Pretender reunir lo mejor que nos ha proporcionado el cine en la segunda década del S.XXI pasa necesariamente por puntualizar que, ya a principios de 2020, por “cine” hay que entender toda forma narrativa audiovisual con independencia de su formato, de quién soporte su producción y del canal en el que se exhiba. Y es que, si en la década de los 2000 un puñado de series de televisión desafiaron la hasta entonces establecida supremacía artística del largometraje, en la siguiente han ido creciéndose cada vez más hasta relegarlo a un papel, si no secundario, por lo menos complementario.
El fenómeno viene de la mano de la eclosión de las plataformas digitales de videodemanda, que son las que ahora mismo marcan la pauta. El hecho de que incluso las antiguas cadenas de televisión por cable ya no tengan que estar estrictamente sujetas a unos determinados horarios de emisión ha multiplicado la versatilidad de las series hasta el punto de que en esta década hemos visto morir su constitución, digamos, clásica (5 temporadas o más, de unos 13 capítulos cada una, y unos 45 o 60 minutos por capítulo), para ver surgir otra más efectiva, más acorde a los gustos (y el tiempo disponible) del espectador moderno, no pasando en la mayoría de los casos de las 3 temporadas y superando rara vez los 8-10 capítulos por temporada. Las duraciones de cada capítulo, eso sí, oscilan ahora con total libertad entre los 15 y los 90 minutos.
El atractivo de las series es tal que muchos directores de renombre han optado por tomar este camino, desde Woody Allen a Nicholas Winding Refn pasando por Paolo Sorrentino. Las plataformas digitales han logrado igualmente producir 2 o 3 largometrajes de cabecera cada año, con la firma de directores como Martin Scorsese o Alfonso Cuarón, lo que ha provocado conflictos de identidad a no pocos festivales de cine y ha tocado definitivamente la línea de flotación de las productoras tradicionales, que sobreviven a base de encadenar secuelas de superhéroes y animación, y remakes de todo lo que en algún momento haya tenido éxito.
Y ésta es la otra clave definitoria del estado actual del cine: la nostalgia, entendida como un eterno retorno a los clásicos menos pretéritos (de 1980 en adelante), ya sea en forma de nuevas versiones de la misma historia, variaciones libres dentro de su universo, o prolongación de las tramas varios años después.
Así las cosas, largometrajes y series conviven y compiten en medio de un catálogo cinematográfico inabarcable y difícil de filtrar. Pero eso es lo que he hecho aquí: filtrar, de entre todo lo que he alcanzado a ver entre 2010 y 2019, los 10 títulos que a mi juicio han destacado por encima de todos los demás.
Antes de reseñarlos, no puedo dejar de citar algunos que, con independencia de su calidad, han sido verdaderamente relevantes, bien por su temática, por su proyección social, o por su voluntad de exploración de perspectivas.
Hay que comenzar, cómo no, por Juego de Tronos. La que quizá sea la última serie de su clase ha llevado más lejos que ninguna la capacidad de la televisión (ya saben, en sentido amplio) para medirse de tú a tú con las grandes superproducciones. Tanto el despliegue de medios como su éxito probablemente no tendrán réplica en el futuro. Juego de Tronos es, a lo bestia, el ejemplo perfecto de lo que les sucede a muchas series de largo recorrido, que pasan de un inicio prometedor a consolidarse y alcanzar sus mayores cotas en torno a la mitad, para despeñarse sin remedio según se acerca su conclusión. En su caso, según crecía el presupuesto para los combates (algunos impresionantes pero muchos otros rutinarios y alargados en exceso), decrecía la capacidad de los guionistas para crear unas intrigas políticas mínimamente interesantes, ya no digamos con sentido. La falta de material original de George RR Martin a partir de la sexta temporada es una lacra que Weiss y Benioff no quisieron corregir, convirtiendo lo que primero fue una adaptación vibrante en un fanfic divertido, de puro esquemático y absurdo. No obstante, el impacto de la serie en la cultura popular y su capacidad para ser la comidilla semanal en todas las tertulias y redes sociales no tiene parangón.
Otra que tal baila es Breaking Bad. Iniciada en 2008, dio sus mejores frutos en las 3 últimas temporadas, que la alargaron hasta 2013. La química de guion que Vince Gilligan urdió es ciertamente satisfactoria, a pesar de que el conjunto da demasiadas vueltas sobre sí mismo y muchas de sus volteretas narrativas estaban pensadas para fascinar a quienes se deslumbran con lo más superficial, no tanto con cuestiones de fondo. Aun así, la construcción del villano total que es Walter White dejó por el camino un buen puñado de momentos icónicos.
La serie más pertinente de la década ha sido Black Mirror. Irregular por naturaleza, con algún capítulo irritante y solo unos pocos verdaderamente magistrales (San Junipero, El Odio Nacional, el especial de Navidad), lo importante en ella nunca ha sido el cómo sino el qué, al haber planteado una serie de pesadillas cotidianas perfectamente factibles, ligadas al desarrollo e implantación de tecnologías que ya están desembarcado entre nosotros, lo que la ha hecho imprescindible como material de discusión ética y social.
Por acabar con las series, me queda sitio para citar dos estandartes más de HBO como son Big Little Lies y la sensación del 2019, Chernobyl.
En cuanto a los largometrajes, ha habido, por supuesto, multitud de películas notables y sobresalientes en torno a toda clase de temas y venidas de todas partes del mundo. Por no hacer una lista kilométrica, citaré solo las del mejor director en activo, Paul Thomas Anderson (The Master, Puro Vicio y El Hilo Invisible, todas enormes), algunas por las que siento especial predilección, como Moonrise Kingdom, de Wes Anderson; Prisoners, de Dennis Villeneuve; Carol, de Todd Haynes, Paterson, de Jim Jarmusch o la reciente Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma; y otras que por su radicalidad y su apuesta decidida por romper moldes merecen señalarse, como son Amor, de Michael Haneke; Magical Girl, de Carlos Vermut; Qué difícil es ser un dios, de Aleksey German; The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer; y el folletín decimonónico de Misterios de Lisboa, de Raoul Ruiz.
Vamos, ahora sí, con el Top 10.
10. Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011)
El Oso de Oro en el festival de Berlín permitió a Asghar Farhadi salir de Irán para iniciar una carrera internacional, pero sus mayores obras siguen siendo las producidas en su país de origen, y ésta es la mayor de todas. Su nada disimulado gusto por el culebrón familiar encuentra aquí la precisión exacta para evitar el sentimentalismo a la vez que plantea cuestiones morales de calado, que asfixian a unos personajes cuyas buenas intenciones y su voluntad para resolver el conflicto no les bastan para salir indemnes de una encrucijada donde el entorno y la cultura imperantes complican las decisiones y obligan a tomar resoluciones incómodas para todos. Nader y Simin es una de esas películas que tiene en la seriedad y la transparencia con la que se enfrenta a su material el modo de fortalecerlo y sacarle todo el partido posible.
9. The Young Pope (Paolo Sorrentino, 2016)
Puede que La gran belleza eclipse al resto de la producción con la firma de Sorrentino, no ya de esta década sino de toda su carrera. Pero lo cierto es que los honores debería llevárselos esta serie. Lo que cualquiera hubiera esperado de su inmersión en las intrigas vaticanas es contemplar una sátira demoledora sobre el hedor que se desprende de la hipocresía y el comportamiento mafioso en la cúpula de la Iglesia, envuelto en la cada vez más barroca y delirante puesta en escena del director. Y bastante de eso hay, desde luego, en la historia de un ficticio papa estadounidense, joven y más que ultraconservador. Pero lo que nadie esperaba es que fuera mucho más allá de la parodia negra y aprovechara la coyuntura para llevarse el foco al terreno de la mística, configurando una especie de visión pagana desde el seno mismo de lo religioso. Sin rehuir ninguna de las contradicciones que corroen a la Iglesia Católica, Sorrentino lanza un personal alegato a favor de lo espiritual, y lo hace por medio de una narración complicada y exigente, que no se pierde en su complejidad sino que se crece en su permanente confrontación entre lo terrenal y lo celestial, entre lo ridículo y lo sublime.
8. Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013)
Estamos en un momento histórico donde la provocación ha perdido todo su valor intrínseco, no porque nadie se escandalice por nada sino por todo lo contrario, porque todo el mundo se escandaliza por cualquier cosa. Lars von Trier, que había hecho de la provocación su modo de vida, ha entendido mejor que nadie cuál es entonces el modo correcto de proceder. Seguir ahondando en unas maneras fílmicas que podrían redundar en lo que ya hizo en el pasado, en un contexto que no les favorece, no tendría sentido. Así que ha adoptado un tono burlesco que se ríe de sus propios planteamientos y entra en el juego metafísico de cuestionarlos y replantearlos continuamente. Lo hizo en su (divina) comedia La Casa de Jack, y antes en Nymphomaniac, su asombroso cuento que con la excusa del sexo, habla de amor y sexualidad, de la mujer (que en el danés ha sido siempre el núcleo de la polémica), de toda clase de expresiones culturales, y también de su propio juego narrativo. Por su extensión, Nymphomaniac bien podía haber sido una miniserie, lo que de algún modo también la pone en consonancia con su tiempo. Para más detalles, lean la crítica que escribí aquí sobre ella en su momento.
7. La Red Social (David Fincher, 2010)
David Fincher es uno de esos directores de enorme talento que depende mucho del guion que tenga entre manos para alumbrar una obra mayor. Pero cuando pesca uno como el de La Red Social se va a la estratosfera. En 2010, Facebook aún era la reina de las redes sociales, y su creador gozaba de un beneficio de la duda que se le fue viniendo abajo hasta convertirse en el personaje más bien impopular que es hoy, en consonancia con las sombras que se ciernen sobre su criatura por el uso que sus responsables hacen de ella (y la estrecha colaboración de los usuarios cuando les ponemos la información en bandeja). Aaron Sorkin se anticipó a la tormenta retratando con su mejor labia y mala leche los avatares de la creación del monstruo, donde ninguno de los implicados escapa ileso de su ambición, su soberbia, su competitividad desmedida. Y David Fincher tradujo la prodigiosa escritura de Sorkin en un ejercicio apabullante de dirección y montaje, donde todo se sucede a velocidad de metralleta, sin tiempo para esquivar los dardos ni procesar la información, como si estuviéramos inmersos en la misma desaforada carrera a muerte de sus protagonistas. Cuando llegue un momento en que Facebook y las redes sociales sean Historia, la película de Fincher seguirá teniendo vigencia no solo por su perfección técnica, sino por su rotundo acierto a la hora de airear los fantasmas de una sociedad donde la competencia y el crecimiento desmedido lo son todo.
A esta escisión de la película de los hermanos Coen en forma de serie ya le dediqué un extenso artículo, que incidía en sus numerosas virtudes como obra de material prestado: tres temporadas a modo de variaciones musicales sobre un mismo concepto, la capacidad para replicar todos los elementos vertebrales del original sin copiarlo descaradamente pero guardándole un respeto reverencial, y la valentía de tomar importantes riesgos narrativos y caer de pie clavando el salto.
Si la hasta ahora cima creativa de Matthew Weiner está en esta lista y en un puesto tan alto, es exclusivamente por el nivel exhibido en sus temporadas cuarta y quinta, ya que las dos temporadas de cierre caminaron sobre el alambre y aunque no llegaron a caer en el abismo, se quedaron por momentos peligrosamente cerca. Las tres primeras se emitieron antes de 2010.
De esta serie se ha alabado todo: el exquisito diseño de producción que recrea los años 60 hasta el más mínimo detalle, su enorme despliegue actoral, su constancia para mantener de continuo un tono sobrio pero estiloso y fino en cuanto a ritmo y dirección. Pero lo verdaderamente meritorio es que Mad Men no recurrió casi nunca a ninguno de los artificios que multitud de series y películas utilizan para alargar sus tramas, a veces sin venir a cuento (y que implican en gran medida muertes, asesinatos y violencia). Las armas de Mad Men fueron siempre puramente emocionales y psicológicas. Y éstas, a fuerza de dar vueltas y vueltas sobre sí mismas (lo decía al principio de este artículo, es lo que sucede con las series largas) acabaron desgastándose parcialmente en sus compases finales.
El mayor error de Weiner fue ensimismarse en su protagonista, Donald Draper, del cual tenía ya todo prácticamente dicho al cierre de la sexta temporada, y descuidar lo mucho que aún podía aportar sobre los co-protagonistas y secundarios, especialmente una Peggy Olson que se merecía más. Pero en el momento en que la serie estaba consolidada pero aún había mimbres que armar y aparecían los primeros riesgos formales y narrativos que se permitía (esto es, en la cuarta y quinta temporada), Mad Men explotó ofreciendo un capítulo magistral tras otro, llegando a unos límites de complejidad en su escritura y de elegancia en la ejecución que no lograba ninguna otra serie ni película.
4. Mad Max: Furia en la carretera (Geoge Miller, 2015)
Ésta podía haber sido una más de las resurrecciones de sagas ochenteras que han proliferado en esta década, pero lo que hizo George Miller fue ofrecer el mayor y mejor espectáculo imaginable, algo que ni las medidas entregas de Marvel o Juego de Tronos han podido igualar. En vez de tenerle miedo a su referente y caminar con pies de plomo para no desviartuarlo en exceso (algo que acaba consiguiendo normalmente lo contrario), Miller hizo punto y aparte. Desde el primer segundo, Fury Road es músculo, energía, determinación, incendio. Siendo toda ella hiperbólica, nunca cae en el esquematismo de las películas de acción convencionales, que magnifican y alargan hasta lo extenuante escenas cuya resolución es previsible. Y se las arregla para conformar un repertorio inacabable de coreografías que conducen a una verdadera apoteosis del movimiento, del cine, vaya. Todo ello con un potente trasfondo feminista y verde pero sin ningún atisbo de tontería o mensaje fácil.
3. Melancolía (Lars von Trier, 2011)
El maestro danés ha colocado dos de sus 3 películas de esta década entre las mejores. No es para menos. Melancolía estuvo a punto de valerle su carrera al presentarse en Cannes, merced a unas declaraciones que nada tenían que ver con el contenido de la cinta. Pero ésta es tan buena que ni eso la apartó de salir con premio, el de mejor actriz para Kirsten Dunst. La Palma fue para la mucho más complaciente El árbol de la vida, de Terrence Malick, que guarda no pocas similitudes temáticas con esta película, aunque las trata de manera radicalmente opuesta, como ya expliqué en mi primer artículo para esta revista.
Melancolía es una oda a la belleza, trágica, poética, a su modo esperanzada. El ser se presenta desde el principio en un contexto alejado de todo lo accesorio, del circo que rodea nuestra intimidad. La boda que abre la cinta es otra clase de circo desarrollado en un entorno más próximo, y la primera mitad del film se dedica a desmontarlo, a sacudirlo, a quitarlo también de en medio. Una vez reducido todo a sus mínimos elementos (quedan solo las hermanas y el hijo de una de ellas), se manifiesta nuestra soledad frente a la deriva de un mundo ajeno a nuestros problemas, que cuando se acerca a su fin por la inevitable colisón con otro planeta, y ante la falta total de asideros (no hay Dios, la familia es aquí un ente social tan artificial como cualquier otro, incapaz de dar la necesaria respuesta emocional a nuestra melancolía), ofrece solo la belleza como consuelo, como única verdad perpetua e irrefutable. La belleza es ese refugio en el que los tres personajes unen sus manos al final de la cinta para encontrar reposo mientras todo salta por los aires. De forma sublime.
2. Boyhood (Richard Linklater, 2014)
Richard Linklater ya había demostrado su capacidad para radiografiar la complejidad humana detrás de las historias más creíbles y sencillas. Lo hizo en su famosa trilogía Antes del amanecer/Atardecer/Anochecer, que fue madurando a la vez que sus protagonistas hasta alcanzar tintes casi bergmanianos en el extraordinario capítulo final. Boyhood condensó la sabiduría adquirida en dicha trilogía y elevó aún más su forma de transparente, honesta y virtuosa de reflejar el crecimiento personal y el paso del tiempo en toda su dimensión, a través del tránsito de la niñez a la juventud de un chaval cualquiera y su entorno filmado durante 12 años. No hay grandes hechos dramáticos en Boyhood, y los que hay siempre suceden en elipsis. Solo la vida que sigue, la experiencia que va abriendo camino.
1. Twin Peaks (David Lynch, 2017)
El compendio perfecto de todas las tendencias cinematográficas de la década es este regreso de David Lynch al formato largo despúes de 11 años de silencio, un tiempo que no desgastó su exhuberante hacer creativo sino que lo afinó hasta conducirle a la gran obra de su carrera.
Twin Peaks es una serie y una película, es una vuelta a un universo interrumpido 25 años atrás con su obligatoria dosis de nostalgia, pero también un irrefutable y decisivo paso al frente, hacia el futuro del cine. Cuando se anunció, los recelos ante el retorno de la más imperfecta de la series de culto eran muy fundados, pero el hecho de que sus principales creadores (el propio Lynch junto a Mark Frost) fueran a llevar el timón de principio a fin dejaba un rayo de esperanza. Lo que nadie esperaba es que Lynch y Frost no solo reflotaran todo lo que había quedado tocado cuando la serie original finalizó a principios de los 90, sino que lo elevaran hasta unos niveles de excelencia total haciendo gala de una libertad narrativa inaudita y dinamitando todas las expectativas del espectador para ofrecerle algo mucho más estimulante de lo que hubiera podido concebir.
Orbitando siempre en torno al que es el más universal y humano de los temas, el mal y su eterna pervivencia, la tercera temporada de Twin Peaks reubica toda su mitología expandiendo el alcance de sus elementos, los que ya planteó en el pasado y los que añade en esta tirada. Lo hace eludiendo cualquier vuelta obvia sobre ellos, pero sin cambiar para nada la esencia original de la serie. Trata a todos sus personajes con el cariño que se les guardaba, pero no reitera nada que ya supiéramos ni tiene miedo de empujarlos hacia destinos inesperados, recrea todas las situaciones reconocibles del producto original pero no se reduce a calcarlas, sino que las descompone, las entremezcla y después las encadena en un puzzle de una aplastante lógica interna que sin embargo no responde a otro canon que el que establece la propia narrativa de la temporada. Cualquier cosa puede suceder de cualquier forma en cualquier momento, y todo lo que sucede no solo no resulta previsibible sino que da siempre con la respuesta correcta incluso cuando se atreve alterar lo ya pasado, sin que resulte de ello ninguna incoherencia, todo pasa a integrarse en el corpus como parte fundamental.
Twin Peaks se convierte así en un fascinante laberinto que acumula una escena antológica tras otra, con un manejo ejemplar de los tiempos y los espacios mientras se pasea saltando como si nada del absurdo kafkiano a la sitcom, de la pesadilla a la luz, de la comedia negra y el pulp al videoarte, del policíaco al musical; en la que es sin duda la obra audiovisual más arriesgada, contundente y definitiva de su tiempo.
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En los hipervínculos de las películas pueden encontrarse las críticas publicadas en hypérbole
Excelente, como es habitual, tu exposición, por más que tus predilecciones sean objeto de -me temo- interminable pero jugosa discusión. Yo, por ejemplo, odié Magical Girl, olvidé enseguida el especial de Navidad de Black Mirror y la “Roma” de Cuarón me pareció un truño pretencioso, pero ninguno de estos hitos está entre tus Top Ten definitivos. Me gusta mucho este inicio de frase tuya: “En vez de tenerle miedo a su referente y caminar con pies de plomo para no desvirtuarlo en exceso (algo que acaba consiguiendo normalmente lo contrario)…”. Hoy he visto El crack cero, de Garci, y en efecto es cero pero cero patatero. Consigue realmente lo contrario. Se estrenó el pasado octubre, e ignoro que éxito de crítica tuvo. Yo debo ser nostálgico, como tú mismo señalas, de esos ochenta que alumbraron El crack uno, la cual, creo, era demasiado buena para ser cierta, para ser española y para ser de Garci. No tengo nada en contra de Garci: a mi amigo Alfonso le gustan muchas películas suyas y supongo que lo que le ocurre es lo que me ocurriría a mi en su lugar, que demasiada admiración por los clásicos le impiden hacer nada propio, y todo le sale pastiche. Pero es que que El crack cero ni siquiera es pastiche de sí misma. El pobre chico al que tentaron con sustituir a Alfredo Landa sin tener sus ojos de buenazo ha picado en todos los anzuelos envenenados, de modo que ha convertido a un personaje hispánico y brutico de puro sencillo en un tipo afectadísimo y sofisticado que ya no interesa lo más mínimo a nadie. Resulta que ahora lee libros, gusta a las mujeres, dice sensiblerías sobre perfumes y es hasta meta-narrativo, pues todos a su alrededor y hasta él mismo aluden a la idiosincrasia del detective de novela. Mi pregunta es: ¿cómo se puede entender tan mal la propia obra anterior, como se puede desvirtuar hasta ese punto, utilizando tus mismas palabras?
El crack uno tenía un guionista colaborador de Garci, entiendo que era él el verdadero “crack”. Las historias de detectives deberían ser la historias de algo así como el último hombre justo en una ciudad e incluso un mundo de mierda. Ese hombre, ya que no puede más que sufrir el desarraigo no únicamente de estar solo, sino de vivir acosado por la impostura de las virtudes que sólo él posee pero en su propio perjuicio, sobrevive a duras penas y carga con un dolor indecible y oscuro. Sorprendentemente, Alfredo Landa, cateto a babor, fue ese hombre en dos películas. En el crack cero se ha intentado dar forma a ese dolor, y el resultado es un tópico aborrecible, con final de autocita -otra venganza personal, pero esta vez con el beneplácito de las autoridades. Sólo el personaje del Moro está bien logrado, aunque sólo sea por el simple hecho de que no se puede fallar en todo…
Lo que venía a decir es que sí, que el pasado del cine hay que dejarlo tranquilo pese a tus elogios de la nueva Mad Max, que no he visto. Empieza otra época, que tú has descrito rápido pero bien. Que arriesguen, como pide Scorsese, y como se cumple en Paterson, película aparentemente anodina pero que cuesta olvidar. Permíteme decir, desde la altura de mis casi cincuenta, que un siglo después de El gabinete del doctor Caligari el listón está pero que muy alto…
No puedo decirte nada acerca de El crack, dado que no he visto ni las antiguas ni la nueva (y muy minoritaria entrega. A pesar de que la crítica la trató bien, la taquilla fue paupérrima).
Lo que sí te puedo decir es lo que ya digo en el artículo,: tanto Mad Max como Twin Peaks (como Fargo, si me apuras) toman el material pasado para proyectarlo hacia el futuro con una valentía y un aplomo descomunal, mientras que tantas otras películas o series que en esta década han pretendido lo mismo (Blade Runner, Star Wars, los remakes de Disney, Jurassic World y un largo etcétera) o se han quedado a medio camino o no han sabido actualizar nada de sus referentes, quedando como innecesarias extensiones de universos agotados.
Lo malo es que con técnicas como el Deep Fake y otras el pasado cinematográfico se va a convertir en la mina de la falta de imaginación actual, por eso yo propondría lo dicho, una especie de espacio iconográfico protegido para las producciones anteriores al 2000: se miran pero no se tocan….
El crack 1
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