Jean Paul Belmondo nunca ha sido una caricatura de sí mismo. Fue él en todo momento, haciendo suya la frase atribuida a Albert Camus, según la cual, “después de cierta edad, un hombre es responsable de su cara”. Con ese rostro, de rasgos duros y reconocibles, y su sonrisa permanente, parecía cumplir en su vida con el espíritu libre que definía a muchos de los personajes que representó. Debo deducir que todos ellos eran Belmondo y que el actor los habitaba como si se metiese dentro de uno de los trajes que le sentaban tan bien.
Aunque este 6 de septiembre nos deja un auténtico icono del cine, su carrera no empezó con buen pie, puesto que en su primera película, À pied, à cheval et en voiture (1957), ya borraron todas sus escenas. Sin embargo, pudo resarcirse con creces de todo ello como protagonista absoluto de À bout de souffle, de Jean-Luc Godard, uno de los filmes que dibujaron con trazo grueso la Nouvelle Vague, el movimiento que quiso romper con las reglas de la narración tradicional cinematográfica para imponer otras nuevas, más cercanas a la libertad técnica y expresiva.
Y él era ideal para alcanzar ese objetivo: como jugador de fútbol y boxeador le regaló a cada personaje un físico marcado por su característica nariz partida, pero también una agilidad y osadía que le evitaban tener que usar dobles en las escenas de acción. Y su humor. Malote y encantador, siempre tenía un gesto listo para enganchar a la cámara, colocado justo al lado de su pitillo.
Con ese mote de “el hombre más feo del cine francés”, algo que nunca fue, sumó aliados entre hombres y mujeres, como modelo neto del charme, ese delicado equilibrio entre la insolencia, el encanto, la capacidad de seducción y una elegancia que parecía involuntaria.
Descarado, feroz y bello, Belmondo hizo más de 80 películas a lo largo de su vida, en las que se atrevió tanto con el cine de autor, como con el más comercial -“Anda que no es difícil llenar un cine”, decía-, pasando por los clásicos, hasta que un infarto cerebral le alejó de las cámaras para empujarle hacia el teatro.
Esa intensa filmografía, tan conectada con su propia existencia, llegó mucho más allá de Francia, y es que en Japón, por ejemplo, el dibujante de manga Buichi Terasawa se inspiró en él y sus arquetipos para diseñar y caracterizar a Cobra -en España, el conocido Súper Agente Cobra-, en el que encajaban como un guante sus cualidades y esa mirada distante con la que parecía decir que la muerte no iba con él.
He disfrutado mucho de sus películas desde pequeña -Televisión Española es la responsable de la educación cinematográfica de varias generaciones, especialmente gracias a sus ciclos en los 70 y 80-, pero también he ido viendo cómo ganaba años en las fotos sin perder la sonrisa, a través de las revistas de sociedad. Desde Semana y Hola -aprendí a leer con ellas y con El Caso, mucho antes de meter la nariz en las historias de Julio Verne, lo reconozco- me llegaba su vida a toda velocidad por las curvas de Montecarlo, al volante de un descapotable, sin dejar de seducir nunca, especialmente en Francia, donde este lunes han perdido a un auténtico “tesoro nacional”, como le ha definido Emmanuel Macron.
El nombre de Belmondo siempre ha estado acompañado, para mí, de palabras muy concretas: velocidad, sonrisas, amor y éxito. Ciertamente, no parecía que le asustase la muerte, y a ella ha llegado ahora, tranquilo y con paso lento, como si la estuviera mirando desde lejos, con ese cigarro en delicado equilibrio y su ceja en alto. Puro desafío.
Hasta pronto, Jean Paul. Te seguiré viendo en pantalla.