A los Reyes este año no les pedí que me trajeran, les pedí que se llevaran. Ya que venían de descargar, y que iban de vuelta a Oriente con sus inmensas alforjas vacías, pensé que les cabrían algunas cosas, que ellos sabrían qué hacer con ellas en aquellos paises más pobres, al menos en archiperres, que el nuestro. Cosas que ya no uso o que me estorban, cosas que compré sin necesitarlas de veras, que me regalaron y tengo repetidas, algunos trastos viejos que da pena tirarlos, varios aparatos que se han quedado obsoletos, enseres, ropas, adornos y otras cosas menos tangibles, pero no menos molestas.
Tengo, por ejemplo, un par de camisas pasadas de moda, pero en buen uso; dos pantalones viejos, que se me han quedado pequeños de cintura, por los excesos navideños; una mesa de despacho que ya no tiene despacho; un par de taburetes de cocina, que han quedado arrinconados; una flauta y un tambor que regalé a mi hijo y que nunca aprendió a tocarlos; varios enseres de cocina, platos, copas, tazas, que han sobrevivido a otros de su misma estirpe; un móvil no tan antiguo, pero que va mal de batería; una docena de cargadores, que han perdido su cargo; varios cables de conexión, sin nada que conectar; una tele mediana, que ya no es smart; una docena de libros que nunca llegué a leer, pero me da pena tirarlos; y otras menudencias, que me da vergüenza reseñar, pero que no son lo que se dice basura.
Llegado a este punto paré y pensé que quizá algo de lo que les estaba dejando podría ofenderlos; que tenía que distinguir lo que me sobra, de lo que estorba; diferenciar entre las cosas de las que me desprendo, de las que desperdicio. Estas ya son basura.
Lo revisé todo, me arrepentí de casi todo, y volví a dejarlo en su sitio. Entonces volví a pensar, les dejaré una carta, les pediré que se lleven esta lumbalgia lenta, la pizca de colesterol que me sobra, los malos humos que a veces me gasto, el insomnio crónico, la próstata creciente, la melena menguante, las palabras que se escapan de mi boca, y esta sordera herencia de mi madre, bendita sea ella.
Y en esas estaba, cuando por tercera vez se me iluminó el caletre, qué injusto, pensé, solo les dejo cosas malas, y entonces ya atiné con la misiva. Les pedí, por telepatía para no gastar papel y tinta, que se lleven la pobreza, la malicia, la soledad, el miedo y la pena, pero sobre todo esta guerra maldita que a todos nos sangra. Y a cambio les ofrecí un par de cosas íntimas, por si a alguien pudieran servirle en cabeza ajena: lo que sé de la vida, sin tener que sufrirlo; y lo que aprendí en los libros, sin tener que estudiarlo. Esto no pesa tanto, les dije en silencio, y quizá valga poco, pero no tiene precio.
A cambio solo os pido una cosilla, que cuando volváis me encontréis aquí mismo, sentado y escribiendo, en esta vieja silla.