Como es posible que ya conozca el lector, Roma no cayó en el siglo V. El imperio occidental fue derrumbándose paulatinamente hasta su desaparición, más forzada que formal. Fueron numerosas las legiones y tropas de frontera que tardaron años, cuando no décadas, en enterarse que las pagas atrasadas no llegaban porque ya no había nada parecido a la nación bajo el estandarte en el que luchaban. En el momento en que la certeza fue llegando allende los confines del imperio, los soldados y las autoridades locales fueron tomando distintas decisiones. Unos decidieron seguir peleando contra potenciales enemigos, pero para ello tuvieron que crear «reinos» o autoridades que sólo compartían con la extinta Roma occidental la inspiración cultural. Otros abandonaron sus cargos y el ejército, combatiendo como mercenarios, buscándose una vida pacífica o huyendo a la Roma superviviente, la bizantina. Pero hubo un tercer grupo, quienes juraron lealtad a los pueblos ocupantes, que importaron un sistema protofeudal. Los cargos y soldados que antes juraron lealtad al imperio lo hacían ahora a soberanos y señores venidos de otras tierras. A cambio, claro está, de privilegios. Y siendo los ocupantes, muy frecuentemente, menos ricos que los ocupados, estas ventajas sólo se podían conceder en especie y en honor: creación de títulos feudales, gestión de tierras, cobro autónomo de tasas y peajes y un largo etcétera. La Edad Media comenzó con la supervivencia oportunista a un nuevo orden.
Una de las regiones periféricas del imperio occidental era Britania. La provincia romana se encontraba al sur del Muro de Adriano. Al norte se encontraban los pueblos celtas, combativos e indómitos, que ya habían hecho retroceder a las altivas huestes mediterráneas y abandonar sus fortificaciones defensivas en vanguardia (Muro de Antonio). Britania, una vez convencidos de la inexistencia de poder centralizado, comenzó a balcanizarse en pequeños reinos independientes que unas veces combatieron entre sí y otras contra invasores sajones y nórdicos. No obstante, y acelerando el paso del tiempo, la muy posterior invasión normanda (hay un dicho socarrón entre los franceses: «Inglaterra es una colonia de Francia»; la lengua inglesa actual es testigo de la profunda influencia francesa) y, en concreto, la caída de la arraigada e incómoda dinastía Plantagenet (que gobernó el reino desde Enrique II, en 1154, hasta la derrota y muerte en combate de Ricardo III en la Batalla de Bosworth en 1485) durante la Guerra de las Dos Rosas (1455-1487), que enfrentó a las dos casas nobles más poderosas, los York y los Lancaster. La coronación de Enrique VII, casado con una York, permitió estabilizar el país, al menos, en apariencia.

Esta inestabilidad en la identidad nacional inglesa tiene mucho que ver con el contexto de las islas británicas. Aquellos habitantes de la provincia romana, unos venidos de confines del imperio, otros procedentes de pueblos celtas asimilados, habían quedado huérfanos de la madre cultural. Con una herencia religiosa y cultural celta muy sincretizada con el cristianismo, enemigos venidos del mar y sus razias y enemigos al norte del país deseando recuperar las tierras de sus ancestros, a aquellos herederos de Roma no les quedó otra que buscar un origen que mantuviera la legitimidad de los soberanos de sus recién creados reinos. Una legitimidad que, en las crisis sucesorias de la Edad Media, afianzó el gran mito por excelencia de la identidad inglesa: el rey Arturo y sus célebres caballeros.
La literatura sólo es el testimonio, en este caso, del mito. A modo de Aquiles y los dánaos, los ingleses asumieron la existencia de un rey primigenio, con una corte de hombres destacados, que con su heroicidad, mérito y excelencia –de origen romano– edificaron el reino de Inglaterra.
Uno de aquellos hombres de armas y letras tan célebres en el medievo fue Thomas Malory. Malory participó en la Guerra de las Dos Rosas en el bando Lancaster, luchó en Calais, sirvió a diferentes señores y, finalmente, tras haber reunido algunos goces sociales, como ser miembro del Parlamento, terminó cometiendo crímenes –como asesinatos a nobles y plebeyos, rapiñas y violaciones–, desposeído de sus bienes y privilegios y, finalmente, encarcelado, donde murió poco después de terminar su gran obra maestra, La muerte del rey Arturo, una recopilación reescrita bajo su pluma sobre la obra clásica anglofrancesa.

Esta versión, la de Malory, es la que Editorial Siruela acaba de publicar para los lectores castellanoparlantes en tapa dura y en una muy cuidada edición. Como en otras versiones del mito, La muerte del rey Arturo ofrece el relato de la vida, andanzas y muerte del famoso monarca. Con una lírica hermosa, esta versión de la leyenda del rey Arturo es capaz de hacer las delicias del lector, sea exigente o busque un placer superficial con la lectura. En su millar de páginas, el libro no se hace demasiado extenso ni costoso: hay épica, hay amor, hay traición y hay evocación hacia unos principios –lealtad, honor, justicia– que se encuentran en detrimento en nuestros días. Además del formalismo de la obra, La muerte del rey Arturo ofrece un reencuentro con la construcción de la compleja identidad inglesa y una reclamación que resonó con fuerza en todas las grandes naciones de la Edad Media, desde las islas británicas hasta el Sacro Imperio, desde Francia hasta Aragón y sus campañas orientales en el siglo XIV: el derecho a ser reconocidos como los genuinos vástagos de Roma y, en consecuencia, el derecho a refundar el imperio. Esta fue uno de los motivos de peso por el que se dejó caer Constantinopla en el siglo XV bajo el último asedio de Mehmed II: si desaparecía Roma, podría refundarse. También fue la razón por la que se propagó el sobrenombre de «Imperio Bizantino» como denominación del Imperio Romano de Oriente, a pesar de que la sociedad de aquella nación se veía a sí misma como Roma, como su continuación perenne y natural. Y, por último, cuando Constantinopla fue conquistada, la reclamación del legado romano condujo a siglos de guerras y diputas, unas culturales, como la de Enrique VIII Tudor al alejarse de la fe católica, otras mediante la amenaza de conquista, como fue la otomana a partir del sanguinario y brutal Mehmed II, autoproclamado «César de los Romanos».

Ahora, desde la distancia cronológica, cuando Roma sólo despierta admiración cultural, la existencia de relatos fundacionales como La muerte del rey Arturo nos puede parecer inocente, ridícula, incluso pueril. Pero, ¿qué nación no ha inventado su propia legitimidad? Los chinos hablaban del «mandato del cielo», y los príncipes indios se remontaban al derecho de sus antepasados a gobernar. Los franceses loaron a Carlomagno y sus prohombres, los que convirtieron al reino de los Francos en el posterior reino de Francia. Y los españoles nos justificamos en la batalla de los resistentes astures contra una columna invasora musulmana que Don Pelayo y sus hombres neutralizaron en Covadonga, en San Jorge guiando a las extenuadas y desmoralizadas tropas navarro-aragonesas en la captura de Huesca, en la complicada victoria a tres en las Navas de Tolosa y, finalmente, en una unión dinástica entre Castilla y Aragón, dos reinos que atravesaban crisis de apariencia insalvable (Castilla se desangraba en una guerra civil y Aragón estaba diezmado por la peste, la guerra inacabable con Francia y casi en bancarrota).
Siempre que han existido dificultades sociales, la literatura ha llegado para salvar nuestros oídos y elevar el ánimo colectivo. Hoy, La muerte del rey Arturo, también en esta magnífica edición sobre la versión de Thomas Malory, es tan sólo una obra literaria más. Pero qué grata lectura ofrece y cuánto la recomiendo al lector curioso.
Estupendo tema. La cosa, claro, es mucho más amplia, desde las fantásticas novelitas de Chetrien de Troyes hasta las respectivas recreaciones de Steinbeck, en narrativa (se desmadra mucho al final) y Boorman, en cine (y que da con el tono perfecto, es un sueño de película). Salgamos de nuevo de “quest”, a defender lo que fue!