Bel-Mondo: su nombre lo decía todo…

Todo francés, blanco, varón y hetero lleva un seductor dentro. Y hacen lo posible por exteriorizarlo. Los españoles también, claro, para eso somos también meridionales. Pero el español no se esfuerza demasiado en seducir a la mujer, cree que basta con aparecer y besar el santo, por su linda cara, porque otra cosa supondría un serio mentis sobre su orgullo racial. Un varón hispánico se siente de modo natural como el San Gabriel de Federico García Lorca, esa maravilla de poema del Romancero gitano:

Cuando la cabeza inclina
sobre su pecho de jaspe,
la noche busca llanuras
porque quiere arrodillarse

Belmondo y Seberg, en ‘Al final de la escapada’

Los franceses también, pero además se lo curran, como sus admiradores argentinos. Pero el reto supremo es ya conseguir ser un seductor siendo medio feo: para eso hay verdaderamente que valer, para eso hay que haberse criado en la orilla izquierda del Sena o alláaaaa en el Plaaaaaaaaata. No es ni mucho menos imposible. Jean-Paul Sartre alcanzó esa cima por sus propios medios, Serge Gainsbourg más y mejor, con tan solo cantar alguna cancioncilla y ser quién era. El otro Jean-Paul, Belmondo, fallecido hoy a la edad nazi (88: ¡Heil Hitler!) se benefició de ambos, porque era más guapo que Sartre y Gainsbourg y a la vez igual de feo. Todo francés de la época sentimentalmente inapreciable de los 60 y 70 hubiera matado por ser Jean-Paul Belmondo para poder poner esa cara inconfundible y entrañable de guasa e incredulidad a las más extravagantes actitudes de las bellas con el pelo más corto de la Nouvelle vague.

Hubo un tiempo en que Jean-Luc Godard hubiera dado todo su talento por ser Belmondo y adquirir la capacidad que él le otorgaba como director y guionista de vacilar a las rubias francesas, las rubias más deseadas, locas y sofitsicadas del planeta. En Al final de la escapada, Godard deseaba ser Albert Camus a través de Jean Paul Belmondo, así como Albert Camus deseó denodadamente ser Humphrey Bogart, pero no el actor, sino el personaje de El halcón maltés y El sueño eterno. Toda esta relación triangular del deseo, que diría René Girard, otro francés perspicaz y tramposillo, nos conduce, tal como yo lo veo, al complejo típicamente francés propio del s. XX de intentar ser un norteamericano pero por otras vías. Ningún francés admitiría querer ser un yankee, desde luego, pero lo cierto es que en Francia es donde Ernest Hemingway llegó a ser Hemingway, William Faulkner llegó a ser Faulkner, Henry Miller fue Henry Miller y Charlie Parker fue escuchado, adorado y divinizado hasta ser convertido por Julio Cortázar en El perseguidor. Francia es la tierra en la que todo ese rollo de tipos duros de los norteamericanos varones, blancos y hetero caló más profundamente y se sublimó en mística de la seducción, del amour fou. Belmondo se dedicaba a eso mismo, al amour fou, pero con una sonrisa y un cigarro o un puro en su boca sonriente de africanos labios abultados…

Nunca le mencionéis a un francés el gobierno colaboracionista de Vichy. Eso no ha sucedido, eso es una ficción que únicamente tiene lugar dentro de la ficción más amplia y mítica de Casablanca, la mejor película de la historia si nos olvidamos por un momento de Billy Wilder y de Andréi Tarkovsky. El país que revolucionó cuatro veces Europa entre el final del s. XVIII y todo el s. XIX no puede ser que fuera ocupado por los rudos y toscos alemanes… ¡dos veces! Desde Luís XIV, Francia habla el lenguaje de la Grandeur en política exterior, una grandeza que busca desafiar a la de Estados Unidos, disimulando la vergüenza de tener justo encima el poderío alemán. Está Vichy, está el mariscal Petain, pero también están, ¡allons enfants de la patrie!, Charles de Gaulle, la Resistencia y la escena en que en Casablanca todos entonan el himno más bonito del mundo en el garito/timba de Rick. De esos mimbres salió Jean-Paul Bel Mondo, y es por eso que con 89, aunque bajo tierra, aún le seguiremos amando…

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1 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Versión queer de Casablanca:

    Rick vive amancebado tan ricamente con Sam (“¡tócala otra vez, Sam!”), pero conoce a Viktor, marido insurrecto e idealista de Elsa, y se enamora como un colegial. Pero ella, zorra heteronormativa, consigue justo a tiempo interponerse, así que Rick se termina conformando con el capitán Renault, que, al contrario de Viktor, es un picaruelo que se las sabe todas. El prefecto nazi en Marruecos, en mientras, que andaba loco por Rick en cuanto le puso la vista encima ataviado con su frac blanco, enfurece por la pérdida, y Hitler termina por enviarle al frente ruso… El Reich pierde la guerra en el tal, Viktor se enrolla con MacArthur y queda con él en reunirse en un bungalow muy coqueto de Pearl Harbor (un ruido atraviesa el cielo…) Elsa, despechada, emigra a Italia a hacer películas y engendra hijas con Roberto Rossellini. This is the end, beautiful friend…

    (A veces yo también me cago en la Post-modernidad).

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