“El sujeto anárquico”: la pasión según Simón Royo

Pintura de Arshile Gorky

Nos lo dijo uno de los mejores profesores de primero de carrera: “ustedes se creen que han comenzado filosofía como podrían haber estudiado cualquier otra cosa, y que dentro de unos años acabarán y se pondrán a buscarse la vida como todo el mundo; gran error, esto es filosofía, aquí se entra pero no se sale”. Tenía razón, el hombre, y de hecho a él no le va muy bien actualmente, treinta años después, a causa precisamente de su entrega absoluta al ministerio filosófico, un sacerdocio tan estricto que para sí lo quisiera la Iglesia Católica, esa Puta de Babilonia como la llamó Lutero. Después de aquel profesor, o a la vez, la segunda persona viva y echahumos que yo conozca en la que se verifica esa entrega y ese interés desmesurado hacia la filosofía como una llama que no mengua ni se apaga jamás es mi amigo Simón Royo. Aun alentando fuera del ámbito universitario, fuera incluso de la enseñanza secundaria, Simón es el más académico de los filósofos hispánicos, en el noble sentido platónico. Por amor al arte ha escrito mil artículos fogosos que podéis encontrar en la red, y por amor al arte acudió a cientos de congresos y tertulias cuyo tema fueron esos varones/blancos/muertos (más Hannah Arendt) que son los grandes autores del pensamiento occidental, sin importarle la catadura del precario individuo -yo mismo, alguna vez- que se erigiera en cada ocasión en balbuciente médium de sus sagrados textos. Simón venera a Sócrates, y no es de extrañar, porque estoy convencido de que también él, como el estatuario pionero, se pasaría la eternidad interrogando interminablemente en el Hades a los grandes maestros del pasado. Acabo de leer el último libro de Simón, “El sujeto anárquico (Rainer Schürmann y Michel Foucault)”, publicado en Arena Libros el año pasado, y su pasión filosófica, con la edad, ya no es llama, es incendio. A este paso Simón Royo, con su solo esfuerzo y empeño, va a cambiarle el nombre a la disciplina, y en vez del milenario Filo-sofía, vamos a tener que rebautizarla como Ero-sofía, o Thymo-sofía, o algo así… 

El intento de este librito es, como en el billar, triangular, incluso cuadrangular, un tiro perfecto que cuele en la tronera a Martin Heidegger, Michel Foucault, Rainer Schürmann y hasta Giorgio Agamben. Si usted no conoce bien a los dos primeros, léalos antes de continuar con esta reseña (“nadie entre aquí que no sepa Ontología”). Schürmann, en cambio, el intérprete holandés de Heidegger que murió en 1993, está menos presente en el debate filosófico actual, sobre todo en España, y por eso Simón hace figurar como anexo de su comentario el texto de 1986 “Sobre constituirse a sí mismo como sujeto anárquico”, traducido por primera vez por él mismo al castellano en esta edición. Aquí, Schürmann atrajo a Foucault a la zona de influencia de Heidegger, o al menos de ese Heidegger que él quiso interpretar como anarquista filosófico/político. Que Heidegger fue el pensador que explicó mejor el trasfondo ontológico del nihilismo nietzscheano ya lo sabíamos, de lo que trató de convencernos la obra de Schürmann es de que ello tiene consecuencias en la praxis que ni el propio Heidegger intuyó. Heidegger, en realidad, era completamente torpe para la filosofía política, y de ahí que dijera aquello de que “quien tiene grandes pensamientos suele cometer grandes errores”, como única petición de disculpas velada y no muy modesta por sus coqueteos tempranos con el Reich. Dicho eso, supo mantener la boca cerrada, aunque la opinión del que esto suscribe es que jamás simpatizó del todo con ninguno de ambos bloques de la Guerra Fría y que hasta su último día sintió una aguda nostalgia del Blut und Boden nacionalista alemán. Pero Schürmann pensaba que no, que es posible una izquierda heideggeriana como hubo una poderosa izquierda hegeliana, y que el pensar del no-fundamento afecta también a una desfundamentación política.   

Rainer Schümann

El anarquismo histórico, decimonónico, es una cosa extraña, filosóficamente. Presuntamente, pide la erradicación de todo poder, principio o soberanía (an-arché, como se emplea presocráticamente en este libro), a escala universal y sin distinguir sexo, raza o condición. Pero luego pasa a atribuir a cada individuo particular un arché absoluto: “ni Dios ni Amo”, dicen los anarkas que hacen graffitis, justamente porque cada uno es “Dios y Amo” de sí mismo. Estoy de acuerdo con Reiner Schürmann y con Simón Royo en que esta paradoja parece que instala en el anarquismo la “consumación de la Metafísica” de que hablaba Heidegger aplicada al campo político. Se consuma y finaliza la Metafísica para la praxis, y no únicamente en la teoría, en aquel ideal que niega el arché único por encima o a través de los hombres para concedérselo a todos por separado, como si cada ser humano fuese la naturaleza absoluta para sí mismo. El anarquismo fue una vertiente del romanticismo y viceversa, y tanto el uno como el otro consisten en resolver finalmente el principio de identidad en términos de puro voluntarismo. ¿Por qué “A es A”, tras siglos de darle vueltas al asunto? Pues, sencillamente -y esta sencillez es explosiva, la explosión concatenada que fue en efecto el s. XX- porque un artista, o un pueblo, en cualquier caso una mónada ontológica, un ser cerrado cuyo atributo es la voluntad, deciden que sea así y no hay más que hablar. A la vez, el anarquismo desvela que la Metafísica era un programa moral, puesto que la razón de que el anarquista, el artista o un pueblo merezcan la autonomía es, para todos sus ideólogos, final y fundamentalmente moral. El individuo emancipado de toda atadura es la naturaleza para sí mismo porque moral equivale a naturaleza: ese individuo será ya a partir de ahora todo lo que “se debe ser”. No en vano, el anarquismo tiene una clara raíz kantiana, por no decir un tronco entero –yo pienso que el anarquismo es saltarse el hegelianismo de Marx para volver a Kant, y no faltan textos que lo puedan atestiguar. Pero lo que también es claro es que el anarquismo decimonónico es precisamente lo que no cabe en un pensamiento post-metafísico, diga lo que diga algún teórico actual, puesto que, sean cuales sean las soluciones que nos salgan al paso en el futuro, tendrán sin duda que aceptar reglas de juego comunes. Noam Chomsky, por ejemplo, lo sabe, y por eso prefiere referirse todavía hoy más a menudo a anarcosindicalismo que a anarquismo a secas.  

Simón Royo

Simón Royo, glosando a Schürmann, así lo cree también, pero partiendo ya de una base muy distinta a la del romanticismo o la de Chomsky, puesto que se corrige a Nietzsche, señalando que tal vez se quedó corto profundizando en la noción de que “A es A” por Voluntad de Poder, cuando simplemente basta con dar la búsqueda por terminada y reconocer que “A no es A”, o que “A es no A”. Heidegger lo denominó, enfáticamente, Ab-grund, abismo, no-fundamento, la nada. Aristóteles insistió en que ningún discurso humano tiene articulación o sentido si no asume los principios de identidad, contradicción y tercero excluso, y es muy cierto, pero eso no afecta a la realidad misma. Yo no puedo hacer un discurso coherente afirmando que el amor es y no es un estado feliz, pero eso no quita en absoluto para que, efectivamente, el amor sea y no sea feliz a la vez y en el mismo sentido más acá o más allá del logos. Pues de eso trata este ensayo, de pensar el foucaultiano cuidado de sí como una autoconstitución de la propia existencia que ya no tenga que rendir cuentas a una lógica de la identidad. El tema no puede ser más actual y más fascinante, sin embargo hay ciertas pre-condiciones tanto de Schürmann, como de Foucault, como de mi amigo que no entiendo o no comparto, una de dos. Por ejemplo, Foucault continuamente sobreentiende que el hecho de que todo tejido social esté atravesado de relaciones de poder es algo indeseable, y yo no acierto nunca a comprender por qué. Y lo que es peor: creo que Nietzsche tampoco lo hubiera comprendido, o lo hubiera comprendido demasiado bien como cristianismo residual. No veo qué pueda tener de malo que un profesor o un padre establezcan una relación de superioridad con sus hijos o pupilos o un juez con el sospechoso de un delito. Debo ser un cripto-fascista, pero el mundo me parece mucho mejor montado así, y lo contrario me parecería el horror. Un patricio romano pensaría igual, y Friedrich Nietzsche, a quien la consideración del poder, sea como dominio o sea como potencia, le parecía un mínimo indispensable para empezar a hablar sensatamente del ser humano, también. 

Sin embargo, Simón dice en estas páginas que “todo imperialismo es detestable”, pero sin aportar mayor explicación. O el propio Foucault, en La vida de los hombres infames (pág. 267, La Piqueta), cuando afirma que “hemos caído en la trampa de nuestra propia historia”, y tampoco da razón que cómo puede el hombre ser a la vez el que tiende la trampa y el que cae en ella. Es decir, hay un moralismo solapado en todo esto que me recuerda a Rousseau, cuando arranca El contrato social con una paradoja, “el hombre nació libre pero yace en todas partes encadenado”. Todos los lectores de Foucault están atrapados en esa misma esquizofrenia: aunque todo es poder, yo me resisto al poder. No te resistas, hombre, que te va a dar algo… En fin, Foucault trata de resolver este galimatías explorando una ascética (que en griego significa “entrenamiento”) de sí que sea al tiempo mía propia y con los otros, recogimiento y lucha, sujeto y acontecimiento, libre y disciplinada, sexual y política, elitista y marginal, poder y anti-poder, útil e inútil…. Os juro que a mí se me funden los plomos. Por eso recibo la intervención de Heidegger mediada por Schürmann en este ensayo como agua de mayo, y prefiero este texto de Simón Royo a muchos del célebre prestidigitador francés, que nos confunde y se confunde a sí mismo. En cambio, la an-arché schürmaniana aguarda una “aurora intermitente”, como lo llamaba García Calvo, un don de Lo libre y Lo Abierto, a lo último Heidegger, y arranca de la inextinguible, admirable y apátrida pasión de Simón Royo párrafos como estos:  

La vida es ya un alegre proceso de demolición para los que habitamos en los oasis de la desertización capitalista del planeta, construyendo, creando, pensando, sintiendo, puesto que deconstruir no es sino desmontar un artilugio para con sus piezas construirnos una cosa distinta, resignificar y reinventar conjuntamente. No se trata de poner una flor en el cañón de un fúsil sino en convertir un fusil en una rosa, de transformar el dolor en gasolina o la docta ignorancia en la más alta sabiduría.  

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