La famosa y vieja frase del general Von Clausewitz –la guerra es la continuación de la política por otros medios– debería darnos una pista del tono que ha tenido la práctica política en Occidente las últimas centurias. Parece que en la política, como en la guerra, el fin ha sido el mismo, ganar a toda costa, y sólo los medios se han diferenciado: para la política, en efecto, se ha tratado de la denigración máxima del partido opuesto, para la guerra, en cambio, de la aniquilación completa del ejército enemigo. A partir del inicio de la Segunda Guerra Mundial, además, también la masa innúmera de la población civil se ha convertido en objetivo tanto de la política como de la guerra, de manera que desde entonces hasta ahora todo bicho viviente es -somos- susceptible de bombardeo indiscriminado e incesante. Van a por nosotros, somos sus blancos humanos, nos harán papilla humana mediante obuses, misiles, propaganda, publicidad, sexo feo, videojuegos, reguetón, y, últimamente, a través del uso sistemático y algorítmico de bulos ridículos y eslóganes patéticos en las redes sociales. Como provenimos de los tiempos en los que la guerra se agudizó e hipertrofió hacia la guerra total, entonces también la política para funcionar a lo grande debe ser ahora política total…
Y así es como se explican (no se puede dejar de ver la reciente película de Benedict Cumberbatch, o la última de Michael Moore) dislates tales como el Brexit, la victoria de Trump, el gobierno de Viktor Orban y demás “averías” históricas semejantes que padecemos hoy. Pero se trata de un error, de una barbarie, esperemos que del último error y la última barbarie. Manipular al sedicente pueblo soberano valiéndose de la minería de datos con el fin de hacerles creer que están envueltos en una aventura política parecida a la que calcinó la vida de sus abuelos es un engaño de proporciones colosales que sencillamente no nos podemos permitir. Tan irresponsable y ruin es, lo sepa o no, el que vende que seguirle a él es “asaltar los cielos” como el que proclama que con su gracioso liderazgo tendremos la oportunidad histórica de retomar la “reconquista”. Atizar a estas alturas entre la gente (en su dimensión de multitudes pantallísticas semiacomodadas del Primer Mundo, me refiero) antiguos rescoldos de pasiones tan destructivas como la madre patria o la lucha de clases sólo puede beneficiar a los dueños de los grandes grupos económicos, que nunca han creído en nada excepto en su propia prosperidad indefinida. Freud lo llamaba el “narcisismo de las pequeñas diferencias”, cada vez más pequeñas en un mundo global e interconectado en comercio y cultura, pero por ello mismo también más enconadamente narcisistas…
La política no es ya ninguna épica, no hay romanticismo alguno en salir a la calle a inventarse que te “sientes distinto” que el vecino que lleva lazo amarillo pero que coge el mismo autobús atestado que tú. La política debería ser fría, funcional, burocrática y sensata, como lo es en los países escandinavos, en Canadá o en Australia. Gestión, administración pública, no confrontación o salvación colectivas. Si alguna de ventaja ha tenido la formulación liberal de las democracias modernas es precisamente que ya no necesitamos emocionarnos tanto con los sucesos de la vida pública como hacían los griegos y los romanos, ni tampoco amalgamarnos con el espíritu comunitario como en los grandes rituales religiosos medievales: ya hemos aprendido a divertirnos, o a cuidarnos, o a suicidarnos, nosotros solos. Montones de películas, novelas y series -estoy pensando en Friends, pero es un adiestramiento que comienza ya en los dibujos animados infantiles- llevan años convenciéndonos de que lo más importante que te puede ocurrir en la vida tiene lugar en el radio de acción de tu casa. Propongo que hagamos como en Islandia, que viven en paz y jamás salen en las noticias hasta que alguien se pasa de listo y trata de abusar de ellos. Entonces arman una gorda y quitan de en medio al impertinente, quirúrgicamente, con suavidad pero con firmeza, sin apelar a nociones trascendentes ni, como decía el de Ockham, multiplicar los entes sin necesidad. Ni siquiera el impulso de cooperación y solidaridad necesita apelar a nada más que a sí mismo, sin erigir ídolos propiciatorios. Es como lo que escribía el escritor plurinacional Amin Maalouf hace un tiempo en su Identidades asesinas (Alianza, p. 105), pero aplicado a la política actual tanto como a la religión actual:
No sueño con un mundo en el que ya no hubiera sitio para la religión, sino con un mundo en que la necesidad de espiritualidad estuviera disociada de la necesidad de pertenecer a algo. Con un mundo en el que el hombre, aunque siguiera ligado a unas creencias, a un culto, a unos valores morales eventualmente inspirados en un libro sagrado, ya no sintiera la necesidad de enrolarse en la cohorte de sus correligionarios. Con un mundo en el que la religión ya no fuera el aglutinante de etnias en guerra. Ya no basta con separar la Iglesia del Estado; igualmente importante sería separar la religión de la identidad. Y precisamente, si queremos evitar que esa fusión siga alimentando el fanatismo, el terror y las guerras étnicas, habría que poder satisfacer de otra manera la necesidad de identidad.
Así habría de ser Oscar, pero en política en España SIEMPRE se ha tenido especial inquina en poner en su sitio al otro. Hoy veía a Rivera diciendo que su papeleta vale doble porque por un lado ECHAS a Sánchez y por el otro pones a su partido en su lugar. Pero lo primero es echar a Sánchez de la Moncloa, que se vaya a su casa. Sigue siendo un juego de invasión, como el risk, si gano el país es mío y desplazo al otro. Ocupo los sillones azules, coloco en los cargos a los míos, el otro tiene que exiliarse, irse a la empresa privada sin influencia, que es como el averno.
Hay algo físico en todo esto, de invasión. Ya lo dijo Manuel Fraga que de esto sabía un montón: “la calle es mía”.
Pese a lo dicho, los días de plebiscito, siendo tan escasos (esto no es Suiza, otro lugar aburrido donde tienen lugar referendums día sí día no…), desprenden una excitacion que ningún escepticismo o consideración resabiada puede negar. Sí se puede!