Escribía días pasados Ramón González Correales a propósito de Il Sorpasso, película de Dino Risi de 1962, más volcado en la peripecia del verano romano y del paseo por la Autostrada del Sole de un joven Trintignant y de un conchudo Gassman. Sin anotar en su viaje italiano el contexto de las relaciones cruzadas que abría ese año, como si hubiera un espejo compartido que pudiera reflejarse en diferentes sensibilidades y países. Lupa y espejo, nuevamente; lupa para mirar fuera, espejo para mirar dentro.
Año, por demás, en el que el legado del cine europeo –fundamentalmente francés, inglés e italiano– marcaba una notable inflexión respecto al cine precedente y respecto al cine que –con todas las matizaciones posibles– llegaba de Estados Unidos, la Meca del cine y la Fábrica de los sueños en palabras de Iliá Ehrenburg. Y esa pauta del cambio de modelo había venido impulsada desde Italia en la inmediata postguerra– por obvias razones materiales tanto como ideológicas– con el Neorrealismo. En Francia el movimiento de la Nouvelle vague, vinculado a la revista Cahiers de Cinema –fundada en 1951 por André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y Joseph-Marie Lo Duca–. Revista que supuso el desarrollo de la originaria Revue du Cinéma junto con los miembros de dos cine clubes parisinos: Objectif 49 y el Ciné-Club du Quartier Latin, impulsando la aparición de nombres como François Truffatut, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer y Agnès Varda. Y así, como colofón de todos los debates teóricos sobre el Nuevo Cine y la llamada Política de Autor, vió aparecer testimonios prácticos del ese cambio como ocurriera con la pieza de Godard, A bout de soufflé en 1960.
Pero hablamos de 1962, año en que Agnès Varda realiza su sorprendente película Cleo de 5 a7. Y mismo año en que Antonioni nos ofrece El eclipse; Pier Paolo Pasolini, presenta Mamma Roma; Zurlini termina Crónica familiar, a partir de la novela de Vasco Pratolini; Tony Richardson, con su movimiento del Free Cinema, heredero de la Angry generation promovido por el autor teatral John Osborne, rueda La soledad del corredor de fondo; John Schlesinger, Esa clase de amor; George Franju presenta Relato íntimo y Jean Luc Godard termina Vivir su vida. Incluso el año anterior, 1961, las pantallas descubrieron Une femme est une femme de Godard y El año pasado en Marienbad de Alain Resnais. Puede que visionadas todas ellas en una hipotética sesión conjunta, la que se nos muestre más próxima a los valores visuales actuales sea la pieza de Varda, Cleo de 5 a 7. En un potencial listado de preferencias del cine francés, Cleo de 5 a 7, aparece en un digno decimosexto lugar. Abrazada superiormente por Pickpocket de Robert Bresson (1959) e inferiormente por El rayo verde de Éric Rohmer (1986).
Cleo de 5 a 7, rodada casi en tiempo real al dar cuenta en la hora y media de filmación de esas dos horas aproximadas en la vida vespertina de Cleo: compras de un sombrero, una copa en el café atestado de parroquianos, una moneda en el giradiscos, una sesión musical, una visita al estudio de un escultor donde una amiga posa desnuda, un viaje en taxi, un encuentro con el estirado amante, un paseo por el Parc de Montsouris y una visita al Hospital de la Salpetriére a la espera del resultado de una biopsia que altera y modifica sus expectativas vitales. En esa espera pausada y matizada hacia la noche en que conocerá los datos y conocerá a un desconocido que regresa a Argel en guerra, Varda nos propone un recorrido por distintas zonas de París acomodado a las pautas temporales, con unos cuadros que titula como las suertes de Tarot. La secuencia inicial –rodado en color, en un plano en picado, transcurre sobre la mesa de una vidente que echa las cartas a Cleo, sobre las 5 de la tarde–. Recorrido por un Paris reconocible –se ha llegado a elaborar un itinerario de los movimientos de Cleo-Florence –protagonizada por una Corinne Marchand, tan encantadora como sugestiva– y que emparenta con las capturas verificadas, años después, por George Pérec en su texto Tentativas de agotar un lugar parisino (1975). Un París reconocible donde la única salvedad del momento del rodaje, visto desde 2021, la compone el parque móvil, única nota de temporalidad. Una temporalidad plagada de Citroën 2 CV, Dauphine, otros Renault menore como el 4*4, algunos Citroën DS, incluso el 11 Ligero. En ese efecto coral por las calles de Paris hay que destacar la música de Michel Legrand –habitual con Godard y con Jacques Demy, esposo que fuera de Varda y autor de obras sorprendentes– y una notable fotografía de Alain Levent y Jean Rabier, que conectan con algunos de los trabajos fotográficos de Ives Klein de esos años de sus estancia parisina.