Belmondo: cuando los hombres gustaban a las mujeres

Me entero que ha muerto Belmondo a la caída de la tarde, frente a un cielo incendiado sobre el mar de Sanlúcar de Barrameda y de inmediato recuerdo que tuve el cartel de À bout de souffle pinchado con chinchetas en la pared de mi habitación de Madrid varios años, un cartel de tonos grises, como dibujado a lápiz, con Belmondo perfilando el borde de su labio superior con el pulgar de su mano derecha, en un gesto que se hizo famoso quizá como símbolo de rebeldía, de posibilidad de huida, de fiereza y también de esa duda antes de atreverse a todo, aunque supiera que era muy posible que algunas cosas estuvieran perdidas desde el principio, pero no todavía en ese instante, donde todo parecía posible y, probablemente, lo era. 

Me decía ayer Hugo que había leído en algún sitio que Kubrick consideraba que el cine tenía que tener también una vertiente irracional que invadiera al espectador de forma inmediata y lo conmoviera, como la música, incluso a pesar de sí mismo, transformándolo de alguna manera, creándole nuevas posibilidades o puertas de vida. Se me ocurre que  À bout de souffle es un ejemplo perfecto de ese concepto. La película, ahora, es difícilmente sostenible desde un punto de vista racional o incluso cinematográfico (y sobre todo por lo que sabemos de la vida personal de su director),  pero esas imágenes de Belmondo y Seberg moviéndose por París cogidos de la mano o besándose los labios, como poseídos por ese daimon erótico del que hablaba Platon, son como un manantial de agua fresca que inunda por sorpresa al espectador y lo arrastra, casi sin darse cuenta, a un horizonte de belleza y significación que, a veces, parece vislumbrarse más allá de las normas sociales que siempre parecen inexpugnables hasta que alguien se atreve a trasgredirlas desde una vespa con el pelo corto y una camiseta de rayas o con un sombrero y un puro en los labios. 

Imagen de Á bout de souffle

Ahora se dice que la revolución sexual de los sesenta fue un truco más de los hombres para aprovecharse mejor de las mujeres pero eso no deja de ser una estupidez de los que nunca se han enterado de nada aunque crean tener una milonga ideológica  con lo que lo explican todo. En esos años hubo un momento en que algunos hombres y algunas mujeres se desearon por motivos parecidos, buscando la libertad personal y el placer sin pensar demasiado en el futuro, ni en la estabilidad de sus relaciones (que, entonces, no les interesaba demasiado), ni en los conflictos interpersonales que sospechaban implacables pasado el tiempo, ni en los cuerpos dionisíacos que probablemente eran tan fugaces como las noches de vino y rosas o los días en las playas vírgenes y tan bellos como el alfa romeo spider, inevitablemente rojo, con el que tanto apetecía recorrer los precipicios de la costa azul para perderse entre las palmeras, tan altas, de cualquier trópico utópico.

Jean Paul Belmondo, al que creía más joven porque en mi cabeza ha permanecido  siempre su imagen de entonces,  fue sin duda un tipo con suerte. Sus padres eran artistas y probablemente comprendieron con manga ancha que se zafara de la escuela y pretendiera dedicarse a la farándula y al boxeo. También le pilló ese París existencialista donde parecía que la vida comenzaba de nuevo en el burbujeo de la rive gauche y tuvo la fortuna de que su nariz rota y su aspecto de obrero desclasado le cayera en gracia a los directores de la nouvelle vague que marcaron la estética europea del cine de los sesenta. Con Á bout de souffle se convirtió en un icono de la nueva masculinidad complementaria a la que representaba su amigo Alain Delon, también con un pie en el cine de autor y otro en el cine comercial, ambos amantes de bellas mujeres, tan fuertes que podían tener el corazón tan sensible como Romy Schneider tomando el sol en aquella piscina tan luminosa y tan turbia. Belmondo, al parecer, supo conversar con cierto nivel de intensidad con chicas como Úrsula Andress, Laura Antonelli, Claudia Cardinale, Sophia Loren, Catherine Deneuve, Brigitte Bardot o Gina Lollobrigida. Al final se casó tres veces y tuvo seis hijos y habrá que ver cómo fueron los bamboleos de los afectos en su vida real,  entre todo ese carnaval de relaciones flotando en el tiempo y sus heridas, en los achaques y en las resacas de los desamores. 

Pero, no hay que olvidar, que un actor es solo un flautista de Hamelin que encarna fantasías, el eco posible de la música de un tiempo, que arrastra y seduce o despierta animales dormidos en otros que, quizá por ello, son capaces de atreverse a vivir otra realidad, que quizá anhelaban sin saberlo, o solo a soñarla lo que también puede dar significado a toda una vida. 


Por tanto larga memoria a Belmondo, el actor que encarnó una época, al final de su escapada hacia el polvo de estrellas 

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7 Comentarios

  1. says: Concha

    En general, a la mujeres nos gustan los hombres, aunque hay ciertos modelos de masculinidad, desfasados, que ya no encajan. Hay que revisar a qué modelo te refieres.

  2. says: Ramón González Correales

    Concha

    Es posible que todo fuera una fantasía, pero quizá hubo un tiempo en que existían los sexos (personas o sujetos sexuados) y que esos sexos fueron conscientes de que esa realidad no tenía por qué determinar los destinos sociales, ni las relaciones de poder, aunque fueran diferentes y no les disgustara serlo e incluso tampoco impedir integrar dimensiones que parecían exclusivas de alguno de ellos pero que no lo eran porque todas habitaban de alguna manera en ellos mismos con mayor o menor intensidad. La valentía y la ternura, la determinación y la sensibilidad, el deseo sexual activo y el placer, el gusto por el riesgo y el cuidado de los hijos, la competitividad y la cooperación, las distintas posibilidades del conocimiento y la cultura en las sociedades abiertas. Se hablaba de igualdad, de superar ese dimorfismo estúpido e injusto que pretendió relegar a las mujeres en el espacio público con argumentos pseudo científicos que sustituían a los religiosos para que no cambiara nada. Ambos sexos quizá se dieron cuenta de que necesitaban transformarse para volver a encontrarse con mayores posibilidades de conversación y de gozo vital en el contexto real de las relaciones humanas que nunca es perfecto y admite muchas variaciones. Lo que defiende Elisabeth Badinter mas o menos  o lo que yo leo en esa carta que Simone de Beauvoir envió a Nelson Algren:

    “¿Sabes? a mí nunca me ha resultado nada fácil vivir, aunque siempre soy feliz, quizás porque deseo muchísimo ser feliz. Me gusta muchísimo vivir, detesto la idea de tener que morir un día. Además soy horrorosamente codiciosa: de la vida lo quiero todo, quiero ser mujer y quiero ser hombre, quiero tener muchos amigos y quiero gozar de la soledad, quiero trabajar mucho y escribir buenos libros, quiero viajar y pasarlo bien, quiero ser egoísta y quiero ser generosa … ya lo ves es difícil tener todo lo que yo quiero. “

    En fin, yo solo pretendía hacer una divagación sentimental sobre Belmondo…

  3. says: Óscar S.

    Pues servidora no tiene ningún problema en proclamar aquí que lo que aún con la metástasis sin resquicio que ha supuesto la masculinidad sobre la historia del mundo, todavía echo de menos algo. Me parece completamente ejemplar y significativo el texto (creo recordar que este Algren fue el primer amante auténtico de Beauvoir, ya entrada la cuarentena de ella, porque Sartre pasaba mucho de su gran amiga en el aspecto íntimo) que nos ofrece Ramón, precisamente porque omite ese algo. Una vez que la mujer se emancipa de su ridículo -pero bastante protegido de las tropelías de los machos: esto generalmente no puede decirse a causa de las frecuentes violaciones habidas en la guerras- papel en la historia humana, comienza a pensar que lo se ha perdido es la felicidad, cuando, joder, es obvio, leed un poco, los varones han sido felices muy pocas veces. ¿De qué han vivido los hombres durante milenios, de lo cual, quizá, pudiera derivarse ulteriormente como producto secundario alguna felicidad, pero sin garantía alguna? Pues lo afirmo categóricamente aquí, a fin de perder amigas: del honor, primero, y del espíritu, después. El distinguido varón que ha poseído honor, como Ulises, el Duque de Alba o el ficticio Capitán Alatriste, no necesitaba más, en principio, y las mujeres de sus respectivas épocas no sólo lo comprendían, sino que lo fomentaban. A quien le falta honor -que, no me opongo, puede ser algo asesino- podía tener en su lugar espíritu, como Platón, como San Juan de la Cruz o como Vasilli Kandinsky. Las mujeres del pasado, ya digo que a grosso modo, han reverenciado estas manías propiamente masculinas, nacidas seguramente de esfuerzos castrenses o religiosos. Tanto es así, que una vez más o menos liberadas (recordemos que Beauvoir jamás dejó de considerarse la discípula y consorte de Sartre), de lo cual nos alegramos todos, las mujeres siguen sin compartir esos valores de honor o espíritu que sin embargo antes valoraban tan altamente en sus compañeros de vida. ¿Qué dice Simone en su carta, creyendo con ello pisar un continente nuevo? Pues que desea ser feliz, así de simple, que no es más que lo mismo que los hombres han prometido a las mujeres de alcurnia durante siglos en el trance de pedirlas en matrimonio. “Te haré feliz”, y ya. Pues vaya novedad, vaya caca de aspiración. A la espera estoy, yo, una servidora, que no soy naide, de escuchar alguna vez a mis conocidas y amigas que sí, que quieren la felicidad, claro, y quién no, pero únicamente bajo estrictas e innegociables condiciones de honor intachable y rigor espiritual. El día que vea eso, en vez de bajo servilismo a la diosa Felicidad, juro que me retiro a un convento de clausura -sin doble intención lo digo…

    (El “honor”, insisto, mal entendido puede ser ciertamente asesino, y lo está siendo todavía hoy. Pero no era eso, en esencia, en esencia consistía en no permitir a nadie bajo ningún concepto tratarte como si fueras instrumento suyo, en primera instancia, y en segunda instancia no tolerar tampoco y jamás que interpreten tus principios como motivados por egoísmos espuríos y repelentes. Allí, allí, allí os queremos ver, y cuando os veamos, por fin descenderá sobre la tierra la parousía de la igualdad…)

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