Los boxeadores de la infancia que eran tan famosos como los toreros, con biografías a veces parecidas, marcados por la pobreza y quizás por el odio, venidos de abajo, con infancias duras y dispuestos a salir de pobres a cualquier precio, golpe a golpe, atravesando un mundo probablemente muy turbio, lleno de trampas y desengaños, de traiciones, de azar. Aquellos que lo consiguieron y se les escapó tan pronto de las manos. Pepe Legrá que en la infancia cubana malvivía de limpiabotas, manisero y vendedor de periódicos antes de meterse a boxeador amateur y tener que cruzar el charco hacia España para hacerse profesional (en Cuba se habían prohibido esos combates) y encontrar a Kid Tunero, otro cubano, que lo ayudó a llegar a lo más alto: campeón del mundo del peso pluma en 1968 (veo ahora ese combate y me parece un Cassius Clay más pequeño pero igualmente elegante y letal). Luego los días de “vino y rosas”, de aduladores y de malos negocios que lo terminaron dejando en la ruina antes de acabar en una residencia de ancianos donde quizá ahora recuerde con nostalgia los viejos éxitos. Pedro Carrasco de Huelva a Brasil para iniciarse en el boxeo pasando por Italia antes de recalar en Barcelona y terminar consiguiendo el título mundial de los ligeros en 1971 frente a Mando Ramos, por descalificación, con el que luego perdería dos veces antes de retirarse y entrar en Philip Morris y ser uno de esos pocos boxeadores que supieron hacer negocios y no perderlo todo que, incluso, hicieron cine con actrices como Sonia Bruno, aunque todavía no habían llegado los programas del corazon y todo eso que, al final, ensombrecería su vida que terminó a los 57 años. Urtain, “el morrosco de cestona”, ese tipo sencillo y probablemente auténtico al que convencieron para meterse en un circo muy parecido al que se reflejaba en aquella película, “Mas dura será la caída“, el ejemplo de juguete roto en manos de felones sin escrúpulos que siempre parecen ganar, donde ni siquiera hay un hombre justo, como aquel personaje de Bogart lo era, que le procure una posibilidad de redención. El boxeo que llegó a ser un deporte de masas y no solo en USA, en Barcelona en 1930 acudieron 80.000 personas al Estadio de Montjuïc para presenciar varios combates, y superaron el récord de público de Europa. También una fuente de metáforas vitales, como los toros, una actividad con muchas semejanzas que igualmente funcionaba como cucaña para que algunos pobres intentaran dejar de serlo.
La sombra de la derrota en la duermevela de los hoteles baratos, entre el murmullo lejano de la multitud que va al boxeo de barrio y se transforma como para dar salida a algo, como para proyectar aullidos ocultos, resentimientos antiguos, deseos inconfesables. La mujer madura que, antes de entrar, verbaliza su reparo a la sangre y la violencia para luego dentro soltarse la melena y gritar: “¡Vamos, daos fuerte, queremos un poco de acción!” al lado de un marido que observa su escalada con sorpresa y resignación; el vendedor de periódicos pusilánime que no es capaz de defender su puesto en la puerta y que proyecta su esperanza de fortaleza y reparación en el boxeador que lo reconoce y lo respeta; el ciego acompañado al que le narran el combate y reacciona con una violencia inusitada, como si se quisiera vengar del mundo o demostrar que es tan capaz de odiar como cualquiera, mientras grita “Mátalo, mátalo“; el gordo sonriente que no para de comer y parece disfrutar de la sangre del ring como de una hamburguesa con queso; el joven extasiado que no para de dar puñetazos al aire, como si pretendiera demostrar a su novia que es capaz de abrirse paso en la vida, en un camino que no conoce y quizá siente muy amenazado; la chica del gánster, rubia y arrogante, apostando siempre a ganar sabedora de su ventaja, gritando “¡Dale duro, dale duro! como si estuviera en un circo romano; los entrenadores traidores en el rincón, uno con un puro consumido en la comisura de los labios que no se le cae nunca, otro jugando con los palillos de enjugar la sangre, sin dejar de sonreír nerviosamente como si algo le hiciera gracia o quisiera ocultarse tras una risa nerviosa como si no pasara nada; el sicario esquelético de las ojeras grandes y el bigotillo estrecho que lo ha comprado todo muchas veces y por eso nunca está seguro del negocio, la cara que refleja los avatares del combate, igual que la de su jefe. La inseguridad última del que suele ganar siempre suciamente pero intuye que, alguna vez, puede perder.
El vestuario lleno de humo con olor a linimento, a sudor y a miedo, como una encrucijada de seres que suben o bajan y se juegan literalmente la vida en cada combate. El joven que debuta y no puede contener el vómito ante lo que oye y lo que ve, aunque después logra ganar e iniciar una carrera; el juguete roto ya demasiado viejo que se agarra desesperadamente al mito de un boxeador que fue campeón del mundo después de caer 20 veces en la lona y apuntala en él sus sueños de gloria, dinero y mujeres antes de volver noqueado del combate y ser tumbado en una mesa de madera donde un médico con un fonendo asume que no puede hacer nada por él y lo manda a un hospital en un taxi; el boxeador negro en ascenso, joven y seguro de sí mismo que confía en ganar, en ir luego al este, a Nueva York y conseguir el título, convencido de tener lo que hay que tener, poseído por un fuerza que no puede aprenderse en ningún sitio; el que le vendan las manos sin soltar la biblia que lleva en una de ellas; el que goza de su mejor momento y gana demasiado fácilmente y le esperan las mujeres en la puerta; los dos hombres que se encargan de todos ellos, que les ponen los guantes o les dan masajes, que les siguen la corriente o los miran con conmiseración, los que saben las leyes implacables de ese juego, la fragilidad de los sueños que flotan en ese aire, incluso su propia necesidad de mantener la boca cerrada y desaparecer a tiempo cuando llegan los que mandan de verdad. Stoker que observa, que recuerda toda su vida al vislumbrar la vida de los otros, que mira la ventana apagada del hotel de enfrente mientras escucha hablar de cómo las mujeres huyen de los boxeadores cuando pierden.
Los atardeceres en los hoteles baratos donde es difícil olvidar lo bajo que se ha caído, lo lejos que quedan las esperanzas de gloria frente a la roña del papel pintado y el mobiliario sórdido que se encuentra al despertar de un sueño antes de volver a ir a pelear. La mujer del boxeador que siente que no puede verlo perder otra vez, que no puede contemplar de nuevo su propia derrota y duda si dejarlo, si hacer su propia maleta para huir mientras le prepara la bolsa que él se lleva a la pelea. La conciencia de que todo puede estar perdido aunque se tape los ojos, la silla frente al ring que ya no está dispuesta a ocupar otra vez porque resulta insoportable mirar la realidad de todas las derrotas en muchas ciudades distintas, con hoteles lóbregos que huelen a la misma tristeza. Stoker que sube al ring siendo consciente de que “35 años en este negocio es ser viejo” y dudando de si ella, que se lo ha recordado, estará mirándole o luego, esperándole en la habitación de ese hotel. Ella que, mientras él pelea, pasea por la ciudad contemplando el mundo que la esperaría fuera, la noche salvaje de la ciudad iluminada de neon (cómo me recuerda ese paseo a las calles de “Cowboy de media noche“) y habitada por tipos oscuros con corbatas estrambóticas que pretenden invitarla a bailar. La que otea el vacío desde un puente mientras mira pasar autobuses por debajo o la entrada medio rota del combate al que no asistirá. Lo que tiene y lo que podría tener. Lo que podría abandonar para siempre porque ya se encuentra sin fuerzas. No solo el amor, sino los recursos y el tipo de vida, lo que probablemente le habrán dicho tantas veces. La elección que hizo y de la que ya no está segura.
“Todo depende de un buen golpe”: la esperanza que lo mantiene en pie. El golpe que puede cambiar su destino, tirar al suelo al contrincante de 23 años que está predestinado a ganar por las buenas o por las malas, aunque él no lo sabe. Los golpes que intenta dar en el cuerpo del otro y también a sus propios fantasmas: al paso del tiempo, a los malos augurios, a lo que se espera de él, al tongo que le preparan, quizá a su propio pasado y a todos los fracasos que ha tenido. La esperanza en el último golpe que nunca pierden los valientes verdaderos, con lo que nunca cuentan los gánsteres como Little boy, ni siquiera los que lo asisten en el rincón que ya lo consideran un perdedor antes de comenzar el combate. La confianza en un buen golpe que siempre conviene mantener para sostenerse en el mundo, la sensación de autoeficacia necesaria para enfrentarse a las dificultades que ineludiblemente aparecen en la vida: las enfermedades y las muertes, los desamores, la soledad, los problemas económicos o en las relaciones con los otros, la falta de confianza o la exigencia excesiva hacia nosotros mismos. El combate que no se termina nunca, las posibles ca´das en la lona, la motivación que hay que tener para volver a levantarse aunque se haya caído muchas veces o aunque nos juguemos la vida. Lo que todavía tenía Stoker, aunque no lo aparentara, la dignidad que no pudo comprar Litte boy aunque pudiera romperle las manos. La fantasía que lo mantendrá en pie y le hará recuperar el amor y el futuro en un mundo amañado e incierto donde los poderosos suelen ganar la mayoría de las veces y donde los deseos se escurren muy fácilmente, como los cachivaches de las pinzas en esas máquinas que ya había en los bares de aquella época y que eran una metáfora cruel del sueño americano.
Robert Wise el montador de “Ciudadano Kane“, o el director de “Sonrisas y lágrimas” , “West side story” y de tantas otras películas de todo tipo a lo largo de 57 años carrera, dirige en 1949 “Nadie puede vencerme“ (“The Set Up”) una película de boxeo, que también habla de otras muchas cosas, que cuenta historias en cada plano, que retrata un momento social y plantea dilemas morales que conciernen al espectador y le sugieren metáforas que nunca perderán actualidad porque tienen que ver con la condición humana. Robert Ryan que había sido boxeador interpreta Bill “Stoker” Thompson de forma muy convincente y Audrey Totter da vida Julie Thompson, su desolada mujer que no sabe cómo salir del pozo en que se encuentran. En fin un película magnifica, que participó en el Festival de Cannes en 1949 y fue Premio BAFTA a la mejor película en 1950, y que da para pensar en muchas cosas desde diversas perspectivas o y también para disfrutar de la dirección, del montaje o de la fotografía: del cine en definitiva.
“El mejor movimiento está cerca del peor” (fragmento). Norman Mailer. Trad. Elvio E. Gandolfo
“Una mañana en el Gimnasio Gramercy de East Fourteenth Street, un amigo de uno de nuestros clientes regulares llegó para unirse a la sesión de entrenamiento del sábado por la mañana. Nunca antes se había puesto guantes, pero tenía una serena confianza. Como había terminado el Maratón de la Ciudad de Nueva York en cerca de tres horas, incluso estaba dispuesto a subir al ring en el primer día, y esto era notable porque, por lo común, toma un par de meses llegar a ese momento. Desde luego, el maratonista estaba en un estado físico soberbio.
Hizo entrenamiento durante tres minutos con el amigo y al fin de ese round estaba demasiado cansado como para pasar a otro. La respuesta debía ser encontrada en la naturaleza especial del boxeo. Si nuestro visitante hubiese estado jugando al básquet entre dos por primera vez, o corriendo detrás de una pelota de tenis, podía haberse sentido sin talento, incluso tonto, pero no se habría quedado totalmente sin aire en tres minutos.
El boxeo, sin embargo, no es como otras pruebas en el deporte entre un atleta y otro, despierta dos de las ansiedades más profundas que contenemos. No está sólo el temor de ser herido, que es profundo en más hombres de los que reconoceríamos, sino que existe el pánico opuesto igualmente no reconocido de herir a otros. Parte de este segundo miedo descansa, desde luego, en la ecuación bien comprendida de que cuanto más duro le pegas a tu adversario, más libre se sentirá él de devolverte el golpe, pero va mucho más allá de esto. Crecer en esa clase media que integra los dos tercios de Norteamérica a esta altura es haber sido criado para no pegarles a los demás. Es probable que valga la pena apuntar que el estudio clásico del general S. L. A. Marshall, Men Against Fire, sobre los soldados de infantería en la batalla, llega a la conclusión de que la gran mayoría de los soldados en combate por primera vez no podían decidirse a disparar sus rifles.
No es de sorprenderse, entonces, si es difícil pegar un buen golpe. No sólo exige más o menos tanta coordinación como para lanzar una pelota de fútbol en espiral por treinta metros, sino que además el golpe debe encontrar cierta sanción interna. Tienes que sentirte justificado. El maratonista se sintió agotado porque dos sistemas de ansiedad totalmente opuestos habían estado funcionando a pleno en él. Una cosa es estar asustado: una parte de ti mismo puede a veces sacarte de allí. Cuando “puede a veces sacarte de allí. Cuando tu cobardía y tu agresión se mezclan en ráfagas, sin embargo, el agotamiento rápido es la consecuencia.
Quede dicho que, para los profesionales, semejantes miedos opuestos aún existen: sólo que la apuesta ha subido. Ahora, puedes matar a un hombre en el ring o ser muerto tú mismo.
Mohamed Ali una vez hizo una visita inspirada por la prensa al campo de entrenamiento de Floyd Patterson en las montañas de Catskill, unas semanas antes de su pelea de campeonato en Las Vegas, y al llegar procedió a atacar salvajemente a Floyd. «No eres más que un conejo», le dijo Ali a Patterson ante los periodistas, y después se fue con un disgusto altamente operístico. Patterson logró moderar su visible perturbación con una mueca irónica. “Bueno», dijo. «No tendré que preocuparme sobre la motivación de ese tipo, ¿verdad?».
Uno puede tomar en cuenta la premisa de Ali. Para un hombre como Patterson, una sobrecarga de sanción podía resultar desastrosa. Se sentiría demasiado asesino. En la noche durante la cual tuvo lugar el encuentro en Las Vegas, Floyd estaba tan tenso que la articulación sacroilíaca se le salió en el segundo round. Logró mantenerse de pie, combatiendo desde una posición contorsionada a otra hasta que la pelea fue detenida en el duodécimo round, pero nunca había tenido una oportunidad. Ali era un genio.
En el ring, el genio es un valor trascendente: la audacia para saber que lo que usualmente no funciona, o es demasiado peligroso intentar, puede demostrar, en un caso especial, que es el movimiento ganador. Tal vez sea por eso que de vez en cuando se han hecho intentos de comparar el boxeo con el ajedrez: el mejor movimiento puede estar muy cerca del peor movimiento. Al nivel de Ali, tenías que estar dispuesto a morir, entonces, por tus mejores ideas.
Para nuestro redil pugilístico, sin embargo, allá afuera el sábado por la mañana en el Gimnasio Gramercy, gris, sucio, ahora cerrado donde hasta las sogas y la lona eran grises, y las ventanas, en verano o en invierno, tenían una pátina grasienta de trapo de lavar los platos, bastaba con que estuviéramos dispuestos a aparecer, cada uno en su propia frecuencia privada —algunos regularmente una vez por semana, algunos una vez por mes, y todas las variaciones intermedias—, sí, dispuestos a despertar el sábado por la mañana con el conocimiento de que no había ninguna excusa legítima en esta ocasión para librarnos de eso. No estábamos colgados, habíamos dormido lo suficiente, sí, tendríamos que presentarnos. No obstante, también era cierto que, una vez allí, uno no tenía que boxear; uno podía simplemente hacer ejercicio, pegarle a la bolsa rápida, a la bolsa pesada, hacer abdominales, saltar a la cuerda, boxear con la sombra, o incluso menos: no había reglas, y ninguna recompensa obvia, y prácticamente ninguna vergüenza por hacer demasiado poco, salvo una intranquilidad tenue y sutil concerniente a cuestiones machistas.
O uno podía meterse en el ring. A veces había semanas seguidas en que uno hacía uno o, mejor, dos rounds de tres minutos en cada sábado. Variaba. Nadie juzgaba a ningún otro. Dadas nuestras vidas separadas, no obstante, no nos diferenciábamos tanto cuando se trataba de nuestro aguante o nuestra habilidad. La mayoría de nosotros no teníamos mucho de esto último. Estábamos ahí para hacer delicados ajustes sobre nuestro ego rutinario en desarrollo. Entrenar con un sparring honestamente por varias semanas seguidas, sólo esa inmersión en tres minutos o seis minutos de boxeo de alta velocidad (para nosotros) hacía maravillas para la autoestima que uno podía llevar de vuelta a su propia vida social.
Desde luego, la mayoría de nosotros seguíamos afuera nuestros caminos separados. Había entre nosotros un taxista, un editor barbudo de una revista porno, un profesor de inglés de escuela secundaria que había sufrido una mandíbula rota un sábado de mañana, y un actor que trabajaba por la noche como dealer en un garito y había comprado un sombrero con un puente vertical para proteger su apuesta nariz, cosa que todos encontramos ridícula hasta que él siguió para convertirse en estrella de una serie policial en la TV.
También teníamos un par de escritores jóvenes y un aspirante a los Guantes de Oro que perdió su primer y único encuentro, y teníamos un escritor establecido mayor, yo mismo. Conste que no colgué los guantes de catorce onzas hasta los cincuenta y ocho, pero para entonces mis rodillas habían desaparecido, las había golpeado casi a muerte haciendo jogging sobre las veredas, y si no puedes correr un poco para las tres veces necesarias por semana, por cierto no te queda el aire como para boxear el sábado. No importa entonces cuánto sepas sobre los sistemas de ansiedad del boxeo: el hecho es que, cuando no tienes aire, no puedes ser ningún tipo de pugilista a menos que seas tan taimado como Archie Moore o tan sabio como George Foreman. Para un hombre promedio, subir al ring sin aire equivale a entrar sin sangre. Así que abandoné, bajé el ritmo, y nunca me he sentido tan virtuoso desde entonces.”
(…)
No estaba mal tampoco, ya en color y con la suavidad comparativa del cine actual, esa en la que Russell Crowe se metía en la piel de aquel boxeador de la Gran Depresión al que, por una vez, las cosas no le iban tan mal…
Fantástico recordatorio.
Ahora que me la recuerdas volveré a ver “Cinderella man”, que ví hace mucho tiempo. La verdad es que hay muy buenas películas sobre boxeo. Hace unos días voví a a ver, despues de mucho tiempo, “Toro salvaje”, quizá una de las mejores interpretaciones de De Niro y, tmbién hace poco ví “The Boxer” que sirve de pretexto para describir el aire de Belfast en los tiempos del IRA.
Me alegro que te haya gustado
Daniel Day-lewis, sí, la vi en el cine…