Divagaciones sobre la (des)memoria

Quizá tenga que pasar el tiempo para que seamos conscientes del valor de la memoria aunque yo lo supe desde el colegio cuando había que aprender cosas y recordarlas y muy a menudo costaba mucho trabajo, había que ponerse a estudiar, traspasar una línea que siempre era algo dolorosa aunque luego también el resultado fuera placentero. Memorizar era, sobre todo, repetir una y otra vez y gracias a eso se quedaban grabados para siempre algunos poemas (“Con diez cañones por banda…” “Al olmo viejo..”) o algunas oraciones aunque ya hubiéramos dejado hacía mucho tiempo de creer en los dioses, verificando esa idea de Steiner de que aprender textos de memoria, desde pequeños, es la única manera de comprenderlos, de que crezcan dentro de nosotros, de poseerlos de verdad y que de ya nadie pueda quitárnoslos.

La memoria de los eventos de nuestra vida que tenemos o no a nuestro alcance, lo que recordamos al despertar y lo que nos gustaría recordar, que quizá se nos escapa. A menudo vagamos por la vida balanceados por la banalidad o la urgencia, movidos emocionalmente por cuestiones irracionales sin demasiado valor, ideas intrusivas que llegan a nuestra mente como pecios mugrientos que no elegimos y que, a menudo, determinan nuestra motivación o nuestro ánimo al menos durante unas horas al día. Es en esos momentos cuando tratamos de encontrar una llave para acceder a recuerdos que presentimos más valiosos, que sabemos que duermen dentro de nosotros, en algún sitio, pero eso no siempre es fácil. La cueva de Ali Baba, la de los tesoros preciosos, tiene una puerta inexpugnable para la que hay que encontrar las palabras que a menudo hemos olvidado.

Jorge Luis Borges y María Kodama

La necesidad de olvidar y la urgencia de recordar. Los recuerdos que recreamos cada vez que acuden a nuestra memoria, la seguridad emocional sobre algo que ocurrió que puede ser ficticia. A pesar de todo la nostalgia de la memoria voluntaria y exquisita, de tener a mano lo que hemos vivido y lo que hemos leído (otra forma, a veces más intensa, de vivir). Leo la entrevista a Borges de Oswaldo Ferrari y me fascino con su capacidad de recordar, de relacionar unas cosas con otras, de traer párrafos o versos enteros, en diferentes idiomas, y conectarlos con asuntos personales o sociales. Lo imagino despierto por las noches viajando por una biblioteca inagotable donde habitan los libros que ha leído y sus propios recuerdos personales que, con el tiempo, se han convertido ya en relatos comparables a sus cuentos.

El vértigo de lo que seremos, de lo que recordaremos paseando, por última vez, en la niebla. Al menos nos quedarán, quizás, las prótesis que ahora tanto utilizo. El iPad lleno de libros bien organizados, subrayados y anotados; de música, de películas, de las fotos y las grabaciones de nuestra propia vida. Las ganzúas que pueden abrirnos la cueva de Ali Babá y permitirnos una posibilidad de gozo. Lo estupendo de los tiempos modernos. Aunque, para despertar la memoria, nada es igual a la conversación con un interlocutor que comparta la intersección exacta para poder diverger sin miedo por territorios inexplorados que no sabíamos que teníamos dentro. Pero volvamos a Borges …

“En diálogo”. Jorge Luis Borges y Orlando Ferrari. Conversación inicial 9/03/1984

(…)—¿Y cree que sin pensar en la comunicación, de pronto la comunicación, de que tanto se habla, puede producirse?

—No, yo no pienso en la comunicación. Además, cuando yo escribo algo es porque he recibido algo. Eso quiere decir que creo, humildemente, en la inspiración. Es decir, creo que todo escritor es un amanuense. Un amanuense no se sabe de quién, ni de qué. Podemos pensar, como pensaban los hebreos, en el ruaj, el espíritu; o en la musa, como pensaban los griegos, o en la «gran memoria», en la que creía el poeta irlandés William Butler Yeats… él pensaba que todo escritor hereda la memoria de sus mayores, es decir, del género humano; ya que tenemos dos padres, cuatro abuelos, etcétera, aquello sigue multiplicándose en progresión geométrica. Él pensaba que un escritor puede no tener muchas experiencias personales, pero que puede contar con ese vasto pasado… él lo llamaba «la gran memoria». Podemos llamarlo «la subconciencia» también, pero «la gran memoria» es más lindo ¿no?, un manantial inagotable.

—Pero sí.

—Pero la idea es la misma, es la idea de recibir algo, o de recordar algo.

Pero usted ha hablado, justamente, de algo que cada vez se menciona menos. Me acuerdo que al recibir un premio importante en España, usted dijo que si el espíritu ha conseguido transmitir algo a través suyo, a los demás, entonces usted siente que su destino se ha cumplido.

—… Me siento justificado. Además, mi único destino posible, es el destino literario. Porque evidentemente, un hombre que ha cometido la imprudencia de cumplir ochenta y cuatro años, que en cualquier momento cumple ochenta y cinco, que está ciego; bueno, la mayoría de mis contemporáneos se han muerto, aunque como usted ve, hay personas jóvenes alrededor de mi vejez. Bueno, yo paso alguna parte de mi tiempo solo, y entonces lo pueblo con proyectos. Por ejemplo, esta mañana me desperté a las siete, yo sabía que iban a llamarme a las ocho y media. Yo pensé, bueno, vamos a aprovechar este tiempo, y empecé a borronear, mentalmente, se entiende, un soneto; que dentro de unos días será realmente un soneto. Ahora es un mero borrador. Es decir que yo paso buena parte de mi tiempo solo, y tengo que poblarlo con proyectos, con fantasmas, podemos decir, salvo que suena un poco terrorífico, impresionante ¿no?, además, no me siento perseguido por ellos, son gratos fantasmas.

Comprendo, pero esta idea que usted da de la musa, del espíritu, en una época en que la noción del espíritu presidiendo el movimiento del arte o de la literatura pareciera haberse perdido…

—No, yo creo que no ¿eh?, yo creo que todo escritor siente que él recibe. Es decir, no puede dar si no ha recibido. Ahora yo he llegado a otra conclusión que no contradice eso que acabo de decir; no, la complementa, más bien: es que conviene intervenir lo menos posible en su obra. Sobre todo conviene que mis opiniones no intervengan. Es decir, bueno, escribir es un modo de soñar, y uno tiene que tratar de soñar sinceramente. Uno sabe que todo es falso, pero, sin embargo, es cierto para uno. Es decir, cuando yo escribo estoy soñando, sé que estoy soñando, pero trato de soñar sinceramente.

Comprendo, pero hay algo cierto; lo cierto es que nos es dado, nosotros recibimos, como usted dice.

—Sí, yo creo que sí, creo que estamos recibiendo continuamente. Y creo además, y esto lo he dicho muchas veces, que si uno fuera realmente un poeta, y yo estoy seguro de no serlo, o de serlo muy de tarde en tarde, uno sentiría cada instante como poético, cada momento de su vida. Esa idea de que hay temas poéticos y temas prosaicos es un error, todo debe ser sentido como poético. Y creo que algunos poetas: Walt Whitman, por ejemplo, llegaron a sentir eso, a sentir que cada momento de su vida era no menos divino, o no menos —porque divino es una palabra muy ambiciosa—, digamos no menos asombroso, no menos interesante que otros.

(…)“—Justamente, con referencia a su imaginación y a su memoria, hay muchísima gente que se pregunta por su imaginación en la que todo parece encontrarse, en la que parece caber todo; qué puede decirnos de su imaginación y de su memoria.

—Bueno, yo creo, como el filósofo judeo-francés Bergson, que la memoria es selectiva, y que uno elige… la memoria elige. Por eso, los hechos desagradables uno tiende a olvidarlos. Yo sé que pasé once días, con sus noches, en un sanatorio, en el mes de febrero, yo estaba de espaldas, no podía moverme, podía perder la vista si me movía. Bueno, eso yo lo sé porque me lo han contado, pero realmente esos once días, y esas once noches de intolerable calor e inmovilidad forzosa, son en mi memoria un solo instante; y sin embargo tienen que haber sido terribles cuando ocurrieron. Y ahora lo cuento como si le hubiera pasado a otro. Y, en cambio, me gusta pensar en los momentos de felicidad; y quizá, a veces, exagere la felicidad de esos momentos, ya que me es grato recordarlos.

—¿Es, de alguna manera, la memoria que tiene su personaje, Dhalman, en el cuento «El sur», la memoria de esos once días?

—Ah, es cierto… pero claro, sí, yo me refería a otra operación, ya que yo he pasado buena parte de mi vida en sanatorios. Pero eso no importa, porque los he olvidado. Sí, por ejemplo, cuando me hicieron tal operación en un sanatorio de Palermo, una larga operación y una larga convalecencia en un sanatorio de la calle Brasil, cerca de Constitución. Pero los sé como hechos, no como experiencias personales. Digo, los sé de igual modo, bueno, que sé que mi abuelo Borges se batió en la batalla de Caseros y tenía dieciséis años. Es decir, es algo que yo he oído.

—Pero ¿usted cree, entonces, que se cultiva la memoria? Usted ha hecho de alguna manera un proceso a través del cual haya cultivado su memoria en el tiempo; porque pareciera ser una memoria que se ha desarrollado particularmente.

—Y, yo creo que la ceguera puede haberme ayudado.

Ah, entiendo.

—Desde luego que si yo recobrara mi vista, yo no saldría de esta casa, yo leería estos libros que nos rodean, que están tan cerca y tan lejos, pero desgraciadamente me está vedada la lectura de esos libros, sólo puedo oírlos leer, y hay una gran diferencia, ya que el hecho de hojear un libro, eso me está negado. Viene alguien aquí, yo le pido que me lea algo, bueno, me lee en orden; pero el hecho de hojear un libro, de omitir, de saltear, eso me está negado, naturalmente, y es parte del placer de la lectura.

Pero, entonces, la ceguera habría contribuido hermosamente con su memoria y con su imaginación.

—En todo caso, si eso no es así, yo debo tratar de pensar así. Yo debo pensar que la ceguera es algo como todas las cosas del mundo, y es un don. Y, desde luego, ya sabemos que la desdicha es un don, ya que de la desdicha ha salido la tragedia, ha salido quizá… y… casi toda la poesía. No sé si la felicidad es útil en ese sentido; la felicidad es un fin en sí misma, en cambio, la desdicha no. El deber de un artista, de cualquier artista, ojalá yo fuera músico, o pintor, como mi hermana. “ Pero no, soy escritor, es el transmutar esas cosas que le suceden en algo distinto. Naturalmente, en mi caso, estoy limitado por las palabras, y sé además que mi destino es la lengua castellana. Yo debo tratar, bueno, de hacer lo que pueda dentro de esos medios y dentro de esa tradición, ya que cada idioma es una tradición. Yo escribí un poema esta mañana, y uno de los temas del poema es que los idiomas no son equivalentes; que cada idioma es un nuevo modo de sentir el mundo. Y actualmente estoy tratando de saber algo de japonés, y la dificultad no está en memorizar las palabras; está en que yo siento que todo ese mundo me queda muy lejos, aunque yo lo quiera mucho; ya que yo pasé quizá las cinco semanas más felices de mi vida en el Japón, cada día un regalo, conocí siete ciudades, la gente era de una extraordinaria cortesía; y con María Kodama visitamos templos, jardines, ríos, santuarios.

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