Han corrido ríos de tinta -e incuso Benjamín Britten compuso una opereta- desde que Henry James publicó la novela corta Another turn of the screw en 1897. James era, sin duda, un virtuoso de la escritura, empleando el término “virtuoso” en el mismo sentido en que se le aplica a Niccolo Paganini, es decir, alguien que domina completamente el modo de hacer de su arte, aunque no destaque tanto por sus temas. En esta novelita, en cambio, que es, como gran parte de la producción de James, una obra maestra en lo que toca a su habilidad narrativa, ni siquiera está claro qué tema es el que se trata exactamente. Por un tiempo pasó por ser un relato de fantasmas, especialmente sutil y enrarecido (y miedo consigue dar, no se puede negar), hasta que el prestigioso crítico Edmund Wilson hizo notar que en su transcurso se hallan las suficientes pistas como para pensar que en realidad estamos ante un excelente estudio de psicopatología, por llamarlo así, puesto que pudiera interpretarse que los fantasmas no son más que la proyección del punto de vista de la narradora, una persona neurótica y depresiva que termina por perjudicar a aquellos que más desea proteger. La institutriz, en efecto, que carece de nombre, nos da señales involuntarias de locura, pero es una locura jamesiana, es decir, sensitiva, compleja y educada como corresponde al estilo imaginativo de Henry James. La chica en cuestión ha sido encargada por su patrón (al que ama, pero como se ama a un Dios distante en este Jardín del Edén en que a ella le toca el feo papel de serpiente) de cuidar y enseñar a dos niños angelicales, preternaturales (¿Adán y Eva?) a los que no protege, sino que sobreprotege, y que termina por vivir en la peor de la pesadillas, que no son las protagonizadas por fantasmas u otros seres de factura gótica, sino por la nubes aún más tenebrosas del autoengaño. Así, James la hace escribir en diferentes lugares del cuento que los niños se resienten de su “inexorable y perpetua compañía”, en un entorno apartado y cuasimedieval en el que “la intrusa era yo”, presa de los lances de “mi monstruosa vida”, en una atmósfera “dominada por miedos, cuya causa no era en modo alguno su anterior institutriz, sino la presente”, decidida a “darle otra vuelta de tuerca a la ordinaria virtud humana”, a fin de evitar la fatalidad de saber que “los niños estaban entregados a algo de lo que yo estaba excluida”… Sólo estas pequeñas huellas que he recogido de mi lectura sirven de aval a la exégesis de Wilson, según la cual la pobre institutriz está como una cabra y se inventa unos fantasmas que no están más que en su mente, atormentando con ello innecesariamente a un par de críos inocentes (y conste que el infausto y tan socorrido psicoanálisis no había sido todavía concebido en 1897…)
Pero creo que las cosas no son tan sencillas, o, al revés, que son más sencillas aún. James no escribió cuentos de fantasmas -el otro mejor, a mi juicio, es El rincón feliz, mucho más coherente- únicamente por servidumbre a la moda de la época, sino también por influencia de su padre y de su hermano, que creían en el Más Allá. William James, como se sabe, fue capaz de desarrollar toda una filosofía pragmatista con el fin menos pragmático posible: apoyar su esperanza en una vida después de la muerte. En rigor, Henry James no tenía por qué escribir nada que estuviera o no de moda, puesto que de todas formas no conseguía tener lectores y vivía de la herencia de su familia. Su obra es, pues, como casi nunca ha ocurrido en el panorama literario occidental, fruto de la libertad absoluta. Esa libertad le permitía, por ejemplo, elaborar los varios cientos de páginas de Retrato de una dama para luego dejar la novela inacabada y el dicho retrato incompleto en su momento más dramático. Algo tan poco profesional como eso en un virtuoso del estilo como James sólo se explica recurriendo al hecho de que seguramente improvisaba conforme iba fabulando, y cuando llegaba a un callejón sin salida interrumpía bruscamente el experimento. Creo que ahí está la clave de lo que sucede en Otra vuelta de tuerca. No es sólo que sea un relato ambiguo, perspectivista y aquejado de vaguedad, como se ha señalado tantas veces, es que el propio James no sabía bien adonde quería llegar, de modo que le dio un final intuitivo y rápido, que ni él mismo sería capaz de explicar. Quiero decir que James tenía oficio de sobra para haber seguido con la historia treinta páginas más, pero precisamente ese oficio le insinuó también un atajo corto con el que rematar un trabajo con el que andaba confuso. De hecho, en posteriores evaluaciones de su obra (correspondencia personal y Edición de Nueva York) mostró sin ambages su desprecio por esta obrita, a la que calificaba de “cuento de hadas” cuyo significado es ninguno, “nada” en sus propias palabras.
De manera que, pienso yo, Otra vuelta de tuerca no tiene un sentido misterioso que pudiera ser esclarecido conociendo la intención del autor. Ni el propio Henry James conocía tal intención. En mi hipótesis, él se propuso escribir el relato de fantasmas más retorcido y refinado del mundo, aquel que reflejase las preocupaciones metafísicas de su hermano William sin que los espectros implicados tuvieran necesidad alguna de emplear violencia física o psicológica. A partir de esa premisa, se complicaron las cosas en su mente, no sabiendo en último término cómo resolver sus propias contradicciones. Así que lo dejo colgado, tranquilamente, proporcionándole un desenlace no arbitrario, pero sí más intuitivo que racional. Hasta tal punto, que parece haberse olvidado incluso de aportar cierto regressus al motivo ficticio de la reunión de amigos leyendo cuentos de terror con que había comenzado la historia. No fue vaguedad, pues, sino vaguería: James se cansó del enredo en que se había metido con Otra vuelta de tuerca y se puso a pensar en otras cosas, en otras novelas más realistas. No obstante, consiguió en gran medida sus propósitos, tal era su inmenso genio literario: los fantasmas existen y a la vez no existen, producen escalofríos con su mera presencia, los niños están constantemente bajo verdadera amenaza, y la institutriz que intenta salvarles -se repiten muchas veces locuciones y variantes de “salvación”- representa finalmente su perdición. De acuerdo con esta idea, Otra vuelta de tuerca fue un fracaso total en la carrera artística de Henry James, pero un fracaso maestro, y, junto con Daisy Miller, el más célebre de su vida.