Se puso a ordenar la mesa del despacho de forma casi frenética. Recogió papeles, unos al archivo, otros a la papelera, y los fastidiosamente inclasificables, a un montón. Colocó bolígrafos y rotuladores en el bote, después de encontrar el amarillo de subrayar bajo el teclado del ordenador. Las carpetas, en el armario. Al llegar al correo no urgente le falló la iniciativa y optó por agolparlo en el cesto de colocar lo que escupía, sobre todo, la publicidad.
Cuando el espíritu se le volvía algo loco, le daba por recordar todo lo que anhelaba hacer y, para dar otra vuelta a la tuerca, su indecisión camuflada de sentido común, ordenaba la mesa del despacho. Era más rápido y menos complicado que organizar su vida y sus deseos.
Se dejó caer sobre el butacón crujiente y, en un alarde de poderío, cruzó los pies sobre la mesa. Le dolieron al rato los talones. Los triunfadores deben de tener los talones de acero porque, como había tenido ocasión de comprobar, utilizan esa postura para descansar. ¿Cómo se había metido él solo en semejante berenjenal? Hubo un tiempo en que creyó a pies juntillas que quería ser un alto cargo estresado y con la agenda a rebosar de citas. La erótica del poder es, además, a los ojos de un extraño, estética.
Bajó los pies de la mesa con un cosquilleo en los dedos, molesto. Descolgó el teléfono para pedirle a su secretaria un café pero no llegó a pulsar el botón. Ella se había despedido una hora antes, si no necesitaba nada. No, no necesitaba nada. Y lo necesitaba todo.
Las estrellas empezaban a titilar fuera de su gran ventanal, y él se sintió agobiado. Deseando hacer algo con lo que consumir las energías que le brotaban dentro, directamente desde el corazón, se decidió a colocar el correo de una vez.
Su trabajo le permitía viajar a cualquier parte del mundo, pero siempre con chaqueta y el móvil encendido. Tenía entradas para el estreno de cualquier espectáculo pero no tiempo para asistir. Apenas recordaba el aspecto de su bella casa a la luz de la tarde y sus viejos amigos, que se alegraban de lo bien que le iba todo, ya habían cogido confianza con el contestador de su smartphone de ultimísima generación. Todo un triunfador con una cuenta llena de ceros en varios bancos.
¿Por qué, entonces, no se decidía a mandar el despacho a paseo por unos días, dar otro mes de vacaciones pagadas a su secretaria, coger el avión con una camiseta gastada y el bañador en la maleta? Quizá porque ya no tenía camisetas gastadas.
Le fastidiaba reconocerlo pero se había acostumbrado a ver crecer su patrimonio, no a gastarlo, al estrés y los nervios, al reloj suizo, a recibir decenas de llamadas diarias. Se consolaba pensando que era un mal momento, que no podía dejar a los clientes a medias, que tal vez se aburriría, que sus sueños quizá no fuesen tan maravillosos y que no merecía la pena tirarse a la piscina sin saber si hay agua. Poco a poco, mientras seleccionaba y guardaba papeles, impuso la razón a todos los impulsos locos. Al terminar, se volvió hacia el despacho. Estaba reluciente y en orden.
Fuera, por el pasillo, un niño de corta edad, demasiado corta para ir solo y a esas horas, cruzó hacia el vestíbulo para alejarse de la oficina. Pero el guardia jurado del edificio no lo vio.