascal Bruckner, quizá sea tan paradójica como inverosímil. El conflicto con las emociones de los otros, las trampas y el miedo, las mentiras para seguir viviendo y seguir soñando. La evocación de la “La gata sobre el tejado de zinc” y el mundo atormentado de Tenesse Willians pero también de “Madame Bobary”.
Ante cada nueva película de Woody siempre leo juicios inapelables que la comparan con sus supuestas obras maestras y se sienten defraudados. Otro juicio emocional sujeto a gustos y a la mirada del que mira. A mí, en cambio, me sigue fascinando su persistencia, el que un hombre de ochenta años siga explorando y haciendo películas, con esta lucidez, sobre asuntos esenciales de la intimidad de los seres humanos, como en esbozos que se aproximan a algo esencial, que parece escaparse, pero que siempre dejan planos, diálogos o sonrisas que resultan inolvidables. En esta película la fotografía de Vittorio Storaro es, de nuevo, un personaje más, como la música o ese parque de atracciones que ya trasmite la decadencia que lo llevará a desaparecer pero que todavía está vivo, creando fantasías de felicidad a los que están comenzando a vivir y de momentáneo olvido a los que ya vislumbran el borde de algún abismo. Ese trayecto vital que cada uno atraviesa como puede, a veces, incluso con dicha, serenidad o sentido del humor. Aunque esta vez, en “Wonder wheel”, Woody decide reflejar la parte más amarga, más pesimista, quizá porque el tiempo se le acaba y comienza a muy ser consciente de ello. Aunque. la verdad, es que lleva toda la vida así y es muy posible le quede por hacer, para nuestra suerte, más de otra película.