No sonríe en toda la película. Ni una sola vez. Me llaman la atención sus labios carnosos, que parten la enmarañada barba en dos, y sus comisuras, que jamás se levantan. De hecho, Llewyn Davis no tiene motivos aparentes para ello: nada le sale bien. Tiene razón su extraña amiga embarazada -una histriónica Jean a la que da vida Carey Mulligan– cuando le describe como un perdedor, como alguien que estropea todo lo que toca. Tiene claro que ha hecho una elección, un tipo de música raro y decadente con el que no puede destacar, aunque las canciones sean perfectas: está en medio del torbellino de una nueva moda musical americana, el folk , para la que se llenan los bares, algo que él observa con distancia, con ironía. Pero él es tan raro como el resto.
La película es un relato de todos sus fracasos, de sus errores y de la manera en la que el azar le regala siempre su peor cara. Sin embargo, durante toda la historia hay algo luminoso en él, una extraña tranquilidad desde la que observa el mundo y que mejora cada espacio en el que se encuentra; un equilibrio en el que su flequillo se mantiene en orden y su chaqueta, sus guantes rotos, hasta sus zapatos que se empapan en Chicago ofrecen un aspecto elegante, con encanto. Sí, puede que sea el relato de un perdedor, pero mirado con unos ojos benévolos, divertidos, apuntaría: el de los directores. Ambos, Ethan y Joel Coen, dibujan la búsqueda de Llewyn (o más bien su aparente deriva) de una manera curiosa. Gamberra, diría yo. Crean un cuento con todos los recursos con los que un niño puede reírse. No juzgan al protagonista, simplemente lo observan. Las escenas con el gato Ulises, sus continuas huidas, sus peripecias en la carretera, en las distintas casas…me parece que atrapan lo mejor del cine mudo; cada fotograma es un dibujo perfecto, además. Algunos parecen tomados de cómics de Will Eisner, con esa iluminación misteriosa y oblicua (un gran dibujante que me ha presentado el hyperbólico Óscar Sánchez); otros, de cuadros de Edward Hopper o de Richard Estes, a veces. Y los diálogos, algunos memorables, absurdos e hilarantes para mí -como el surrealista viaje en coche a Chicago, con un verborreico Dennis Goodman y un casi mudo Garret Hedlund como imposibles compañeros de asiento- , en los que las repeticiones, lo escatológico, el ingenio hacen las delicias del niño un poco gamberro en que convierten al espectador. Todo eso forma parte de ese mundo que Llewyn mira y del que no se deja contaminar.
En la canción de Please Mr Kennedy, por ejemplo, un artefacto musical perfecto, no puedo dejar de sonreír en ningún momento. Casi tengo que sujetarme las manos para no aplaudir. Es como si observara una de esas carreras sin sentido de los niños, que van de un lugar a otro sin parar y sin poder dejar de reír. Huidas bellas y felices hacia ningún lugar. Es alegría representada en una canción-juego, basada en la repetición y, de nuevo, lo absurdo de un juego de niños introducido a presión en un mundo de adultos. Pero va en serio. Nuestro protagonista protesta levemente y ejecuta la canción a la perfección, la hace grande, aunque luego la pifie con los royalties. Se adapta a su presente, lo mismo que hace durante toda la película.
Hasta la vida más triste merece la pena ser vivida. Tal vez otros, como su ex compañero del dúo, hayan resuelto su dilema vital (el dilema filosófico más grande, como dice Camus) suicidándose. Pero Llewyn no parece querer escapar de su vida, sólo no sufrir demasiado. La música no es sino su mejor modo de supervivencia, igual que las conferencias lo son para Mitch Gorfein, el paciente y demasiado bondadoso amigo de Llewyn y dueño del viajero gato Ulises. Disfruta con algo que sabe hacer, con la ‘vida de los artistas’, como define esa existencia su hermana, aunque podría hacer cualquier otra cosa. Los Coen lanzan una mirada gamberra sobre un nihilista y de ella sale esta película extraña.
En realidad, sí, Llewyn se ríe una sola vez. Justo al final, cuando cierra el bucle de la historia con un au revoir al tipo que le pega en el callejón, el que venga el honor de su mujer cantante, a la que Llewyn, borracho, había insultado la noche anterior. Y, de nuevo, una escena de dibujos animados: el agresor sube en un taxi y no huye, avanza a velocidad normal, pero, de pronto, todos vemos como, de una manera que rompe la lógica de la acción, el taxi casi vuelca, derrapando, en la primera esquina. De nuevo la mirada gamberra. Llewyn sonríe al verla, como si se diera cuenta de algo. Parece decirle adiós a lo que ha sido su vida hasta ese momento, consciente, de que más bajo no se puede caer. Que, desde ahí, lo único que puede hacer es subir. Como en los cuentos. Un buen final. Un buen comienzo, en realidad.