Uno de los libros más extraños que he leído en mi vida es El enamorado de la Osa Mayor, del polaco Sergiusz Piasecki, al cual nadie conoceréis porque no figura en ningún canon ni historia de la literatura elaborada por el hombre (ser humano, quiero decir, que el castellano, a diferencia del alemán, es traicionero para estas cosas). Yo mismo, que le he leído, sería incapaz de recordar su nombre, al margen de no saber pronunciarlo. El enamorado de la Osa Mayor fue escrito por este tipo que sólo ha metido media uñita en las letras universales cuando languidecía en la cárcel por bandolerismo en 1937. Ya no recuerdo si escribió algo más, o si murió finalmente en la cárcel, ni siquiera tengo la cultura suficiente como para recordar en qué conflicto andaba metido su país por aquellos años, poco antes de la Segunda Guerra Muncual. No voy a consultarlo, que el lector lo haga si siente el aguijón de la curiosidad, a mi eso no me importa demasiado ahora. Ese tipo de detalles suelen ser valiosos sobre todo para las naciones que necesitan crear sus símbolos culturales y pasearlos por el mundo, al igual que nosotros paseamos a Cervantes por el planeta como si fuera nuestro abrigo de visón. De modo que dejemos que sean los polacos los que calibren el marco histórico del relato, su fidelidad a cierta causa política u otra, y si van o no a obligar a su población a leerlo. Polonia, de todas formas, ha visto nacer grandes autores, y no sólo en Literatura. Andan, pues, servidos, en mi opinión, eso no es, insisto, problema nuestro ahora. Cada palo aguante su vela cultural.
Pero digo que este libro es extraño porque este Piasecki no es ningún escritor profesional ni siquiera avezado, sino tan solo un aficionado entusiasta. Es decir, no es extraño como lo es un experimentador literario pelmazo o fascinante o cocainómano o suicida pero en cualquier caso candidato a llevarse todos los premios. La narración es ligeramente lírica, pero sumamente lineal, tradicional e incluso repetitiva. Excepto alguna que otra recalada en un calabozo, el protagonista y sus compañeros hacen lo mismo todos los días, una vida salvaje, fuera de la ley, totalmente física y hasta peligrosa. Seguramente el escritor, que rememora su propia existencia, habría abreviado el número de páginas del libro de haber tenido más recursos estilísticos o conciencia del oficio. Pero a mí personalmente me gusta así, en bucle, no en vano he leído los veinte episodios de Aubrey & Maturin, que a ojos del profano son idénticos, y me hubiera leído otros veinte de no haberse muerto O´Brian. Hay un peculiar placer en esa eternidad de mecerse en la hamaca de los días repetidos, cuyas variaciones son tan infinitesimales como estimulantes. La gente que vive así suele ser mucho más feliz que los que ansían el cambio constante, las experiencias sin límite, los nuevos horizontes, ignorando que Cronos devoró a sus hijos. “Rutina” es un término que los primeros millonarios norteamericanos (véase Thorstein Veblen) y la modernidad estética de todo pelaje ha convertido en injustamente impopular. Pero… ¿quién no quisiera para sí una rutina como la de la juventud de este Piasecki, que él mismo resume de esta manera en la introducción a su novela? (quien se sienta molesto por la segunda frase, que cambie “mujeres de bandera” por el género que le venga en gana, y que no vea, por favor, ninguna celebración de la explotación en ello):
Vivíamos a cuerpo de rey. Bebíamos como cosacos. Nos amaban mujeres de
bandera. Gastábamos a espuertas. Pagábamos con oro, plata y dólares. Lo
pagábamos todo: el vodka y la música. El amor lo pagábamos con amor, el odio
con odio.
Me gustaban mis compañeros porque nunca me habían defraudado. Eran gente
sencilla, sin formación. Pero, a ratos, me dejaba boquiabierto lo
extraordinarios que podrían llegar a ser. Y, en aquellos momentos, le daba
las gracias a la Naturaleza por haberme hecho un ser humano.
Me gustaban los maravillosos amaneceres de primavera, cuando el sol retozaba
como un chiquillo, derramando por el cielo colores y centelleos. Me gustaban
los cachazudos ocasos de verano, cuando la tierra exhalaba chicharrina y el
viento acariciaba con ternura los campos olorosos para refrescarlos.
Me gustaba también el otoño abigarrado, embelesador, cuando el oro y la
púrpura caían de los árboles y tejían tapices floreados sobre las veredas,
mientras unas neblinas canosas se columpiaban, colgadas del ramaje de los
abetos.
Me gustaban también las gélidas noches de invierno, cuando el silencio
convertía el aire en una masa pegajosa y la luna meditabunda adornaba la
blancura de la nieve con diamantes.
Y vivíamos entre aquellos tesoros y aquellas maravillas, envueltos en
colores y centelleos, como niños extraviados que de pronto despiertan en un
cuento de hadas. Vivíamos y luchábamos, pero no por unos despojos de
existencia, sino por la libertad de ir de un sitio a otro y trabar
amistades… En nuestras cabezas bramaban los vendavales, en nuestros ojos
jugueteaban los relámpagos, bailaban las nubes y se reían las estrellas.
Salvas de carabinas nos daban la bienvenida y nos despedían, muchas veces
anunciando una muerte que bailaba impotente a nuestro alrededor sin saber a
quién raptar primero.
A menudo, el placer de vivir me dejaba sin aliento. De vez en cuando, los
ojos se me empañaban sin venir a cuento. De vez en cuando, alguien soltaba
una imprecación soez y, al mismo tiempo, me obsequiaba con una sonrisa
infantil y me tendía una mano callosa y fiel.
Se pronunciaban pocas palabras. Pero eran palabras de verdad, que yo podía
entender fácilmente a sabiendas de que no eran juramentos ni palabras de
honor, y, por tanto, podían darse por seguras…
Así los días estúpidos y las noches alocadas, que Alguien nos había regalado
en recompensa por algo, galopaban entre serpenteos de colorines.
Y, por encima de todo aquello, por encima de nosotros, de la tierra y las
nubes, en la zona norte del cielo, corría el extraño Carro…, reinaba la
magnífica, la única, la embrujada Osa Mayor.
De ella, de nosotros, de los contrabandistas, y de la frontera, habla esta
novela, que ha nacido entre el dolor y la añoranza de la belleza que se
esconde en la Verdad, en la Naturaleza, y en el Hombre.