La biblioteca de Modiano

Los cuatro años transcurridos desde el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Patrick Modiano en 2014, no sé si aportan más luces retrospectivas que las proporcionadas ya en el discurso de Estocolmo, leído por el premiado y que trataba de realizar un balance de su recorrido y, en parte de su sorpresa por el premio recibido. “Yo pertenezco a una generación en la que no nos dejaban hablar a los niños, excepto en raras ocasiones y si pedíamos permiso. Pero no nos escuchaban, y a menudo nuestro discurso fue interrumpido. Esto explica la dificultad de palabra de algunos de nosotros, nuestro ritmo a veces indeciso, o demasiado rápido, como si temiéramos cada instante la interrupción. Tal vez esa sea la razón por la que el deseo de escribir se apoderó de mí, como le sucede a muchos otros, al final de la niñez. Uno espera que los adultos lo lean. Se verían obligados a escuchar sin interrumpir y a saber de una vez por todas lo que uno tiene en el corazón”.

Esa infancia recuperada o reivindicada será un motor fundamental en todos los sucesivos trabajos literarios de Modiano. Donde hay cierto carácter obsesivo por transitar esa infancia golpeteada, y luego la posterior juventud alocada, para tratar inútilmente de revivirla y rectificarla, desde un presente tan dubitativo como atolondrado. Transitar la infancia del final postergado de la Guerra Mundial y remontar la juventud de mitad de los sesenta, en vísperas de cambios sonados y sonoros. Y ese carácter de errancia torpe y de vagabundeo malvado irán trenzando una red tupida de deseos viejos y de recuerdos durmientes, que despertados vienen a constituir la rara sustancia de su última novela corta Recuerdos durmientes, escrita a lo largo de 2017 y tras la concesión del Premio Nobel. Circunstancia que nos permite decir que la escritura de Modiano no se ha alterado tras la concesión del premio y que persiste, de forma pertinaz, en los mismos enclaves de la memoria y de la escritura. Como si no hubiera negociación posible, ni marcha a atrás sensata.

 

Patrick Modiano y Françoise Sardy

Puede que la diferencia más notable de Recuerdos durmientes con la obra anterior sea el carácter confesional y algo aturullado de unos gustos literarios más discutibles que nunca, o tal vez, de unas preferencias sobre escrituras imaginarias. Como si hubiera aguardado Modiano el galardón para desvariar un poco o enternecernos. Gustos literarios que en contraste con las aportaciones del discurso de Estocolmo, tienen un carácter tan apócrifo como cómico. Si allí, en el agradecimiento del premio, desfilaban los hitos de una cultura literaria razonable y aconsejable: desde Poe a Quincey, desde Flaubert a Stendhal, desde Racine a Shakespeare, desde Baudelaire a Yeats y desde Proust a Tolstoi; en Recuerdos durmientes, desfilan una decena de textos imaginarios e imprecisos, de autores desconocidos y no citados ni por su nombre propio; como si no existieran o como si nos pudiéramos avergonzar de su descaro.

Textos que se supone lee e intercambia el protagonista –ocupación habitual en los protagonistas de las historias modianescas, eso de la venta, intercambio y trapicheo con libros usados– y que su perfil contrasta con lo proclamado en 2014: “A veces un escritor puede ser un completo prisionero de su tiempo. La lectura de los grandes novelistas del siglo XIX -Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski- inspira cierta nostalgia. En esa época, el tiempo transcurría de forma más lenta, y esta lentitud concedía al novelista el  poder enfocar mejor su energía y su atención. Desde entonces, el tiempo se ha acelerado y avanza dando tumbos y sufriendo jalones, lo que explica la diferencia entre la gran masa del pasado romántico, con sus catedrales y sus arquitecturas, y los trabajos discontinuos y fragmentados de la actualidad. En esta perspectiva, yo pertenezco a una generación intermedia. Siento curiosidad por saber cómo la próxima generación, que nació con Internet, teléfonos celulares, correos electrónicos y tweets, expresará la literatura… esta generación en la que todo el mundo está “conectado” permanentemente y donde las “redes sociales” comienzan por la privacidad y el secreto –que antaño se conservaba como algo preciado, daba profundidad a la gente y podía ser un gran tema romántico–. Pero quiero ser optimista sobre el futuro de la literatura y estoy convencido de que los escritores del futuro se harán cargo, al igual que todas las generaciones desde Homero”.

 

 

Afirmación que contrasta con la planeidad de los títulos que desfilan como un mantra de lector discutible en Recuerdos durmientes. Títulos como La eternidad a través de los astros, El eterno retorno de lo mismo, Los sueños y cómo dirigirlos, Las fuerzas del interior, Los maestros y el sendero, Las aventuras del misterio, En memoria de un ángel, Encuentros con hombres notables, Diccionario práctico de ciencias ocultas y El tiempo de los encuentros. Títulos que, a poco que nos esforcemos e indaguemos, veremos que son puras invenciones literarias de Modiano –a la manera que practicaba Borges con diccionarios inencontrables y sagas celtas o normandas– para disuadirnos de su pedigrí de escritor de culto. O para constituir otra biblioteca de Alejandría imposible, llena de textos inventados, de manuscritos imaginarios, de incunables apócrifos y de libros falsos. Y para ubicarse, por ello, en la orilla de una normalidad sin trascendencia y cuajada de tópicos de literatura de kioscos.

No resulta creíble que en las 104 páginas de la nouvelle no aparezcan, casualmente o intencionadamente, los maestros tutelares invocados con anterioridad, y sólo emerjan ciertas querencias de lecturas que viajan del esoterismo, a la autoayuda, desde el ocultismo al pulp, de la subcultura al folletón por entregas. Salvo que con todo ello y contraviniendo las anteriores afirmaciones de Modiano de que: “Sí, el lector sabe más de un libro que el propio autor. Sucede entre una novela y su lector, un fenómeno similar a la del revelado de fotos, tal como se practicaba antes de la fotografía digital”; ahora con Recuerdos durmientes, el lector ignora esa letanía de literatura ahumada y atufarada y el propósito de su presencia puesta en circulación por el autor. Salvo que con ello Modiano esté proporcionando claves cifradas de sus obsesiones circulares: Eternidad, Retorno, Sueños, Interior. Memoria, Misterio, Sendero, Tiempo, Oculto, Encuentros. Casi un proyecto de abandono y de deserción.

 

 

Con la salvedad notable, paradójica y notoria de los tres cuadernos ¿fingidos? de notas que atesora Jimmy Sarano en libretas negras, en Ropero de la infancia. Todo ello con la finalidad de dar cuerpo a su programa radiofónico Llamadas en la noche. Y esas libretas no están compuestas por textos de Sarano, sino por una recopilación de recortes de anuncios raros, noticias imposibles, agenda portuaria de Tánger, información meteorológica, información bursátil y resultados de las carreras de caballos. Todo expresando el sueño incierto de “no volver a escribir y sólo copiar”. Como confiesa el propio Jimmy Sarano que hace todo ello (copiar y pegar, acumular y recordar) porque “no puede volver a escribir novelas, porque he renunciado a la literatura”. Como un anticipo del abandono de Sarano/Modiano que nos llevará a territorios tan intransitables como el de esos libros balbucidos y vistos en anaqueles polvorientos.

Y es que frente a la declarada “falta de lucidez y distancia del novelista con respecto a sus libros también se deben a un fenómeno del que me he dado cuenta (en mi caso y en el de muchos otros): [ que] cada nuevo libro que se escribe, elimina el punto anterior, al que el escritor siente que ha olvidado”. Frente al punto anterior perdido y olvidado, la sensación de estar leyendo, desde el principio siempre el mismo libro, sea Villa Triste o sea Los bulevares periféricos, (en su versión de 1977, o en la de 2012 como Los bulevares de la circunvalación, integrada en la Trilogía de la Ocupación) que ya serán por ello Bulevares circulares. Y esa es a mi juicio, junto a otros atributos destacables y singulares, la magia de una escritura tan transparente como las tardes azules de los largos veranos de la infancia. Tan transparente como esa suerte de autobiografía denominada Un pedigrí, que viaja tanto por 1943 como 1967, un año antes de la revuelta de la Sorbona, en un mayo violáceo y frío, conocido definitivamente como Mayo de 1968. Justo cuando algunos llegaron a las puertas de la madurez y al deseo letal de los sueños imposibles. “Siento que hoy en día la memoria está mucho menos segura de sí misma, y debe luchar constantemente contra la amnesia y el olvido. Debido a esa capa, esa masa -el olvido- que lo cubre todo, la memoria se las arregla para capturar fragmentos del pasado, huellas interrumpidas, retroceso y destino humano casi imperceptible. Pero esta es probablemente la vocación del novelista: antes del olvido: que vuelvan a aparecer algunas palabras medio borradas, como icebergs que flotan perdidos en la superficie del océano.

 

 


 

 

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