Hay muchas maneras de escuchar musica. Siempre me ha fascinado y producido envidia la de esos que saben todo de los músicos que les interesan: el año de publicación de cualquier álbum, el nombre de cada canción aunque sea en inglés y no sepan inglés, la fechas de cada concierto memorable en el que quizá estuvieron. También algunos necesitan escuchar su música en magnificos aparatos de sonido perfecto o son de los que les gusta concentrarse en la música y no hacer otras cosas y toleran mal el tintineo de los hielos en los vasos, las conversaciones en voz baja y el humo de los cigarrillos, cuando había humo en esos garitos donde escuchabamos jazz.
Reconozco que yo no soy así. De jóven la musica me llegaba por la radio y muy a menudo no conocía el nombre de canciones que, sin embargo, me conmovían mucho y necesitaba volver a escuchar. La música formaba parte del escenario de mi vida pero no la controlaba, dependía mucho del azar, de que alguien me descubriera algo, de que por fin me hiciera con un casete para tenerla a mano, de que apareciera en el aire por sorpresa. A veces también llegaba por los libros. Trato de recordar ahora la primera vez que leí “El Perseguidor” de Cortázar (quizá en el 79) cuando ya estaba metido en el mundo que creaba “Rayuela”, un poco mágico, donde las cosas se comienzan a mirar de otra manera, donde surgen conexiones que se interpretan o llevan a lugares inesperados. Cortázar hablaba del jazz, de esa música sin partitura que se creaba de nuevo en cada actuación, con cada músico, que debe de salir de algun sitio interior muy caliente porque trata de describir otra realidad que ni el propio músico sabe que existe hasta que consigue vislumbrarla algunas noches y entonces entra en un estado de éxtasis que también inunda a los espectadores.
Una música que contiene toda la angustia de la tragedia humana y también toda la alegría, el anhelo de un paraiso posible que solo puede alcanzarse con ciertas ceremonias muy inciertas, explorando territorios que podrían no existir pero que no se pueden dejar de intentar conquistar, por ejemplo, a través de un saxo, que parece poder expresar las emociones más profundas de maneras insospechadas, alterar la conciencia y el tiempo (“Esto lo estoy tocando mañana” dice el Parker de Cortázar) y abrir algunas puertas que, hasta entonces parecían cerradas, a paraisos emocionales de los que ya no es fácil volver, porque la realidad cotidiana no ofrece cosas parecidas o porque hay gente a los que la angustia les muerde todas las horas del día porque les siguen sangrando todas las heridas que en realidad tuvieron o se imaginaron.
Sabía que a Bird lo destruyó la heroína, que le costo mucho dominar el instrumento y que fracasó al principio al intentar un sonido nuevo, que estuvo en Paris, que le gustaban las mujeres, que murió muy jóven, que el gran Clint Eastwood hizo una magnifica película (“Bird”) sobre su vida. Aprendo en este estupendo artículo que acabó con el Swing y creó en Bebop, que se encontró en el Savoy Ballroom de Harlem con Dizzy Gillespie, que, luego, en el Minton´s Play house tocaba con Thelonius Monk y que en 1947 armó un quinteto donde estaba ya el jóven Miles Davis.
Me entero que solo había nacido un año antes que mi padre y que hoy cumpliría cien años. Lo que es un pretexto para volver a escuchar “April en Paris” o “Summertime” o para ver los programas que le dedicó “Jazz entre amigos” o para volver a ver “Bird” o leer a Cortazar. Justo ahora, cuando más lo necesitamos, no solo para escaparnos de la pesadilla que vivimos sino para no olvidar cuales son las cosas que realmente amamos y a las que no estamos dispuestos a renunciar.
Cortázar en su cuento sin trama lo flipó en colores, y por eso decidió que mejor iba a cambiarle el nombre al personaje. Por eso y para sustituir la adicción a la heroína por asombrosas intuiciones metafísicas…
Estupendo recuerdo.