Hoy, en la era del triunfo definitivo de la “peste” de los efectos especiales (como decía Mankievich poco antes de retirarse), cuando la novísima reproducción en 3D casi se ha convertido en rutina e incluso ya nos atemoriza un tanto la comunicación inalámbrica de imágenes, datos y sonido a través de esos pequeños instrumentos de bolsillo que nos han comido la vida, vivimos tiempo ha sin embargo entre fotógrafos y hombres de cine que capturan o ruedan en el austero blanco y negro de nuestros tatarabuelos con la intención evidente de conferir un mayor verismo a los documentos visuales que se juzgan más graves o serios de lo usual, como si sólo un artificio semejante pudiera hoy fingir la fidelidad en la representación de las más crudas realidades que el hombre contemporáneo parece haber olvidado desde que brotó el hongo atómico. Y, de hecho, hay que decir que a nuestro parecer así es: la naturaleza del s. XXI es elaborada ficción de naturaleza, es decir, una imagen más entre otras imágenes cuya única señal distintiva con respecto a las de radice artificiales consiste en su mayor complejidad de fabricación, ya que estas últimas, al ser sometidas a una nueva transformación, como ésta se aplica sobre un código ya dado de procesamiento, se re-diseñan como las consabidas rosquillas, mientras que las imágenes que buscan expresar la así llamada “naturalidad” se encuentran con el obstáculo de tener que ser concebidas desde el principio y vueltas a concebir una y otra vez conforme al ritmo en que se vaya quemando la “sugestión de realidad” que aún pudieran conseguir sus antecesoras.
En los tiempos en que los que vivió Jean-Jacques Rousseau, la cosa no presentaba tampoco perfiles muy distintos de los actuales, aunque a una escala diferente. Las técnicas, la industria, el comercio, las comunicaciones, las formas sociales, etc., avanzaban (o, si no comulgamos con este lenguaje, digamos simplemente que se organizaban de una manera cada vez mayor y más sofisticada) a pasos agigantados ante la desconcertada mirada del hombre común de aquella época, haciéndosele progresivamente más arduo concebir una idea clara acerca de que sea aquello que con tanta espontánea ingenuidad el hombre renacentista o barroco denominaban, apenas sin reparar en ello, “naturaleza”. Más tarde sobrevendría a la conciencia romántica un malestar difuso y como un dolor de miembro perdido -que se convertiría en pocos años en abierta nostalgia- con respecto al sentido primigenio y perdido de la naturaleza y la vida natural, e hicieron entonces su aparición las apologías románticas de, por un lado, la vida salvaje (las famosas Atala y René de Chateaubriand o el Pablo y Virginia de Bernandin de Saint-Pierre, el movimiento prerrafaelista o después el fauve, la Pastoral de Beethoven, etc.), y, por otro, de unos fantasiosos “valores bravos y limpios” de la existencia medieval -todavía escritores posteriores, pongamos por caso Larra, y tan célebres hoy como C.S. Lewis, Chesterton o J.R.R. Tolkien, estaban convencidos de que los “oscuros siglos medios” no fueron tales, sino que conformaron el periodo álgido de la historia humana, a partir del cual todo ha sido declive, frivolidad y decadencia… Pues bien: el apóstol laico cuya obra y ejemplo personal permaneció siempre vivo en toda esta larga endecha en torno a la temática de la inocente y prístina naturaleza oprimida bajo la negra bota (Black mills of evil, llamaba William Blake a las fábricas) del progreso técnico-industrial, fue precisamente el solitario excéntrico Rousseau, un pensador del activo e ilustrado siglo XVIII, justamente aquel en el que la maquinaria se puso en marcha a plena potencia de un modo ciertamente imparado, si no imparable.
Con sus solas y desquiciadas fuerzas, en efecto, Rousseau en realidad desencadenó más de un proceso esencial para entender las raíces de nuestra cultura, aunque el fundamental en lo que se refiere a su influencia postrera fuese este de la invención de una imagen de la naturaleza más parecida para sus contemporáneos a la de los bellos jardines rococó del palacio de Trianón de María Antonieta que a los bosques, valles y cañadas que aterrorizaban y llenaban de misterio a los caballeros medievales. Alguien tendría que haber hecho, en nuestra opinión, una parodia de los “hombres naturales” de Rousseau equivalente a la que Cervantes hizo de los libros de caballerías siglo y pico antes, y ese “alguien” fue sólo en parte su amado archienemigo Voltaire. Porque es un hecho que -no obstante su certidumbre in pectore de que se había ausentado junto con la divinidad misma quizá para siempre-, el siglo XVIII produjo un sin fin de apasionadas obras en todas las áreas del pensamiento, las ciencias y las artes acerca del qué, el dónde y el cuándo de la verdadera Naturaleza (la mayoría de ellas portando este término en su mismo título), y sobre las diferentes formas de recuperarla o acceder a ella. Una de las más principales e influyentes -a Kant, por antonomasia, le fascinaba- es sin duda el Emilio de Rousseau, obra edificante tejida alrededor de la idea de la educación del hombre integral a través de una pedagogía natural o ceñida a la naturaleza. Seguramente todos hemos visto la película de François Truffaut en la que el director, basándose en una historia real de aquel siglo -y por tanto en el blanco y negro de lo realmente real que mencionábamos-, pretende mostrar la tesis de la nobleza innata de un “niño salvaje” criado sin contacto alguno con la sociedad humana. Rousseau, en su Emilio, no llega tan lejos -aunque el espíritu es el mismo-, puesto que en su modelo de educación natural caben también ese tipo de primeros oficios sociables que la civilización griega hubiese considerado como propios de esclavos. El tratado-novela o novela-tratado, de cualquier manera, es de un gran valor, y su lectura ha inspirado a una miríada de pedagogos pasados y todavía presentes aunque sólo sea en el aspecto de conseguir el firme establecimiento en la mente del educando de una crucial distinción para esta extraviada vida entre tener o ser (por decirlo con el título famoso de Erich Fromm), pero eso de ningún modo significa que en la actualidad resulte para nosotros de recibo, hasta el punto de que si alguien nos habla ahora bienintencionadamente de una educación al margen de cualesquiera instituciones existentes o posibles, lo mejor sería que nos lo imaginemos tocado de librea, calzones y peluca empolvada, además de decolorado en un riguroso y puritano blanco y negro.