El cincuentenario de la aparición de la antología Nueve novísimos (poetas españoles) que comandara José (Josep, más tarde) María Castellet y Díaz de Cossío (Barcelona 1926- Barcelona 2014) no solo ha pasado desapercibido para el gran público, sino también para el público aferrado a viejos hábitos de lectura. Incluso para los grandes suplementos literarios y culturales –pocos– que van quedando, y que en estos meses de pandemia no han tenido el recurso de levantar la mirada hacia 1970. Y ello contrasta con el ruido mediático, académico, cenacular y poético sostenido en el lejano año citado de 1970.
Un ruido que duró casi todo un año –desde medidos de 1970 hasta finales de 1971– y que reflejaba tanto el interés por las formas de expresión poéticas rejuvenecidas, como el reproche realizado al antólogo, que venía de propuestas y metodologías anteriores, más asentadas en el Social realismo y que, de la noche a la mañana, apostaba –como un signo de los tiempos no sólo nacionales– por otra sentimentalidad poética y por otros juicios críticos que acabarían dando lugar a la oposición –escasamente operativa– de Los Venecianos frente a Los de la berza. Incluso a un trasunto de la Escuela de Madrid frente a la Escuela de Barcelona, dada la superioridad del litoral mediterráneo en la lista antologizada (cuatro barceloneses, dos agregados de Valencia y Alicante y uno más de Cartagena, frente a la escuálida brevedad de la Meseta madrileña con un solo representante como fuera Panero y la lateralidad albacentense de Martínez Sarrión). Pura asimetría poética nacional, sin presencia de gallegos, vascos, canarios o andaluces.
El prólogo de Andreu Jaume al texto inédito de Juan Marsé Viaje al Sur (2020) elaborado entre 1962 y 1063, da cuenta de esa asimetría citada –entre realismo y formalismo– que en el entorno de principios de los sesenta, se produce entre los viejos pontífices del Realismo Social (entonces Castellet y Barral sobre todo, y el equipo editorial de Seix Barral) y su deriva posterior hacía posiciones ‘novísimas’ o si se quiere neo-formalistas. De tal suerte que el considerado “joven escritor obrero” –en alusión al trabajador manual Juan Marsé–, no obtuviera el premio Biblioteca Breve de 1960 con su obra Encerrados en un solo juguete, “por no cumplir con las expectativas del recetario propio del realismo social”. Es decidir que el prejuicio estilístico y formal llegaba a sospechar que la literatura de un obrero no se acomodaba a los preceptos fundamental del realismo social. Expectativas que a lo largo de la década irían declinando hacia ese nuevo continente temático, formal, cultural e ideológico que daría cobertura a fenómenos tan singulares –al menos en la Barcelona de las editoriales, el diseño, las revistas, Bocaccio y de la escuela de Cine homónima– de la Gauche divine, como expresión controvertida e irónica. Que llegó a merecer un trabajo expositivo de Manuel Vázquez Montalbán en Triunfo en enero de 1970 con ilustraciones de Nuria Pompeia, que denominaba Informe subnormal sobre un fantasma cultural. Y que retomaba parte de las tesis expuestas por MVM en su Manifiesto subnormal, publicado el mismo año en la editorial Kairós, referencia para ese gauchismo cultural. Trabajo periodístico que da cuenta de un debate reciente donde anota entre otras generalidades, hasta un retrato robot de este colectivo de inconformistas: “Es ‘Gauche divine’ todo lo que es izquierda intelectual, cultural o artística, e inmediatamente han descalificado el sentido del realismo que puedan tener izquierdistas tan amables”. Sentido de realismo no sólo político sino también relacionado con el declive advertido del Realismo social en el territorio de las artes y la cultura como santo y seña de una forma de entender el compromiso político en el territorio artístico.
Junto a la proximidad de lo conocido por Castellet –sectarismo o parcialismo barcelonés, para algunos, como ya vemos– conviene detallar no sólo el trabajo del antólogo en la selección, sino el ensayo preliminar que da forma en sus 47 páginas a ‘sus nuevas obsesiones’ críticas y sentimentales. Obsesiones sentimentales o neo-sentimentales, como se desprende de la dedicatoria: a Pedro (luego Pere) Gimferrer –que le ha ayudado considerablemente en la antología; los malvados dicen que la antología es casi suya–, a Ana María Moix –una debilidad senil–, a Aretha Franklin, a Jullie Driscol –cuya música le acompañó a Castellet en la relación del prólogo-tormenta– y a Mae West –como nota Camp de todo el tinglado–. Nuevas obsesiones, Nueva sensibilidad y Nueva sentimentalidad, visibles desde los epígrafes del ensayo-tormenta referido ya. Baste recordar que los epígrafes citados viajan desde el más evidente de ‘La nueva sensibilidad’, a la más comparativa massmediática ‘De Yvonne de Carlo a Ernest o Guevara’ o al sospechoso e indicativo ‘¿Una generación de cogitus interruptus? Sin olvidar la nómina de las referencias autores citados como engranajes conceptuales, que viajan desde Umberto Eco a Marshal McLuhan –más cercanos a la teoría de la comunicación que a la teoría poética–, desde los nuevos iconos: Roland Barthes a Susan Sontag, quedando el recurso literario referido finalmente a Scott Fitzgerald –tanto en la Justificación como en el Prólogo–. Digno representante, por demás Scott Fitzgerald, de la generación perdida, quizás en una auto confesión proclamada por Castellet, miembro de otra Generación perdida. Que viajaría, por tanto, de su Generación Perdida de postguerra a la Generación del Cogitus interruptus de la nueva prosperidad de la década de los sesenta.
Y es este uno de los puntos débiles de la repetida antología: presentar como grupo unitario lo que solo son afinidades generacionales y tendencias generales en la sociedad y en la cultura. Esa es, por otra parte, la afirmación de Castellet en el cuarto epígrafe del prólogo, Del oficio de poeta, en su particular cuarto punto cuando habla de las Tensiones internas del grupo. Tensiones que Castellet minimiza y edulcora, al fijar las desavenencias grupales exclusivamente a la sola “tensión que significa la coexistencia de lo que podríamos llamar doble interpretación del fenómeno camp: como posibilidad de preconizar una poesía que arranque de la cultura popular o como asunción esnob, aristocratizante de los mitos populares”. Extremos que tratan de minimizar el conflicto grupal de manera desviada a la asunción o no de lo Camp. Como si no hubiera habido otras diferencias conceptuales y estilísticas. Martínez Sarrión –otro de los antologizados– era más preciso en sus matizaciones realizadas a Eduardo Chamorro (Sarrión un ‘novísimo’ fronterizo, Triunfo, 16 enero 1971). “La coherencia de los que, en la antología de Castellet, aparecíamos era bastante aleatoria y, por ende, nuestra desvinculación bastante lógica”. El sólo recurso clasificatorio de ‘Los seniors’ y ‘La coqueluche’, por una fecha-frontera como fuera la de 1939/1942 no daba pie argumental para introducir lo Camp como fiel de la balanza analítica, cuando había otras cosas en juego: desde la revitalización de ciertas vanguardias, el agotamiento de la formula social realista, la relectura del Surrealismo a través del Segundo Postismo y las nuevas Mitología de la modernidad–incluso en el seno de la España franquista–. Lo que todo ello revelaba era un doble fenómeno: la aparición de nuevas voces jóvenes y el agotamiento de los modelos previos ahormados por otros procedimientos expresivos.
Otra visión diferente, sería la sostenida por Caballero Bonald en el mismo medio semanal (Triunfo, 27 diciembre 1970, Ultimas escaramuzas de la virtud o los infortunios de la poesía española, con un título digno del XVII francés), donde el primer epígrafe ya daba pie para entender la posición personal del escritor jerezano. Bastaría recurrir al enunciado del epígrafe señalado, Las modas culturales y las trampas de la mitología, para adivinar el desarrollo siguiente y la posición de JMCB. Desde el recuento de edades y trayectorias: “Cuando Nora o Celaya (por hablar solo de los viejos pioneros) trabajaban en sus poesías más férvidamente políticas, Guillermo Carnero, Félix de Azúa o Vicente Molina debían de andar practicando ejercicios de redacción para ingresar en el bachillerato”. Hasta el cuestionamiento de la invocada mitología de los nuevos mass-media: “Me resisto, si embargo, a aceptar que todo ese sórdido repertorio educativo de los mass media sea utilizado como diagnóstico de una nueva manera de actuar de la poesía”. Pasando por las dudas del experimentalismo poético y el lastre social: “Yo creo, con las debidas salvedades, que desde un buen trecho de la obra de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a otro buen trecho de los ‘novísimos’ agrupados por Castellet, nuestra poesía se ha entregado a muy restringidas e hipotéticas aventuras, aún más mediatizadas sin duda, por los encarnizados acosos de nuestra historia social”. Para concluir con el aviso a caminantes y lectores presente y futuros: “Ahora mismo – a treinta años del siglo XXI: increíble computo– esa red de vasos comunicantes persiste de alguna letárgica manera, aunque se hayan modificado (modernizado) ciertos sistemas de inducción. Sin ir más lejos, entre un Gil de Biedma y un Vázquez Montalbán, entre un Valente y un Molina Foix, entre un Barral y un Félix de Azua, entre Ángel González y alguien que provisionalmente no es ni Guillermo Carnero ni Pedro Gimferrer, los propósitos y tramitaciones dentro de la actualizada tramitación de una poética, aún sin ser intercambiables, coinciden en los generales modos de entender qué nueva violación crítica del lenguaje hay que concebir para que la poesía escape de la servidumbre a que la somete la historia”.
No en balde, la entrevista que realizara Manuel Vázquez Montalbán–uno de los poetas antologizados, y activísimo en el periodismo cultural del momento, sobre todo en el semanario Triunfo, que en 1969 había experimentado un giro en su trayectoria, en sentido inverso al constatado por Castellet– en el referido Triunfo (19 diciembre 1970), sobre los problemas de la antología fue denominada, y no casualmente, Castellet o La ética de la infidelidad. Y es que José María Castellet venía de realizar dos importantes antologías poéticas previas que habían definido el horizonte poético de la década de los sesenta: Veinte años de Poesía española (1939-1959), realizada en 1960, y la actualización de 1964 denominada Un cuarto de siglo de Poesía española (1939-1964). Años centrales, los finales referidos en los periodos citados, del devenir del franquismo realmente existente, por más omisión que se practicara en círculos culturales de oposición del oficialismo franquista de ese periodo. 1959 señala la apertura económica del Plan de Estabilización, con la consiguiente liquidación de la Autarquía y del dominio azul en las mesas de gobierno del dictador Franco, con el consiguiente aterrizaje de los tecnócratas y asimilados del Opus Dei en el Palacio del Pardo. De igual forma que 1964 es el año emblema de la llamada apertura de Fraga –desde el Ministerio de Información y Turismo– donde da salida a la Ley de Prensa e Imprenta y a la supresión de la censura previa. De igual forma que 1959 contabiliza el año del homenaje a Antonio Machado –que viene a comandar el influjo principal de las antología de Castellet de 1960 y de 1964– en Colliure, y en 1964, se asiste al despliegue propagandístico de la campaña de XXV Años de Paz. Esas eran las coordenadas históricas del trabajo de Castellet, que no podemos olvidar, en un década por demás denominada –por muchas razones– como década prodigiosa, al contemplar acontecimientos que marcarían el final del pacto suscrito en 1945 con la finalización de la Segunda Guerra Mundial y el reforzamiento del Estado del Bienestar en Estados Unidos y en la Europa de la reconstrucción.
Donde lo más sorprendente de las citadas antologías castelletianas, no fue la profesión de fe en torno al realismo poético, cuasi militante, sino la exclusión en ambas piezas de la presencia de Juan Ramón Jiménez, en detrimento del ascendiente de Antonio Machado. Omisión e inclusión que a juicio de algunos tenia una clara responsabilidad en la persona de Jaime Gil de Biedma –artífice oculto o responsable intelectual de las antologías castelletianas, según algunas versiones conocedoras de la intimidad de los trabajos–. Años después en una entrevista de José Hierro –que no se declara en contra de la Poesía Social– en Triunfo, septiembre de 1970, sostiene “Se ha escrito de Jiménez–como diría Cernuda– clasificándole de ahistórico. ¿Y el poema Espacio? ¿Y la Tercera Antología?”. Demostrando la largas desavenencias producidas años más tarde por Veinte años de Poesía española (1939-1959) y por Un cuarto de siglo de Poesía española (1939-1964). Y a propósito de Castellet y su última antología, mantiene. “Decía antes que Castellet sigue siendo el mismo, y lo repito. No se ha pasado a un esteticismo delirante como algunos suponen. Pero ocurre que las circunstancias han cambiado, y se aplica su esquema de entonces surgen ‘los novísimos’, no todos con calidad, es cierto. No obstante, hay en la selección dos nombres que destacan por ella, los de Gimferrer y Vázquez Montalbán dos poetas primerísimos en sus distintas líneas”. Valoración que Hierro aprovecha para fijar otro punto crítico de Nueve Novísimos, el de las ausencias, que en su caso se refiere a Félix Grande. Lista que luego veríamos crecer con casos como José Miguel Ullán, Jenaro Talens, Antonio Colinas, Luís Alberto de Cuenca o Luis Antonio de Villena. Lo más llamativo de la omisión de Grande, quedaría reflejado con el comentario de Vázquez Montalbán a la aparición de Biografía, que dio pie para escribir: “Cuando un hombre de treinta y cuatro años ha publicado ciento veinte excelentes poemas huyendo de la soledad, se ha autolegitimado poéticamente, por encima de su bioquímica y su biografía”.(Triunfo, 4 diciembre 1971). Similares razones argumentales, exponía Vázquez Montalbán días más tarde (18 diciembre 1971) al hablar del trabajo de José Batlló Canción del solitario, donde destacaba el papel fundamental de Batlló como editor de la colección de poesía El Bardo. Y que dejaban ver, ambas reseñas, una enmienda parcial a la lista de antologizados por Castellet.
Seis años más tarde de la segunda de las antologías citadas y sólo un año más del trabajo singular y sorprendente de Castellet, Lectura de Marcuse, se produce lo que algunos vieron como un manifiesto-programa de la nueva sensibilidad poética y no solo poética, transpoética podríamos decir sin ambages. Son momentos en los que está en boga la llamada sensibilidad Camp, que introduciría entre nosotros la crítica americana Susan Sontag –que sería entrevistada por Vicente Molina Foix, otro de los Novísimos, en Triunfo, a finales del verano de 1970– y que daba cuenta del ascenso de la nueva revisión crítica sobre valencias modernas y la aparición en lontananza del Posmoderno. Sensibilidad Camp que ya había sido definida por Castellet como parteaguas del debate poético entre el popularismo subcultural y el vanguardismo elitista y esnob. De igual forma que se empezaba a teorizar y a empatizar con el mundo de la subcultura, universo al que el referido semanario Triunfo –un referente, no sólo del antifranquismo sino de muchas posiciones culturales de estos años que se mostraron desde sus páginas–. Así por ejemplo el número del 7 de julio de 1970 estaba dedicado a la Subcultura. Donde el texto de Luis Dávila –uno de los seudónimos del Vázquez Montalbán en el semanario– escribía y no casualmente sobre Televisión frente a Literatura, dejando abiertas las puertas de su conexión cultural en 1970, como había hecho ya, en 1964, Umberto Eco con el mundo de los Mass-media en su trabajo Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas.
El caso de Vázquez Montalbán –merecedor de una revisión más detallada en su importante obra literaria y periodística–, con su trabajo de análisis de los mitos populares –propios del Camp, central a juicio de Castellet en la divisoria del grupo poético– que ejecutara en 1969 con su Crónica sentimental de España, y su pertenencia militante al PSUC, ejemplifica otra divisoria importante, no sólo en el grupo de Nueve novísimos, sino en las valencias culturales y políticas de estos años posteriores a Mayo de 1968, a la invasión de Praga y al final del proceso del llamado Socialismo de rostro humano checo: el comienzo del desencanto del proyecto transformador de la sociedad que había amparado el socialismo democrático y el socialismo real. Por más que en estos años y desde Italia se comenzara a hablar de un Comunismo democrático –distinto del soviético, geriatrizado, fosilizado y anclado en la Guerra Fría– que acabaría dando salida a la fórmula del Eurocomunismo. Más atento al escaparate electoral –en Italia y en Francia pese a George Marchais, aún no en la España franquista– que a la reflexión programática aún liderada por Gramsci y por Althusser y plagada de adherencias políticas complejas.
Junto al cambio de modelo crítico-analítico (Frye versus Plejanov, citado más abajo), señalar el peso y conciencia de las mitologías de la modernidad –Cine, Comic, Música Pop-Rock, cultura antiautoritaria, nuevo erotismo, nueva política– a las que Triunfo dedicaba en febrero de 1971 un peculiar recorrido extraordinario: Mitos del siglo XX. Con un texto –del ya a estas alturas, imprescindible Vázquez Montalbán– tan enigmático como previsible: El final de la aventura. Que retomaba parte del sentido del marcusiano texto El final de la utopía y de su personal Final de trayecto. Y donde podía leerse. “La sociedad de consumo ha creado finalmente una insólita fórmula de ‘aventura imaginaria’. Ha convertido en aventureros a los más serios revolucionarios. Cuando un industrial de la mitomanía enmarca al Che en un poster y lo pone en circulación lo ha convertido en Billy el Niño o al menos la inmensa mayoría de receptores lo usan en ese sentido. Un poster del Che en un conjunto decorativo burgués Avant Garde es un pellizco de emoción armónicamente combinado…El Ché en la pared es el pozo oscuro de la historia, como un complemento ornamental en la asepsia bidimensional, metálica y lacada en blanco de la madriguera”
Bastaría releer el final del texto de MVM a la referida entrevista a Castellet, para ir atando cabos sueltos: “Cuando releo las notas que tomé a lo largo de la entrevista de Castellet han pasado algunos días. El clima de la ciudad, del país, del mundo intelectual, de todos los mundos que sobreviven y se mezclan sobre nuestro suelo ha cambiado. La realidad histórica ha roto el mundo de cristal crispado, quebradizo, histérico más que histórico…Esta charla con Castellet se me sitúa ahora en su verdadero lugar, del que nunca debiera haberse apartado la polémica interna de la cultura progresiva. En Burgos se está celebrando un Consejo de Guerra. La ETA ha raptado a un diplomático alemán. Se viven hora importantes. Castellet puede vivirlas como el que más. Lo cual no le impide estudiar mística judaica para descifrar a Espriu, ni comprender que en este logro le es más válida la Anatomía de la crítica del señor Frye que Arte y sociedad del amigo Plejanov”.
La historia en el tramo final del franquismo y a las puertas de la llamada –y sentida modernidad cultural–. Una servidumbre, por ello, como la oteada a los 30 años de la publicación de Nueve novísimos y de la reedición postergada –sistemáticamente negada por Castellet–, que dio lugar al trabajo de Fernández de la Sota, Nueve viejos novísimos, donde ya se adelantan las trayectorias verificadas desde 1970. “El tiempo ha realizado su inevitable criba sobre aquellos novísimos poetas que hace tiempo dejaron de serlo. Martínez Sarrión escribe en su diario y habla de cine en el programa de José Luís Garci; Félix de Azúa publica sus novelas y le lee la cartilla a Haro Tecglen subido en su columna de El País; José María Álvarez se convierte en figura de cera de su propia museo; Gimferrer, como dijo Montale de Borges, es muy capaz de introducir el universo de la literatura en una caja de fósforos; Vázquez Montalbán persigue por El Zócalo de México al carismático subcomandante Marcos lo mismo que a una novia; Molina Foix sigue siendo moderno y simpático; Carnero sigue escribiendo ‘limericks’ más o menos camuflados; Ana María Moix sigue siendo hermanda de Terenci, y Leopoldo María Panero, quizás el más brillante de los nueve novísimos, junto con Gimferrer, arrastra todavía su sombra de poeta maldito y genial por los psiquiátricos de media o toda España”.
El juicio del cincuentenario –desaparecidos Manuel Vázquez Montalbán, Ana María Moix y Leopoldo María Panero– habría que circunscribirlo a los autores supervivientes. Félix de Azúa y Vicente Molina Foix, desertaron de la clave poética, por más que el último dedique buen número de páginas de su falsa novela El joven sin alma (2017) a la génesis formativa del grupo de poetas. Mientras que Azúa en su proyecto autobiográfico: Autobiografía sin vida (2010), Autobiografía de papel (2013), Génesis (2015), apenas dedique un comentario a su militancia ‘novísima’. Resistentes quedan Guillermo Carnero y Pere Gimferrer, con tonos diversos. El primero de ellos con el meritorio Dibujo de la muerte (1998, reedición 2010) y con el cierre crepuscular del Jardín concluso (2020). Obras que contiene libros anteriores como Verano inglés (1999), Espejo de gran niebla (2002), Fuente de Médicis (2006) y Cuatro noches romanas (2009). Y aparcados Martínez Sarrión –tras su elogiosa obra memorialística, sólo contaría con su última aparición Farol de Saturno (2011), tras la antología de 2005, Última fe (Antología poética 1965-1999), edición Ángel L. Prieto de Paula–; y José María Álvarez, resistente de su ciclo lunar (Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas, 2008; Los obscuros leopardos de la luna, 2010 y Como la luz de la luna en un Martini, 2013