Aquel París de la postguerra que retrata Antony Beevor, mucho más caótico y contradictorio de lo que luego trasmitirian las imágenes míticas de los cafés del barrio latino, el aspecto de aquellos existencialistas que parecían tan jóvenes y tan libres, como si estuvieran inventando un mundo nuevo y tuvieran respuestas para todo. Ese mundo que reflejó luego Simone de Beauvoir en “Los mandarines”, lo personal y lo político, la realidad y el deseo, la tentación totalitaria desde en confort de la “rive gauche” y el impulso de seguir el rastro del deseo, que a la vez mantenía el fulgor de la vida, después de haber estado tan cerca de la muerte. El precio que también tuvo todo eso cuando el tiempo fue pasando.
Aquellas películas un poco incomprensibles de la “Nouvelle vague” de un luminoso blanco y negro, con mujeres que parecían de otro mundo, Jean Seberg en “A bout de souffle“, Jeanne Moreau en “Jules et Jim”. La sensación que daba contemplarlas en el Madrid de mediados de los setenta, cuando éramos tan jóvenes y también queríamos aprender a vivir de otra manera en la realidad cotidiana, romper ciertos límites que teníamos la sensación de que eran asfixiantes, amar sobre todo, con otra estética y muchas más palabras compartidas.
Las mujeres que decidieron cambiar tanto, que iniciaron la única revolución que realmente triunfaría con el tiempo. Una habitación propia, independencia, también otro tipo de erotismo lleno de posibilidades para los hombres que quizá crearon su propia fantasía más o menos divergente con lo que luego sucedió en los encuentros. La belleza de los cuerpos y de la determinación, de la inteligencia, de la intimidad no exclusiva, de los labios llenos de gustos compartidos y sensualidad azul.
Jeanne Moreau encarnó desde entonces un cierto tipo de mujer francesa. Aquella carrera por un puente, precisamente allí, como si el juego del triángulo fuera una forma de arte, arriesgado y bello, y pudiera llevar a alguna parte luminosa. Precisamente a una vida cosmopolita donde fuera posible triunfar haciendo precisamente lo que se quiere, sin renunciar a nada: ni al teatro, ni al cine, ni a la canción, ni a los trajes de Pierre Cardin, ni a otros amantes con mucho talento (Louis Malle, Lee Marvin, Tony Richarson) a pesar de lo difícil que es romper para elegir de nuevo.
Jeanne Moreau, el erotismo inteligente de una mujer francesa que todavía nos parece tan joven a pesar de que acaba de morir con 89 años…