La niña Alicia cumple 150 años

“Aunque todo es locura, no deja de observar método en lo que dice”.

Hamlet, Shakespeare

Liddell

En realidad, resulta casi paradójico, y hasta divertido, o sea, muy carrolliano, que en Inglaterra, patria y cuna de la gran literatura moderna, anden este año festejando el 150 aniversario de Alice´s adventures in Wonderland, puesto que uno habría pensado tontamente que, conforme al espíritu de la obra, lo que se tendría que celebrar serían si acaso sus no-cumpleaños… Quitando eso, el cuento demencial y naif  -una mezcla que antes de este caso pionero parecería imposible- del Reverendo Dodgson ha sido todo menos muerto y olvidado en este largo periodo de tiempo. Después de la fantástica versión cinematográfica de Disney, de 1951, que se saldó en un injusto, a mi criterio, fracaso de crítica y taquilla, Tim Burton hizo lo propio con mucho más dinero y efectos especiales en 2010, aunque la verdad es que nada puedo decir de ella porque me da auténtica pereza verla -tengo a menudo la impresión de que Burton hace las películas más para sí mismo y cuatro incondicionales  suyos que para el resto de todos nosotros, simples mortales prosaicos. Entre medias, el imaginario de Alicia vive y ha vivido en muchos otros formatos culturales, prácticamente en una infinidad de ellos y de todos los tipos, de los cuales pondré tan sólo algunos ejemplos de mi modesta predilección. La banda Jefferson Airplane, por comenzar por algún sitio, le dedicó una canción interpretada en 1969 en el Festival de Woodstock, mucho menos conocida que el previo I´m the Walrus de Los Beatles, también de inspiración carroliana:

 

 

Y es que ese nonsense británico en apariencia tan contenido pero secretamente transgresor parece prestarse fácilmente a una trasliteración hacia la experimentación recreativa con drogas, y, de hecho, se ha llegado a insinuar muy seriamente que el Reverendo Dodgson consumía psicotrópicos. Es un absurdo, creo yo, aunque un absurdo inofensivo, desde luego, porque los famosos delirios de las dos Alicias están ingeniosamente calculados, y, además, no es estrictamente necesario ponerse a alucinar en colores cuando lo que te piden es sencillamente imaginar. Prueba de lo primero bien podría ser el libro de filosofía excéntrica que Gilles Deleuze concibió a propósito de Alicia, Lógica del sentido, donde, en la misma fecha que Woodstock, se desarrollan y sacan partido especulativo a todas aquellos juegos con la lógica y demás cosillas desconcertantes que el clásico de Disney había arrumbado y dejado en manos de los cerebros de las universidades anglosajonas. Y prueba de lo segundo es la improbable pero cierta existencia del Finnegans Wake de James Joyce, ese libro de 1939 que nunca leeremos, el cual no sólo se inspira parcialmente en Alicia…, sino que la cita indirectamente. Nadie, en cambio, ha sospechado que Joyce tuviera aficiones psiconáuticas raras, pese a que para escribir algo como el Finnegans… harían falta plantaciones enteras.

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Décadas más tarde, y ya en nuestro siglo, Alan Moore convirtió a Alicia en una rijosa señora de avanzada edad que pervierte deliciosamente (tampoco es que se resistan demasiado…) a unas adultas Dorothy de El mago de Oz y  Wendy de Peter Pan en una novela gráfica de 2006 ambientada en la Europa de la Primera Guerra Mundial titulada Lost Girls. La composición de tan subido de temperatura cómic debió de resultar muy estimulante para sus creadores, ya que Moore terminó por casarse el año siguiente con su dibujante, Melinda Gebbie, una ilustradora que parece pintar con ceras infantiles muy caras y cuyos trazos a muchos nos provocan ciertas pulsiones libidicidas que hacen echar muchas veces de menos el lápiz sensualmente infalible de Milo Manara. La animación japonesa, por su parte, atreviéndose como se atreve irrespetuosamente con todo, no sólo han recreado a su manera en muchas ocasiones la plástica de la iconografía aliceana, sino que, en 2001, produjo ese excepcional anime, El viaje de Chichiro, que tiene mucho de Alicia oriental rodeada de maravillas literalmente extraordinarias a la vez que inequívocamente espantosas.

Porque eso es precisamente lo singular del periplo o los periplos de Alicia, y sería injusto decir que los japoneses no acertaron al reproducirlo. Pues, como en la teología protestante de Otto Rank en su famoso tratado acerca de Lo santo, el misterio del mundo subterráneo de Alicia (o del Hotel de los Dioses de Chichiro) se presenta ante la protagonista y ante el propio lector como terrible al tiempo que fascinante, lo cual casi le acerca al nivel de lo sagrado tal como lo entendía el alemán. Las criaturas de tales mundos se sitúan, en efecto, muy por encima de la moral convencional, y juegan peligrosamente con la cordura (el “aquí todos estamos locos” paradigmático del Gato de Cheshire),  e incluso con la supervivencia física la de las niñas (el “¡que le corten la cabeza!” incesante de la Reina de Corazones), de una manera que sólo puedo calificar como atravesada de una inocencia implacable. Se trata, pues, de territorios realmente salvajes, bizarros, o acaso numinosos, donde cualquier cosa podría ocurrir -bueno, cualquiera menos el sexo sin tasa de Moore-, para escapar de los cuales o simplemente para digerirlos Alicia, particularmente, tiene casi que convertirse a cada momento en defensora y portavoz de la racionalidad victoriana, que es justamente lo que menos deseaba de entrada. Y Alicia es una niña, sólo una niña, no más que una niña: ese es un dato de un importancia crucial y de una extrañeza enorme para la época. En general, la cultura occidental -y me temo que también todas las demás- ha sido totalmente ciega para la infancia, y en esto la literatura no ha constituido apenas excepción. Oliver Twist terminó de salir en 1839, y antes no hay, hasta donde yo conozco, nada, nada en absoluto que tenga como centro de interés la niñez. Pero en Oliver Twist el niño no es tanto el protagonista como la víctima de un entorno social envilecido. En 1841 Dickens vuelve a la carga de conmover a su público sobreutilizando la ternura infantil esta vez con una niña angelical, la pequeña Nell, en Old Curiosity Shop, a la que finalmente hace pagar con la muerte el sufrimiento de andar perdida y sin hogar por esos caminos ingleses de Dios (en 1857, Dickens repetirá la jugada con La pequeña Dorrit, pero esta ya no es tan niña, y acabará felizmente casada).

No obstante, Nell va acompañada de su abuelo, y sólo tiene un verdadero enemigo, el feroz enano Daniel Quilp, además de encontrar numerosos apoyos en su viaje, mientras que Alicia debe enfrentarse en estado de completa soledad a esos monstruos por otra parte tan brillantes intelectualmente, para colmo envuelta en un mundo completamente desconocido e imprevisible. Justo en esos años comenzaba a despuntar, por primera vez en la historia (Robinson Crusoe, por ejemplo, era todo menos infantil), un cierto mercado de literatura infantil y juvenil, y el éxito de Alicia… únicamente puede explicarse así: tanto los lectores, como el propio autor, quisieron interpretar a posteriori el cuento como una dulce fábula pueril con algún que otro incómodo nivel superior de lectura. Pero, insisto: se trata de una frágil niña, desde el punto de vista de la sensibilidad de aquel tiempo, y de una frágil niña solitaria sumida en una pesadilla victoriana. En 1904, en cambio, se estrenaría teatralmente Peter Pan, de J.M. Barrie, y allí ya volvemos a tener algo culturalmente controlable: se trata de un niño, para empezar, y de un niño guerrero y triunfante, como a todo niño le corresponde ser, y lo que se reclama en la obra es espacio para el disfrute egoísta de una cierta esfera lúdica sin preocupaciones reales -hoy, poco más de un siglo después, esa esfera abarca o pretende abarcar la cultura entera presente.

No está nada mal, en fin, para un profesor oxoniense especialmente dotado para los criptogramas -el mismo nombre artístico que le esconde es un criptograma- que devino en escritor por la casualidad sentimental de su amor por el alma y también por el cuerpo de las niñas (presumía de haber sido amigo de veintenas de niñas, y a la mayoría de ellas las fotografiaba o dibujaba desnudas, pero no consta que tocase a ninguna). Alice Liddell fue, seguramente, tan solo la primera, su experiencia iniciática, el descubrimiento del gozo en mitad del microcosmos gris y polvoriento de los aburridos adultos, y de ahí a la eternidad. Sin embargo, no hay que olvidar que tras el capricho de una niña se ocultaba la sonrisa enigmática e inquietante, tanto más unheimlich que la de la Gioconda, del Gato de Cheshire -a ver si va contener algo de verdad eso de que “aquí todos estamos locos”…

*Las ilustraciones son de John Tenniell, el dibujante original de Alice´s adventures in Wonderland.

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5 Comentarios

  1. Óscar, sucumbre a la pereza y no a la tentación de ver la versión de Tim Burton. Te ahorrarás una traición al universo de Carroll, un desastre de película y un par de horas de tu tiempo.

    Por lo demás, estupendo artículo

  2. says: Óscar S.

    Ya me lo temía yo… Ese hombre parece que se conforma con construir el escenario ficticio, por decirlo así, como para vivir durante unos meses de rodaje su sueño particular, y el resto de los aspectos de una película los abandona a su suerte. Mala táctica.

    Gracias.

  3. says: Àlvaro

    Es cierto lo del desinterés por los niños en la literatura, no había pensado en ello. Gracias. Echo de menos algunas pinceladas sobre la lectura en clave lógica del texto de Alicia.

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