El vértigo de los bucles melacólicos

El problema de las emociones es que son cálidas y dulces y nos convencen de que lo que las suscita es irremediable cierto. Un himno puede inflamarnos el pecho; la calle llena de gente crea un vínculo eléctrico que sólo el tiempo puede volver irrelevante o absurdo; todo se interpreta desde ellas y todo cuadra con una rotundidad por la que somos capaces de jugarnos la vida, sobre todo cuando somos jóvenes, aunque luego sepamos que muchas cosas nunca fueron verdad, ni desde luego tan simples.

Debe haber algo evolutivo en esa necesidad de identidad, de vinculación al grupo próximo, al que es tan fácil investir de destinos sagrados y de virtudes exclusivas, que no tienen los otros y nunca podrán tener. También miedo, necesidad de legitimar la consecución de recursos o de protección en las palabras de la niñez ante un mundo que siempre es tan grande y tan inhóspito.

 

 

Siempre hay una vinculación entre el nacionalismo y alguna religión o a ideas que operan como si lo fueran. Lo que casi siempre inicia una lógica envenenada en el que no es fácil la racionalidad y sí los conflictos. Es fácil que amigos entrañables se distancien, que familias se fracturen, que aparezcan trincheras que siempre tiene combatientes detrás, que no sea fácil opinar porque puede tener un precio muy alto, que siempre pierdan los que no tienen ninguna bandera. Sabemos lo que ocurrió el siglo XX y parece que lo hemos olvidado, incluso que todo puede empeorar.

John Carlin un escocés que no quiere dejar de ser inglés ni europeo se plantea el dilema con cierta aprensión, lo que me trae a la cabeza aquel documental sobre lo que ocurrió entre esos dos amigos que fueron Petrovic y Divac (“Hermanos y enemigos“)

 

 

“Pero al final los argumentos determinantes son los emocionales, como los hubieran sido para mi padre y lo son para mí y para la mayoría de los escoceses. Lo que me cuesta entender es, si uno ya se siente plenamente escocés, ¿por qué no disfrutar del bonus que viene incluido gratis en ser también británico, de poder sentir como suya la grandeza histórica de Londres, de Shakespeare, del Imperio Británico que tanto contribuyeron los escoceses a construir, además de compartir con orgullo la herencia de William Wallace y de los hombres que inventaron el teléfono y la televisión? La unión de Gran Bretaña ofrece dos nacionalidades por el precio de una. ¿Por qué forzar la división cuando no existe ninguna imperante necesidad de hacerlo?

Así hubiera pensando mi padre, que detestaba a un individuo inglés llamado Churchill, pero no por ser inglés. Que se ofreció como voluntario para luchar en la fuerza aérea al día siguiente del comienzo de la II Guerra Mundial para defender la libertad no solo de los escoceses, sino, por igual, la de los ingleses y, ya que estamos, de Europa y del mundo entero, sin reparar en mezquinas reflexiones nacionalistas. “

JOHN CARLIN. “Mi padre hubiera votado no”

 

 

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