Eddie Van Halen, estrella del rock-ocó

Es más que irónico que Eddie Van Halen haya muerto de cáncer de garganta, él que siempre se negó a cantar y que tuvo tan malas relaciones con sus vocalistas. Con David Lee Roth, al que hoy imagino destrozado, tuvo un romance de odio que se trasladó a los títulos de muchos de los temas de ambos, gracias a los cuales pasaron años lanzándose indirectas en mayor cantidad y virulencia que Paul McCartney y John Lennon tras disolverse The Beatles. Sin embargo, Dave siempre consideró a Eddie su genio particular, el músico más talentoso que tenía a mano, pese a que, según cuentan, el origen de su discordia estuvo en que el cantante le levantó la chica al guitarrista muy en sus inicios, contra todo código masculino de amistad y compañerismo digno y respetable. Y tal estimación era cierta, Eddie Van Halen no sólo era buen compositor y un virtuoso de la eléctrica (sin saber una palabra de música, por cierto), sino que creó un sonido propio, el sonido Van Halen, que un amigo mío compara a creaciones de la altura del sonido particular generado por Chuck Berry o más tarde por Jimi Hendrix. La clave de ese sonido, y de esa manera de tocar, reside en el momento histórico en que comenzó la carrera del grupo Van Halen. A finales de los setenta, parecía que ya todo había sido inventado en el rock, y el punk había irrumpido precisamente para remover la música popular de su reciente poltrona. Lo que hizo, pues, Van Halen, en mi opinión, es sortear el punk, como si no fuese con él, regresando al rock duro de Led Zeppelin pero abandonando la trascendencia del espíritu de los de Page para convertir ese mismo modo de hacer en puro circo, comicidad y en cierto modo un pastiche de sí mismo. Eso es lo que yo he querido llamar aquí rock-ocó, un estilo de rock ornamental, recargado y algo insustancial, para ejemplarizar el cual tan sólo hay que pensar en la banda Kiss, amigos demasiado íntimos de los Van Halen. No obstante, lo que parecía un final decadente se tornó un nuevo principio, el principio del Metal, nuevamente trascendente, y el principio de gente como Steve Vai, en la línea lúdica y circense, y eso es lo más sorprendente de todo, aquello que hace de la cultura humana un fenómeno tan impredecible y fantástico. 

Eddie, cuyo apellido recuerda al cinturón de partículas provocado por el campo magnético de la tierra, pero que en realidad es holandés, tenía cara de pillo. Cierta música requiere ese aspecto, son inconcebibles los Rolling Stones sin esas jetas de sinvergüenzas simpáticos que tienen todos (excepto Bill Wyman, y por eso ha sido el único en dejarlo). El rock “comprometido” tiene un límite, a partir del cual hay que tratar de pasárselo bien como máximo objetivo del concierto. Eso, Eddie Van Halen lo lograba de modo maestro. Atrapaba las primeras notas de un solo, y lo que venía después podía no tener fin y era a la vez un ejercicio de dominio instrumental y de chulería burlona. A mí Jump no me gusta nada, me parece lo que es: una descarga de adrenalina popera para las radiofórmulas. En cambio, Eruption y todas las de su estilo son estupendas, y más todavía si las comparamos con los tiempos actuales, en los que se entronizan señores que no saber tocar ni el triángulo. La erupción ha terminado, este volcán se ha apagado. Pero sin duda está solamente dormido, y no en absoluto extinguido… 

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