Me llamo Romeo. No es un nombre que me guste, y para ser sincero tengo que reconocer que me he planteado la posibilidad de cambiármelo, pero cuando uno lleva tanto tiempo agarrado a una palabra cabe también la opción de descombrarte en el proceso, y eso es una desgracia mayor que llamarse Romeo. Porque después de 32 años cosido a estas cinco letras puedes rellenar un papel, firmar en cinco o seis documentos y llamarte, no sé, Adán, y hacer que la gente te llame por tu nuevo nombre. Y a lo peor, ni te acuerdas de él y te pasas la vida ignorando llamadas que son para ti, y por cambiar de nombre acabas descombrado. Además, Adán tampoco me gusta. Así que me llamo Romeo.
Me llamo Romeo por mi padre, un pensador que ocupaba su tiempo libre vendiendo clavos en una ferretería pequeña incrustada en el centro de la ciudad, y que aguantó abierta hasta hace poco, empotrada entre el letrero psicodélico de una tienda de moda y un local de comida rápida, tan atemporal como llamarse Romeo en los tiempos que corren. La ferretería era de su suegro, de mi abuelo, del padre de una mujer todo bondad y buen corazón a la que el pensador preñó sin pensárselo dos veces, que es como se hacen las cosas que duran para siempre, y que idolatraba a mi padre a pesar de reconocerlo como un “pensador sin oficio”, decía; “ni beneficio”, añadía mi abuelo. Tanto idolatraba mi madre a mi padre que le dejó elegir mi nombre y no se opuso cuando mi viejo cerró el libro que leía cuando yo nací y dijo “Romeo, se va a llamar Romeo”. Si hubiera mirado un poco más abajo, en la tapa, podría haberme puesto Guillermo, pero mi padre no era un hombre de detalles, siempre fue más bien un amante de lo grueso. Años después, mi madre me confesó que había tenido fortuna: perezoso como he sido siempre, me retrasé casi dos semanas sobre la fecha prevista de mi nacimiento. En ese periodo, mi padre eligió Romeo y Julieta, de Shakespeare, para leer. Cuando mi madre salió de cuentas, mi padre estaba leyendo Platero y yo, pero como vine tarde al mundo del burrito sólo me quedaron los andares.


Les cuento esto porque lo primero que me pregunta la gente cuando les digo mi nombre es por qué me llamo Romeo. Lo segundo que hacen es preguntar por Julieta. Supongo que toda la vida he estado rodeado de gente original. Lo cierto es que aciertan, hay una Julieta. O la hubo, porque si han leído la novela saben que sólo hay un final posible. Julieta está muerta. Como mi vida es de todo menos una novela, hay dos diferencias fundamentales con la historia de mi tocayo: Julieta se llamaba Marta y no sabría decir con exactitud quién cerró antes los ojos de los dos. Lo que sé demasiado bien es que me emborracho hasta casi rozar la muerte cuando llega cada aniversario de aquella noche en la que yo conducía y ella dormía, aunque al final dormíamos los dos. Me gusta pensar que fue así, que ella dormía cuando todo pasó, pero a veces, cuando el aliento del alcohol nubla mis conversaciones, se me viene a la mente la imagen de ella encontrando la muerte con los ojos abiertos mientras yo, que juré protegerla para siempre la primera noche en que la cubrí de besos, dormía como un gilipollas agarrado al volante cuando el coche, terraplén abajo, encontraba en aquel árbol el final de la caída, un final innecesario también para una vida. Nunca he creído mucho en dios, pero juro que le colmo de maldiciones cada vez que me pregunto por qué el árbol atacó por su lado, y no por el mío. Y la veo quieta, con los ojos cerrados y la piel brillante, durmiendo entre hierros y cristales sin saber que por dentro sangra, que por dentro se derrama ya sin vida.

 


Así que me llamo Romeo, pero soy un Romeo sin Julieta. Desde que Marta se fue soy, además, un tipo eminentemente nocturno, un mentiroso que sale con la luna y se esconde cuando puede ver su sombra en el suelo, un borracho que de año en año aumenta la dosis una noche a ver si se mata de una vez, o si me matan, pero no hay forma. Dentro de dos noches se cumplen tres años de la muerte de Marta, y volveré a intentarlo otra vez. Mientras tanto me he decidido a escribir una suerte de diario que acerque mi vida a la novela, a ver si a fuerza de buscar la literatura una mano como la de Shakespeare me ayuda y me empuja de una vez hacia el abismo. No será una caída muy grande, porque desde la pérdida de Marta he vivido en un infierno que yo mismo me he encargado de construir. Si el infierno de Dante tenía nueve círculos, el mío tiene cinco, y son círculos tan irregulares que tienen, a menudo, la forma de un bar. De hecho, casi todos son bares. El más grande, el que escribe buena parte de mi historia, es el Verona, y no es un bar como tal, es un club. En origen pretendía ser un hotel, hermano del que su dueño tiene en su localidad natal, pero en una ciudad llena de sitios donde dormir la idea tenía poco futuro. Pero esa idea inicial cambió, porque la ciudad tiene muchos sitios donde dormir pero pocos lugares en los que follar, así que el tipo decoró el local con un puñado de piernas bonitas, compró algunas telas y aflojó unas cuantas bombillas, y desde entonces camina siempre con los bolsillos llenos. Incluso ha cerrado el hotelito del pueblo, aunque allí siempre dice que se dedica a la exportación. No le falta razón: regenta un negocio en el que los hombres acaban sacando un rato de amor y sudor, o de sudor en el peor de los casos, que entregan, casi siempre, a las pieles extranjeras que conforman la población del Verona. No existe mayor exportación que entregar lo que sale de uno mismo.


No todas en el Verona son extranjeras, también está la Paca. Paca está detrás de la barra y es española, de Benacazón, pero con ella nadie exporta. Primero, porque cojea ostensiblemente y tendría muy difícil subir las estrechas escaleras que desembocan en el piso del amor, y menos si la oscuridad ennegrece el escaso campo de visión que le proporciona el único ojo al descubierto, ya que el otro lo tiene tapado con un parche. Segundo, porque si de verdad quieres jugártela con la Paca más te vale irte al zoo y meterte en la jaula de los tigres sin avisar a nadie para acariciarles la tripita a los animales, que seguro que morderán y arañarán con mejor humor que la Paca. Pero me cae bien la Paca. Quizá sea porque me ha servido tanto alcohol que pareciera que en lugar de matarme tratar de conservarme incorruptible, como Walt Disney, o porque Paca a su manera me quiere, y lo demuestra tratándome como un hijo. Y eso que nuestros inicios no fueron los mejores, porque la primera noche no hicimos buenas migas.

-Ponme otra copa, encanto.
-¿No te parece que ya estás lo suficientemente borracho?
-Tanto que me están entrando ganas de acostarme contigo.
-Pues yo gano mucho cuando me quito el parche.
-Pero déjatelo mejor, no vaya a ser que me equivoque y te la intente meter en el ojo.

Como tres segundos después no me había alcanzado su zarpa y seguía vivo, supe que le había caído simpático. Quizá era simplemente la ternura que inspiraba mi obstinada manera de destruirme. Luego supe también que le habían cambiado de sitio el palo con el que atiza a las malas compañías, y que era eso, más que la ternura, lo que me había evitado el golpe. En cualquier caso, me disculpé y ella me sirvió la copa, y así es como terminé descubriendo que en realidad el parche se lo ponía para acompañar la dureza que exigían sus condiciones, un poco para atemperar el gracejo andaluz que no ocultaba a pesar de sus vicios de estanquera. Para demostrármelo se lo quitó, y me di cuenta de que tenía los dos ojos perfectamente. Incluso me fijé, con el paso del tiempo, en que algunas noches se cambiaba el parche de ojo. También me di cuenta de que me había mentido: en realidad, no ganaba cuando se quitaba el parche. Es más, con el parche puesto, mejoraba.

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