Soñar con los pies

Y jugar por jugar
sin tener que morir o matar
y vivir al revés
que bailar es soñar con los pies.


( “Jugar por jugar”, Joaquin Sabina.).


Tiene razón Sabina, como casi siempre, cuando dice que bailar es soñar con los pies. Se ha hablado mucho de la danza como una de las bellas artes pero bastante menos del baile (con minúsculas) al que Sabina se refiere, esa actividad de carácter lúdico/festivo presente en todos los pueblos y culturas. Y no me refiero al baile como punto de encuentro, aquel acto social que marcó nuestra vida durante siglos y cuyas formas y su evolución podría escribir otra historia de la humanidad. Tampoco me interesa el baile de salón, ese aprendizaje tan en boga para adquirir habilidades más sociales que artísticas. Yo creo que Sabina se refiere a ese grupo entusiasta, espóntaneo e irreductible que somos los bailones, los que ya en su tierna infancia notan que les vuelan los pies cuando suena la música y en un segundo ya se están movimiendo como si esa música les arrastrara. Porque el verdadero bailón puede bailar solo, sin necesidad de compañía o marco social. Y ya sea solo o acompañado, aspira sobre todo a disfrutar y a expresar de muy diversos modos el placer que el baile le provoca.

Son mayoría quienes opinan que para bailar se necesita un gen que solo unos pocos elegidos poseen y esto suele usarse como disculpa (sobre todo por los varones) para escaquearse del baile. Admito que para la Danza (con mayúsculas) hacen falta cualidades y sacrificios casi sublimes pero bailar, simplemente bailar, es poco más que un ejercicio de libertad corporal, como correr o practicar senderismo. El problema es que en el baile nos sentimos observados (aunque no sea el caso) y se da por supuesta la exigencia de un nivel artístico que nadie ha formulado jamás. En otras palabras, no hay contexto donde el ser humano tenga más miedo al ridículo que el baile, sobre todo en pareja. No es de extrañar si recordamos aquellos salones de antaño, donde se amañaban matrimonios entre los canónicos pasos de un minueto que había que seguir a rajatabla. Pero nada de esto pervive hoy en día, cuando bailar se ha convertido en un acto colectivo con la ayuda de la escasa luz de las discotecas y (en ocasiones) la abundante ingesta de alcohol y sustancias. Lo curioso es que fuera de ese marco mucha gente no se movería nunca al ritmo de la música, incluso escuchándola en plena soledad. Como mucho, algún golpecito con los pies o leves movimientos de manos y cabeza sentados en el sofá. Pero pocos conocen lo que es fusionar todo el cuerpo con la música y empezar a moverse según lo que nos va dictando y lo que nos va contando.

El baile, no lo dudemos, es traducir con el cuerpo las historias que la música nos cuenta y por eso decía George Balanchine que el baile hace la música visible. La magia (sic) es buscar nuestro fraseo corporal propio ( que puede estar muy lejos de los pasos canónicos ) y descubrir la riqueza léxica que tienen los brazos, las piernas o las caderas, sin obviar la carga semántica del rostro y la mirada. Y todo ello sin aspirar a ninguna perfección, por supuesto, porque el bailón no es un artista. El bailón es simplemente un comunicador de sensaciones y sentimientos, un narrador de historias que hila movimientos y ritmos sin esfuerzo y sin maestría, con la única guía del propio placer. Prodigiosa experiencia, no hay duda, para quienes la hemos disfrutado en muchas ocasiones. Porque a todo ello se suma la ligereza que adquiere el cuerpo cuando baila, aunque sufra de sobrepeso o haya demostrado una notable torpeza en otras tareas. El bailón se abandona a la música y en ese momento olvida su edad, su gordura, su calvicie y otros posibles desperfectos. Y así es en el caso de hombres y mujeres, si bien estas últimas son abrumadora mayoría a la hora de salir a pista y mover el esqueleto. ¿Las razones? Complejas y variadas, aunque hay que descartar que tengamos más sentido del ritmo como demuestra la abrumadora mayoría de directores de orquesta masculinos. La clave, en cualquier caso, es olvidarse de la (falta de) habilidad personal y disfrutar bailando. Si vamos al gimnasio o corremos maratones sin ser grandes atletas, ¿por qué renunciamos a descubrir con la música el lenguaje de nuestro cuerpo y ver cómo va cambiando con los años, igual que nos cambia la cara o la voz?

Claro está que los problemas, de haberlos, surgen con el baile en pareja, como si fuera obligatorio emular a Fred Astaire y Ginger Rogers. Si el baile en solitario aspira a expresar y disfrutar, pienso que en pareja es lo mismo pero compartido. En pocas ocasiones se produce un diálogo entre los cuerpos como en el baile, que van traduciendo, cada uno a su manera, la música que suena. Jorge Luis Borges, que tanto escribió sobre el tango, tiene un cuento, El hombre de la esquina rosada”, que nos brinda una lograda descripción :”me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar”. Magnífico párrafo, que resalta la importancia de “adivinar las intenciones” entre los dos bailarines y el poder de la música para imponer su voluntá sobre ellos. Espontaneidad, intuición, complicidad, intimidad carnal, todo lo contrario de ese manual que parecen seguir los que (en teoría) bailan bien: normas y directrices que acompasan los cuerpos pero se olvidan de las almas. Proclamo desde aquí que algunos de mis mejores compañeros de baile, a los que recuerdo con verdadero agrado , me cubrieron de pisotones, lo cual nunca impidió un sabroso diálogo mientras bailábamos.

Pero, como dice el maestro Borges, todo depende también de la voluntá que vaya imponiendo la música porque no es lo mismo bailar “agarrao” (pegados, diría Sergio Dalma) que marcarse un rock ´n´roll o echarse un pasodoble en la fiesta del pueblo. El cine ha mostrado infinidad de escenas de baile que arrojan luz sobre los personajes o sobre la historia que se cuenta. Yo siempre recuerdo el pasodoble que baila Omero Antonutti con Sonsoles Aranguren en El Sur, de Victor Erice: la solemnidad del momento-una primera comunión-y la emoción del padre compartiendo con su hija un rito iniciático entre la niña y la mujer. Los compases de “En er mundo” suenan en un acordeón a presagio del futuro, a atisbos de pájaros que volarán del nido, a ausencias irreparables. Por eso es un baile ceremonioso, casi litúrgico, presidido por ese velo blanco, emblema de una pureza que se ha de marchitar. Muy distinto es el pasodoble que se marcan José Luis Gómez y Enma Penella, dos de los protagonistas de esa gran película que es La estanquera de Vallecas. En pleno atraco de dos quinquis armados, con enorme violencia en el ambiente, los dos personajes no resisten la tentación de los acordes de Suspiros de España que suenan en el gramófono. El atracador se peina y se ajusta el pantalón antes de coger por la cintura a la estanquera y llenar el aire de chispas, como si el placer de bailar fuera eléctrico. Y los cuerpos de ambos, verdugo y víctima unos momentos antes, se mueven con alegría, con fruición, como si festejaran la vida antes de que llegue el dramático final.

Esa idea del baile como un alto en un clima de violencia la encontramos también en Pulp Fiction y su famosa secuencia de I Wanna Dance. El propio Tarantino ha negado que escribiera la escena para el mero lucimiento de Travolta. Muy por el contrario, confiesa que su maestro ha sido Godard, sobre todo la inolvidable secuencia de Banda Aparte. El baile de Pulp Fiction es una antología del lenguaje corporal y su erotismo que va desde la contorsión, seducción y provocación de Uma Thurman, al contraste con el (aparente) autismo e indiferencia de Travolta. Sublime el contrapunto de movimientos y miradas, con una magia que no logran romper ni siquiera los calcetines antilujuria del bailarín. Y es que en el baile, como en la vida, los cuerpos dialogan de mil formas y expresan sentimientos que las palabras no abarcan. Por ejemplo cuando Al Pacino se marca un tango ( Por una cabeza) en Perfume de Mujer, su maestría y su elegante madurez eclipsan totalmente la belleza y la juventud de su pareja. El gran actor ejecuta el baile sin vacilaciones, a pesar de encarnar a un invidente, con una habilidad táctil y una soltura de movimientos que contrastan con su mirada errática. Creo que muchas veces nos pasa desapercibida la carga emocional de unos pasos de baile, algo que sucede en cantidad de películas. Hace poco, disfrutando por enésima vez de esa obra maestra que es El Apartamento, reparé en la escena del bar a la hora del cierre en Nochebuena, con Jack Lemmon bailando cabeza con cabeza con una mujer a la que acaba de conocer. Se apagan las luces, el dueño está barriendo para irse, y ellos dos rezuman soledad y alcohol, apurando la noche con pasos y rostros de beodos.

Porque no hay sentimiento ni emoción que el baile no pueda expresar: tristeza, soledad, nostalgia, celebración, deseo, alegría, amor, poder, fragilidad…..Todo cabe en ese ritual de cuerpos y almas que se fusionan para gozar de una carnalidad íntima y compartida. El verso de Sabina, bailar es soñar con los pies, expresa perfectamente la capacidad de evasión y ensoñación que tal actividad nos regala. Porque bailando nos exploramos y nos descubrimos, adoptamos personajes ocultos hasta entonces, olvidamos la muerte y yo incluso diría que alcanzamos lo que Wordsworth llamaba “atisbos de inmortalidad”. Y nada de esto se malogra si, como suele suceder, va acompañado de sendos pisotones y algún que otro empujón. Porque nadie es perfecto.

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6 Comentarios

  1. says: Ramón González Correales

    Ahora en que parece que una vida se justifica si se pasa entera en un gimnasio y que los médicos nos dedicamos a prescribir correr a ninguna parte y a quitar los pocos placeres que nos van quedando con el tiempo, intento prescribir a mis pacientes que bailen. Que se apunten a algún sitio y bailen. Es un magnífico ejercicio aeróbico, por supuesto, pero sobre todo es posibilidad de alegría, de memoria, de nostalgia, de incluso de esperanza. También es una conexión con ese Orgón erótico y azul que permite a los cuerpos convertirse en dionisiacos y prescindir momentáneamente de la edad, incluso del aspecto físico (como muy bien dices cuando alguien baila bien, desde dentro, se transforma en alguien muy vivo como tan bien se observa en esos viejos que se echan a bailar en cualquier momento en cualquier plaza de La Habana.

    Como ocurre a menudo no solemos seguir los consejos que damos. Y yo no bailo y me gustaría bailar, pero lo voy dejando porque como bien dices para los hombres el baile es otra cosa y para los tímidos de cierta edad tiene en ocasiones una memoria de tortura, porque había que atreverse y no solo a bailar. En aquellos bailes la vida de los hombres tampoco fue fácil aunque después uno se moviera e hiciera como si bailara pero no de “esa manera” que tan bien describes que es la que produce la felicidad.

    Prometo apuntarme a bailar swing cuando amaine el coronavirus.

    Excelente artículo

  2. says: Ines praga

    Preciosas palabras, Ramòn. Gracias. Entiendo los muchos problemas que habéis tenido los hombres para bailar con libertad, algo que las mujeres hacemos mejor. Yo, que ya tengo bastantes años y además soy de pueblo, recuerdo con vividez cuando teníais que sacarnos a bailar y os dábamos calabazas con verdadera saña. Iba a comentar esto en el artículo pero me pareció que quizá habría que escribir sobre ello en otro momento, sobre la humillación que sufrían muchos tíos y que les ha marcado de por vida. Yo, bailona empedernida, reconozco la afrenta histórica y me disculpo en nombre de varias generaciones que os lo pusimos difícil . Así que en cuanto se vaya el virus, bailad, bailad como dioses. Y si no se va, bailad también.

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