Hay gente que nace con mala conciencia.
Con una marca roja alrededor del cuello, la soga…
Ocurrencias, aforismos, G.C. Lichtenberg
Nunca vi, en su momento, ni Sensación de vivir ni Melrose place. Juro que no fue por snobismo, es que estaba a otra cosa y sólo veía El informal -me tronchaba con El informal, soy de humor cazurro- si estaba en casa. Pero no creo que fueran tan extremas como esta que traigo a comentar, y que no hace más de mes y medio que se estrenó en HBO. Para empezar, Euphoria lleva ese título claramente como cebo, porque haber titulado a la serie Katáthlipsi, que es como parece que se dice en griego “depresión”, no sonaba tan bien, y encima no animaba lo más mínimo a verla. El asunto va de lo mismo que aquellas noventeras, de lo duro que es ser adolescente en un país rico (recuerdo también aquella película con mi amada Holly Hunter, Thirteen…) Precisamente porque lo tienes todo, incluso la libertad sexual e identitaria conquistada por tus abuelos, o simplemente otorgada condescendientemente por el capitalismo avanzado -seguramente ambos factores a la vez, y algunos más-, el suelo se abre bajo tus pies y nada parece tener sentido. Sobre todo entre los personajes de esta serie, que jamás estudian, jamás comen, no tienen aficiones -exceptuando el rugby, pero ya se sabe que eso en USA es más que un deporte- y están siempre de fiesta sin reparar en gastos. ¿Hay alguna escena que ocurra de día? Seguro que sí, pero yo sólo recuerdo ocho capítulos de una noche sin fin, la noche de la saciedad insatisfecha, esa paradoja que ya cantaban los Rolling Stones o los Depeche Mode y que aboca al negro abismo…
La estética de la serie, muy cuidada, recuerda en muchos aspectos a Trainspotting, aquella estupenda pero profundamente irresponsable película de tiempos de Sensación de vivir. Hay, aquí, el mismo tipo de secuencias imaginativas y casi cómicas, surrealistas y a veces desagradables, sólo que en Euphoria resulta algo contradictorio, puesto que la historia quiere ser seria, dramática e incluso representativa de una generación o una época. También, como en Trainspotting, nos guía una voz en off demasiado distante e inteligente para tratarse del mismo individuo menor de edad que se pasa el día colocado, con la diferencia de que cuaja su discurso de repetitivos tacos, como para conferir mayor autenticidad a lo que está diciendo. Si yo en vez de “sol” digo el “puto sol” –fucking sun-, entonces el sol ya no es mi amigo, dador de vida y demás, es otro obstáculo más que me impide realizarme y ser quién quiero ser, el mundo entero es un entramado de aristas que hieren y justifican que el pobre adolescente jamás alcance la felicidad. Hasta el amor es imposible, en mitad de tanto sexo, creo que es Jules, el personaje más interesante, el que lo dice como de pasada, “creo que el amor es algo superoscuro, y nadie lo dice…” Jules es trans, poliamorosa, mimada por su padre, aventurera, atractiva, nadie la critica o la pone en duda por ello, y ni aún así sabe bien lo que quiere ni hacia dónde va –además de cometer un acto inmoral bajo chantaje.
No puede ser, aquí hay gato encerrado, el guionista no nos cuenta la verdad, no me parece a mí que la vida oculta de mis alumnos consista en este naufragio, en esta rendición, en este darse por vencido antes siquiera de haberlo intentado, y que tengan razón los gruñones que digan que hemos pasado de juventudes contestatarias e idealistas a chavales desesperados, egocéntricos y hedonistas. “Hay que vivir el presente” es una consigna muy vieja que antes servía a los poetas para camelar a las púberes, y que ahora se ha convertido en una estratagema publicitaria, pero ningún adolescente la asimila de verdad, todos ellos se sienten afortunados de contar con todo el tiempo del mundo (son pobres en dinero pero “millonarios del tiempo”, decía Ortega y Gasset). Pero si el guionista sí nos cuenta la verdad, y no está simplemente ofreciendo carnaza al espectador, entonces Estados Unidos, como poco, y en tanto que pretende ser modélica de algo que valga universalmente, debe cuestionarse el sentido de su cultura, de modo tajante y sin dejarse ni un resquicio. Es simplemente de locos que un ochenta por ciento del mundo lo pase materialmente mal y el veinte por ciento restante sufra decepción de su mundo y de sí mismo, de manera que, para compensar, adopte la filosofía del pasarse mogollón hoy como si no hubiera un mañana. Hay, de hecho, un personaje, Kat, que constituye la única línea de fuga de la sensación de fracaso generalizado de su entorno. Y la salida que descubre -ojo, spoiler- es que todos los hombres dan “puta pena”, que sería ridículo enamorarse de esos patéticos seres y que esa constatación tan horripilante se puede convertir en negocio. El capitalismo como causa, a la vez que solución, del pavoroso abismo…
El abismo de Rue, la protagonista (una actriz y cantante famosa allí, pero menos aquí), son las drogas, todas las drogas, menos la heroína, o sea, todas las que le entren pero sin convertirla en zombi irrecuperable. Su madre la quiere, es el único progenitor que no es alcohólico o que no lleva doble vida, pero el guionista insinúa un trauma con el padre que abandonó el hogar, y con esto basta en Estados Unidos, por lo visto, para hundir una vida en la tragedia. Hasta las drogas, y su posible escapatoria hacia una clínica de desintoxicación, son privilegios que estos adolescentes post-milennials pueden permitirse, y sin embargo se ahogan en su propia libertad, se ahorcan con la soga de su propia conciencia, como decía Lichtenberg. Burroughs, el escritor beatnick, que de esto sabía un rato y había sido un perfecto yonki durante muchos años, ya escribía en 1959 cosas que deberían hacer pensar a los defensores del uso libre y consciente de los estupefacientes, como en la Introducción a el viejo El almuerzo desnudo:
He oído que en la India hubo una vez una droga beneficiosa y no adictiva. Se llamaba soma y se representaba como una hermosa marea azul. Si el soma existió alguna vez, el traficante logró embotellarlo y monopolizarlo y venderlo y convertirlo en la misma droga de toda la vida.
La droga es el producto ideal… la mercancía definitiva. No hace falta literatura para vender. El cliente se arrastrará por una alcantarilla para suplicar que se la vendan… El comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y simplifica al cliente. Paga a sus empleados en droga.
Y sigue, para quien quiera leerlo (el resto del libro no, que es un despropósito). La sensación, en fin, que da toda la serie, en su primera temporada, es la de que el peor romanticismo ha vuelto, y ahora es un placer autodestruirse. Morir joven y dejar un bonito cadáver, que ya no lo dijo James Dean. Pero Rue sí lo dice, dice “que le den por culo al futuro”. Ignoro si esa actitud es muy característicamente adolescente, pero me parece que no, por lo que recuerdo de mí y por lo que veo en mi trabajo. Un adolescente es alguien que se siente superespecial, en tanto en cuanto haga y diga lo mismo que los demás, y su mayor preocupación personal es no dar vergüenza ajena o ser el hazmerreir. Sólo si se dan alguna de estas dos situaciones puede tener motivo para hacerse daño a sí mismo. Y se lo hacen, vaya si se lo hacen: últimamente se ve en los institutos a muchas chicas de dieciséis o diecisiete con cortes en los brazos. Chicas que van al psicólogo semanalmente porque para colmo se sienten culpables de lo que han hecho y culpables de lo que las ha llevado a hacerlo -todo el que es acusado de algo a los ojos de los demás se siente mal consigo mismo, aunque sea inocente; la cárcel debe ser una asamblea de penitentes que se castigan recíprocamente a hostias. Soy totalmente contrario a la censura, incluso a la autocensura, pero no me parece que estas escenificaciones del nihilismo para consumo mórbido de novatos de la vida tan bien hechas y tan perturbadoras ayuden demasiado. Pero véanla, si les apetece o piensan que les van a revelar algo de las trampas que tiende el mundo actual; yo, francamente, paso de la segunda temporada.