Mario Vargas Llosa: sobre el deber de escribir y de vivir

Recuerdo perfectamente cuando conocí a Mario Vargas Llosa: yo estudiaba COU en 1975 (es decir, tenía 17 años) y un buen profesor de literatura, que murió el año pasado, nos habló de los nuevos autores que entonces se habían puesto de moda y a los que se denominaba ya, desde los 60, como los del “Boom latinoamericano”. Nos debió hablar de “La ciudad y los perros” porque aquella primavera (estoy seguro de que era primavera con esa seguridad incierta que poseen los recuerdos netos y antiguos que pueden no ser verdaderos) me vislumbro, a lo lejos, leyéndola con pasión y con bastante dificultad en una mecedora de madera que había en el portal de mi casa, teniendo la sensación de que el libro tenía que ver conmigo de alguna manera, que contenía sensaciones que yo ya había vivido y, sobre todo, demostraba la posibilidad de ser escritor lo que no solo consistía, para mí, en tener la capacidad y el talento de escribir muchas y buenas novelas, sino también de llevar un cierto tipo de vida: vivir en ciudades grandes, viajar mucho, conocer a gente interesante, tener experiencias, disfrutar de bellos e intensos amores. Eso que Umbral llamaba lo mondaine, toda una fantasía adolescente. Esa novela, que busco ahora en la biblioteca de papel que casi ya no utilizo, volvió a renacer para mí en aquel invierno de Colmenar Viejo cuando hacía el campamento del Servicio Militar y yo la leía bajo las sábanas, con una linterna, después de que se apagaran las luces del gran dormitorio y todo el mundo durmiera a mi alrededor. Las vicisitudes de aquellos personajes en el Colegio Militar Leoncio Prado me producía una suerte de consuelo y, también,  la posibilidad de contemplarme desde fuera, una distancia que me fue esencial, como si yo mismo fuera un personaje de ficción en aquel mundo militar que sentía tan ajeno pero en el que tenía la determinación de sobrevivir sin demasiadas heridas y con los ojos bien abiertos.

De periodista muy joven

Entre esos dos momentos Vargas Llosa había aparecido muchas veces en los años que estuve estudiando en Madrid. En conversaciones sobre literatura que muchas veces teníamos, en el Taller de escritura donde Daniel y Gloria, argentinos exilados por el golpe de Videla, hablaban de él con la boca pequeña, minusvalorándolo un poco respecto a otros escritores del boom, como Garcia Marquez o Cortazar, estando relativamente seguros de que el tiempo lo haría pequeño y no tendría un lugar destacado en la historia de la literatura o desde luego, menor que el de sus compañeros de generación. En aquel tiempo ya sabía algunas cosas de las malas relaciones con su padre y su amor juvenil por su tía Julia; de cuando vivió en Paris y, en esa Barcelona que fue, muy cerca de Garcia Marquez; de su  vida cosmopolita (París, Londres …) que me atraía mucho y también de su oficio y hábitos como escritor. Creo que en una de esas tertulias que organizábamos entonces oí referir a alguien que lo conocía que nunca dejaba de levantarse de madrugada a leer y escribir desde que era muy joven cosa que, por lo que luego le he escuchado a él mismo en entrevistas, no ha abandonado casi nunca en su vida.

También en un determinado momento de aquellos años, muy cansado de lo que se suponía que había que leer en esos tiempos si se pretendía escribir (Joyce, Musil, Beckett o Kafka)  descubrí  “La Orgia perpetua” y a partir de ahí leí “Madame Bobary”  y “La Educación sentimental” lo que me abrió un horizonte a otro tipo de novelas, mas de mi gusto, que me apresuré a gozar, sin culpa, a lo largo de los siguiente años y también a descubrir un cierto modo de vivir la literatura que compartía totalmente con él: la posibilidad que procura de escaparse de lo que se vive, de transitar otras vidas posibles, de disfrutar la existencia real con mas intensidad y consciencia, de poseer más perspectivas para mitigar el dolor ante las cosas malas que inevitablemente suceden de vez en cuando y, también, para librarse del aburrimiento cuando no se vive como se quiere vivir o en el lugar donde se querría vivir por esas vicisitudes que tiene el destino. Algo que luego encontré muy bien plasmado en “La verdad de las mentiras” uno de sus libros junto con “Las cartas a un joven novelista” o “Conversaciones en Princeton” donde explica de manera muy elocuente su forma de entender la literatura. Algo que resulta reconfortante y vital y que siempre he visto en consonancia con su imagen personal optimista y dinámica, muy alejada de la de tantos escritores de la época, supuestamente comprometidos, atormentados y gimoteantes que siempre parecen vivir en el peor de los mundos posibles y tratan de convencer a todo el mundo de ello.

Con la Tia Julia

Y es que la vida y la obra de Vargas Llosa se han alimentado mutuamente quizá partiendo de una personalidad que le permitió tener el coraje de atreverse ser un hombre de acción que se sentía libre y a la vez un escritor con la capacidad de enfrentar la dificultad de crear obras muy complejas y ambiciosas tanto en el argumento como en el lenguaje. La fortaleza de rechazar las imposiciones de su padre, de trasgredir las convenciones sociales y casarse con su tía Julia o haber tenido a lo largo de su vida relaciones amorosas dejándose guiar, sobre todo, por sus deseos. La valentía de cambiar de opiniones políticas cuando hacerlo tenia un precio personal alto: el abandono del comunismo tras el caso Padilla cuando todos sus amigos seguían ligados a él y le disparaban al cuerpo; su aventura política para ser presidente de Perú en la época de Sendero Luminoso que relató en “El pez en el agua“; su evolución hacia el liberalismo que ha defendido hasta el final y el relato coherente que hizo de ello en “La llamada de la tribu”, un libro en el que confiesa que trata de emular lo que hizo Edmund Wilson con respecto al socialismo en “Hacia la estación de Finlandia” y en el que mostró como le habían influido Popper, Isaiah Berlin, Aron, Revel, Ortega y Gasset o Hayek; sus múltiples declaraciones desde esta posición, a lo largo de los años que, a menudo, causaban controversia porque, además, siempre se mostraba independiente y un poco impredecible (es interesante leer el obituario de Ignatieff para darse cuenta, a través de un ejemplo, de hasta donde llegaba su independencia en momentos comprometidos). Esta vinculación con el mundo que le tocó vivir se ve magníficamente plasmada en su ingente obra periodística donde su calidad literaria esta al servicio, de forma incansable, de perfilar su visión de los asuntos más dispares que siempre trató de forma personal e interesante. Leerlo los domingos, a lo largo de los años, fue para mí una fuente de sabiduría y de placer.

Pero por encima de todo esto, lo que probablemente perdurará, cuando pase el tiempo, es su obra literaria, su capacidad para conectar con la tradición y para inspirar a nuevos escritores. Leo estos días su entrevista en Paris Review donde explica muy detalladamente su proceso para convertirse en escritor profesional, ese momento en que decidió organizarlo todo para que la escritura fuera su actividad primordial porque, para él, era una pasión ineludible hasta el punto que de esa época: “El deber fundamental no era vivir sino escribir“. Quizá solo con esa apuesta tan arriesgada, que luego le salió bien porque pudo vivir de ella, pudo enfrentarse a novelas tan ambiciosas que le llevaban años de escritura y documentación. Novelas como “Conversación en la Catedral“, “La casa verde”, “La fiesta del chivo” o “La guerra del fin del mundo“, la que le costó mas trabajo escribir y la que le parece más importante de las suyas. Todas escritas desde una consciente intención de libertad e independencia porque para él la esfera literaria, tiene que mantenerse siempre a salvo de cualquier sesgo que pueda convertir la creación en mera propaganda.

Ha sido además un hombre con gran capacidad de comunicación, un magnifico conferenciante, algo que no le ocurre a muchos buenos escritores. Escucharlo en algunas de sus entrevistas (la que le hace Soler Serrano cuando iba a cumplir 40 años), conferencias (la que impartió sobre Victor Hugo en Monterey) o incluso en algunos de sus discursos protocolarios, como el del Nobel, es algo que nunca resulta aburrido y es difícil no sentirse seducido por su elocuencia o no encontrar algún hilo que se pueda seguir y resulte estimulante. Quizá por eso su gran obra persistirá en el tiempo, en la memoria de sus nuevos lectores que tendrán muchas formas de acercarse a él. A ese hombre que declaró que escribía porque era su modo de luchar contra infelicidad y que, quizá gracias a ello, se ha mantenido vivo hasta el mismo borde de la muerte. El indiscutible éxito de una larga vida.

La orgía perpetua. Flaubert y «Madame Bovary». Mario Vargas Llosa, 1975

“La rebeldía, en el caso de Emma, no tiene el semblante épico de los héroes viriles de la novela decimonónica, pero no es menos heroica. Se trata de una rebeldía individual y, en apariencia, egoísta: ella violenta los códigos del medio azuzada por problemas estrictamente suyos, no en nombre de la humanidad, de cierta ética o ideología. Es porque su fantasía y su cuerpo, sus sueños y sus apetitos, se sienten aherrojados por la sociedad, que Emma sufre, es adúltera, miente, roba, y, finalmente, se suicida. Su derrota no prueba que ella estaba en el error y los burgueses de Yonville-l’Abbaye en lo cierto, que Dios la castiga por su crimen, como sostuvo en el juicio Maître Sénard, el defensor de la novela (su defensa es tan farisea como la acusación del Fiscal Pinard, secreto redactor de versos pornográficos), sino, simplemente, que la lucha era desigual: Emma estaba sola, y, por impulsiva y sentimental, solía equivocar el camino, empeñarse en acciones que, en última instancia, favorecían al enemigo (Maître Sénard, con argumentos que debió poner en su boca el propio Flaubert, aseguró en el juicio que la moraleja de la novela es: los peligros de que una muchacha reciba una educación superior a la de su clase). Esa derrota, fatídica por las condiciones en que se planteaba el combate, tiene ribetes de tragedia y de folletín, y ésa es una de las mezclas a las que yo, envenenado, como ella, por ciertas lecturas y espectáculos de adolescencia, soy más sensible.

Con Julio Cortázar

Pero no es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio —familia, clase, sociedad—, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra. Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquellas que la religión y la moral occidentales han combatido más bárbaramente a lo largo de la historia. Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe, y quiere, además, rodear su vida de elementos superfluos y gratos, la elegancia, el refinamiento, materializar en objetos el apetito de belleza que han hecho brotar en ella su imaginación, su sensibilidad y sus lecturas. Emma quiere conocer otros mundos, otras gentes, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio. La rebeldía de Emma nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: no me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora. Hay sin duda una quimera en el corazón del destino ambicionado por Emma, sobre todo si se lo convierte en patrón colectivo, en proyecto humano. Ninguna sociedad podrá ofrecer a todos sus miembros una existencia semejante, y, de otra parte, es evidente, para que la vida en comunidad sea posible, que el hombre debe resignarse a embridar sus deseos, a limitar esa vocación de trasgresión que Bataille llamaba el Mal. Pero Emma representa y defiende de modo ejemplar un lado de lo humano brutalmente negado por casi todas las religiones, filosofías e ideologías, y presentado por ellas como motivo de vergüenza para la especie. Su represión ha sido una causa de infelicidad tan extendida como la explotación económica, el sectarismo religioso o la sed de conquista entre los hombres. Al cabo del tiempo, sectores cada vez más amplios —ahora hasta la Iglesia— han llegado a admitir que el hombre tenía derecho a comer, a pensar y expresar sus ideas libremente, a la salud, a una vejez segura. Pero todavía, como en los tiempos de Emma Bovary, se mantienen los mismos tabúes —y en esto la derecha y la izquierda se dan la mano— que universalmente niegan a los hombres el derecho al placer, a la realización de sus deseos. La historia de Emma es una ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca ese derecho.”

García Márquez, Jorge Edwars, Vargas Llosa, Carmen Barcells, José donoso y Ricardo Muñoz Suay

La verdad de las mentiras” Mario Vargas Llosa, 1990

(…) “En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo insatisfecho.”

(…)“Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito.”

Castellet, García Márquez, Barral, Vargas Llosa, Cortazar

(…) “A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se vuelve orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en que está escrita. También, de su sistema temporal, de la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo inventado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos

Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista, simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no consiente.”

Con Javier Marías y Arturo Perez Reverte

Cartas a un joven novelista”. Mario Vargas Llosa, 1997

“Querido amigo:

Su carta me ha emocionado, porque, a través de ella, me he visto yo mismo a mis catorce o quince años, en la grisácea Lima de la dictadura del general Odría, exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía como un mandato perentorio: escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre.

Muchas veces se me pasó por la cabeza la idea de escribir a alguno de ellos (todos estaban vivos entonces) y pedirle una orientación sobre cómo ser un escritor. Nunca me atreví a hacerlo, por timidez, o, acaso, por ese pesimismo inhibitorio —¿para qué escribirles, si sé que ninguno se dignará contestarme?— que suele frustrar las vocaciones de muchos jóvenes en países donde la literatura no significa gran cosa para la mayoría y sobrevive en los márgenes de la vida social, como quehacer casi clandestino.

Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que me ha escrito. Es un buen comienzo para la aventura que le gustaría emprender y de la que espera —estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga— tantas maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tienen un encaminamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.

Con Azúa y Savater

Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Ésa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.

La vocación me parece el punto de partida indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúscula, por supuesto), alcanzaría la inmortalidad.

En campaña electoral en 1990

Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus vidas.

No creo que los seres humanos nazcan con un destino programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas franceses —Sartre, sobre todo—, llegué a creer: que la vocación era también una elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo “atídico, inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede explicar sólo como una libre elección. Ésta, para mí, es indispensable, pero sólo en una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional viene a fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.

Con Borges

Conversaciones en Princeton” Mario Vargas Llosa, 2017

(…) “la novela nace cuando el eje de la vida pasa a ser más urbano que rural. Más que a la burguesía, el surgimiento de la novela está ligado a la ciudad. El mundo rural produce poesía pero la ciudad fomenta el desarrollo de la narrativa. Eso ocurre prácticamente en todo el mundo. La novela describe fundamentalmente una experiencia ciudadana, e incluso en el género pastoril se trata de una perspectiva urbana. Cuando la vida se centra en la ciudad, el género novelesco alcanza un gran desarrollo. No nace precisamente con la ciudad, pero es en ese momento cuando la narrativa se populariza y llega a tener una aceptación muy grande.

La novela fue considerada menor dentro de los distintos géneros literarios. El que sobresalía, por supuesto, era la poesía, que fue el género creativo por excelencia. Luego, hasta fines del siglo XIX, dominó el teatro: las obras escénicas daban prestigio intelectual a un autor. Pensemos en el caso de Balzac, que se vuelve novelista porque fracasa como autor de teatro. Ahora lo consideramos uno de los grandes narradores de la historia, y sin embargo él se sintió enormemente frustrado porque fracasó como dramaturgo. Lo que daba gran prestigio era el teatro —pensemos en Shakespeare durante el Renacimiento— y ese género se consideraba una categoría intelectual superior.

Las novelas, en cambio, iban dirigidas a un público mucho más amplio que la poesía o que el teatro clásico y eran consideradas como un género popular, para las gentes menos sofisticadas e incluso incultas. De hecho, en la Edad Media, las primeras novelas se escriben para ser leídas en las calles, en las esquinas, y así llegan a un público analfabeto. Las leían los juglares y los saltimbanquis que divertían a su público con cuentos de caballerías. Fue un género menor hasta el siglo XIX, cuando empieza a cobrar relieve e importancia. Uno de los autores clave para que el género novelesco tenga gran prestigio es Victor Hugo, que ya era un gran poeta, un gran autor de teatro, cuando de pronto decide escribir novelas. Los Miserables le dio un prestigio extraordinario al género.

Yo asociaría la novela con la cultura urbana más que con la burguesía. El concepto de burguesía es un concepto muy ceñido, muy reducido, y los orígenes de la novela son mucho más populares. Cuando la burguesía apenas está naciendo, se escriben unas novelas que llegan al que llegan al gran público, a un público que en muchos casos no lee, sino que escucha los relatos contados por cómicos ambulantes.”

Con Benedetti

(…)“ El periodo entre las guerras mundiales genera una literatura muy comprometida con la política: hay una politización enorme en toda Europa. Y la literatura que resulta de esa politización tan generalizada está muy vinculada a la problemática social. Y antes de que surja el nouveau roman de Robbe-Grillet hay ya dos tendencias: por un lado el realismo socialista, que considera la literatura como un arma en la lucha social contra el viejo orden, como un instrumento de cambio y como un vehículo para la revolución. Los marxistas y los comunistas defienden esta concepción de la literatura: un realismo que debe educar políticamente a las masas y empujarlas hacia el socialismo y hacia la acción revolucionaria. Y frente a esta escuela surge otra tendencia, defendida por Sartre y por otros grandes escritores como Camus, que dicen: «Sí, pero la literatura no puede ser pedagógica, la literatura no puede ser un instrumento de propaganda política porque eso mata la creatividad, la literatura tiene que desbordar lo puramente político y abarcar otras experiencias humanas». Y así surge la tesis de Sartre, que tiene una enorme influencia en el mundo entero, de Europa a América Latina. Mi generación, en especial, quedó muy marcada por las ideas de Sartre sobre la novela.

Cuando leí el segundo tomo de Situaciones de Sartre, que se titula ¿Qué es la literatura?, quedé deslumbrado con sus ideas. Para un joven con vocación literaria en un país subdesarrollado como era el Perú en esos años, las ideas de Sartre eran muy estimulantes. Muchos escritores del Perú, de América Latina, del tercer mundo, se preguntaban si en sus países —asolados por problemas terribles como son los altísimos porcentajes de analfabetismo, las enormes desigualdades económicas— tenía sentido hacer literatura. En su ensayo, Sartre respondía: «Desde luego que tiene sentido hacer literatura, porque la literatura puede ser, además de algo que produce placer, que estimula la imaginación, que enriquece la sensibilidad, puede ser una manera de hacer tomar conciencia de la problemática social al público lector y al gran público en general».

En la ceremonia de ingreso en Academia Francesa de las Letras, 2023

La problemática social puede tener muchísimo mayor impacto cuando llega a los lectores a través de una historia que conmueve y que apela no sólo a la razón, sino también a los sentimientos, a las emociones, a los instintos, a las pasiones, mostrando de una manera mucho más vívida que un ensayo lo que significan la pobreza, la explotación, la marginación, las desigualdades sociales. En una novela, un problema social —pongamos el ejemplo de alguien que por pertenecer a determinado sector social tiene cerradas las puertas de la educación y del progreso económico— puede tener un impacto en el lector sin necesidad de hacer de la literatura una pura propaganda, una pura pedagogía política. Y las tesis de Sartre resultaban muy estimulantes: uno pensaba que sí, que sí tenía sentido escribir novelas en un país subdesarrollado, porque la novela era no solamente una manera de materializar una vocación, sino también una forma de contribuir a la lucha social, a la lucha del bien contra el mal desde el punto de vista ético.

Las tesis de Sartre fueron muy populares en el mundo entero. Parecían mucho más sutiles, mucho mejor fundamentadas que el realismo socialista y abrían la posibilidad de incorporar a la literatura no sólo a los escritores abiertamente políticos, sino también a aquellos que por instinto, por sensibilidad, habían expresado en sus novelas, a través de su creatividad, la problemática social.

Mario Vargas Llosa Entrevista “A fondo” por Joaquin Soler Serrano, 1976

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