Habrá espectadores que ante el estreno de la última película de Pawel Pawlikowsky, Cold war (2018), piensen más en un agitado film de espionaje y contraespionaje, en esas fronteras entre el Este y el Oeste, entre Berlín y Viena. Al modo de las obras de John Le Carré, como ocurriera en 1965 con la adaptación al cine de El espía que surgió del frio, de mano de Martin Ritt, que en una historia de amor desplegada más allá del Telón de acero. Una obra, ésta de Ritt, que conecta, por extrañas alcantarillas de la memoria, con la memorable Viena de El tercer hombre de Carol Reed (11949), con un Orson Welles no menos memorable como el traficante de penicilina, Harry Lime, en las alcantarillas de la ciudad imperial. Adaptación de otro autor como Graham Green, que indaga en esos vericuetos de la postguerra acosada
Que eso de hecho es Cold war, una historia que comienza en 1949 cuando en el seno de las recién instauradas Repúblicas Democráticas Populares, se produce, desde el dirigismo político-cultural imperante, la reinvención de los valores del folklore y de las tradiciones populares como forma de reconstrucción de la nueva identidad nacional y de la personalidad política de las citadas Repúblicas Populares al amparo de la primacía del universo del proletariado. Entrando en aparente conflicto con el anteriormente proclamado Internacionalismo Proletario. Pero esos momentos de los últimos cuarenta y primeros cincuenta, de reconstrucción de identidades y de proyectos políticos, demandan esa exaltación voluntarista ante la hipotética presión aliada.
Piénsese que en 1949, el año del comienzo de la película de Pawlikowsky, se constituye la OTAN, como organización militar controlada por Estados Unidos para dar cobertura de defensa al occidente europeo aliado, frente al este de Europa controlado por la Unión Soviética que ha plantado sus reales desde el mismo momento de la conferencia de Postdam en julio de 1945. Deriva del Este y de las Democracias Populares, que en un gesto defensivo análogo al occidental de la OTAN, dará lugar al Pacto de Varsovia en 1955, organización simétrica a la OTAN, controlada por Moscú y destinada a la defensa de su zona de influencia, albergada en el llamado, eufemísticamente, como Telón de acero. En torno al cual se jugarán las partidas de la llamada Guerra fría.
Por ello, los primeros compases de la película, con la captura y grabación de un venero de canciones tradicionales populares, a punto de extinguirse tras el frío de la Segunda Guerra Mundial y de la instauración de la llamada Guerra Fría, tras el bloqueo de Berlín de 1948. Captura de las tradiciones populares como forma de construir un imaginario patriótico nacional, a la manera en que aquí (a tanta distancia política como geográfica) operaron las filas de la Sección Femenina de FET y de las JONS, buscando cantes y bailes de la España rural que se quería ensalzar en una suerte de alabanza de la aldea.
Por ello, por esas características temporales de Cold War, debería enlazarse su análisis con otra pieza polaca, como fuera la última película del director, igualmente polaco, Andrej Wajda (1916-2016), Afterimage (2016), y con la consecuente La muerte de Stalin, película de Armando Ianucci (2017), que rememora los acontecimientos de marzo de 1953. Mientras que Afterimage retoma los problemas del pintor polaco de vanguardia Wladyslaw Strzemiński, La muerte de Stalin fija el cierre temporal de la primera fase de la Guerra Fría. Y es que Afterimage supone de hecho una impugnación de los métodos de asentamiento y control del Realismo Socialista, a partir de 1948 en las llamadas Repúblicas Populares, que eran todos los países controlados por la Unión Soviética y que se cobijaban en el llamado luego Telón de acero, hasta 1952 fecha de la muerte de Strzeminski.
El 10 de febrero de 1948, concluida la 2ª Guerra Mundial, y vencido el contendiente alemán, se dictó el llamado decreto Zhdánov, que abría las puertas al largo litigio de la Guerra Fría, donde se debatía no sólo la supremacía militar y política; también las formas artísticas entraron en combate. Ese momento, incluso marcó el comienzo de una campaña de críticas y descalificaciones internas contra artistas ubicados en el interior del Socialismo real que mantenían un ideario propio diferenciado del uniformismo propagandista del Socialismo Real.
Mientras que la historia de esos Coros y Danzas populares comienza su recorrido en 1951 y 1952, se inicia el viaje amoroso de Wiktor y Zula como miembros de esos grupos folklóricos. Que no dejan de expresar su entusiasmo por las doctrinas oficiales del Estalinismo imperante, aunque ya a punto de cerrar ese paréntesis de posguerra, comenzada entre Yalta, en febrero de 1945, y Potsdam, en julio del mismo año. Y coronada la Guerra Fría con el bloqueo sostenido en Berlín, entre junio de 1948 y mayo de 1949.
Por lo demás, Cold war no deja de revelar las dificultades del amor bajo la batuta de la Dictadura del Proletariado, forzando a movimientos y exilios a todos aquellos disidentes y desencantados de los logros de los gobiernos populares. Razon por la que algunos señalan que películas como estas nos permiten conocer algunos secretos del Socialismo Real en el periodo entre los años cincuenta y sesenta.
Pawlikowsky ya nos había mostrado esas heridas mal cicatrizadas de la Polonia del discurso oficial, en su anterior pieza Ida (2013). Donde ya rodaba en blanco y negro con una rara solemnidad que le permite la espléndida fotografía de Lukasz Zal. Y con remisiones inequívocas a los otros dos grandes directores polacos, formados en la Escuela Nacional de Cine, Televisión y Teatro de Lodz, como fueron Román Polanski y Jerzy Skolimowski. Y ambos colaboradores en la película del primero El cuchillo en el agua (1962). Quizás la única película auténticamente polaca de ambos autores.